Durante años, la industria del tabaco las usó para enturbiar un debate que estaba claro: el tabaco mata. Ahora está pasando lo mismo con las emisiones de efecto invernadero. Una de las dos estrategias, que no requiere mentiras ni ir en contra de la ciencia, resulta altamente eficaz
En la década de 1950, a los profesionales sanitarios les empezó a preocupar que el tabaco provocara cáncer. Después, en 1952, la popular revista Reader’s Digest publicó un artículo titulado Cáncer por cartón, en el que reflejaba qie cada vez había más pruebas que lo demostraban. El artículo dejó en shock y acaparó una gran atención mediática. Hoy en día los peligros del tabaco sobre la salud están claros y nadie tiene dudas sobre ellos.
Sin embargo, las prohibiciones tardaron mucho en entrar en vigor. De hecho, la mayoría tuvieron lugar unos 40 años después del artículo de Reader’s Digesto, o incluso más tarde.
Las razones de este retraso son fáciles de ver en retrospectiva y han sido descritas en detalle por Naomi Oreskes y Erik Conway en su libro de 2010 Merchants of Doubt. En él, los autores explican cómo la industria del tabaco contrató a una empresa de relaciones públicas para crear controversia en torno a las pruebas y generar dudas sobre su veracidad.
Juntas, las empresas de tabaco y la empresa de relaciones públicas crearon y fundaron una organización llamada el Comité de Investigación de la Industria del Tabaco (TIRC, por sus siglas en inglés) para fabricar resultados y opiniones que contradijeran el hecho de que fumar mata. Esto dio lugar a una falsa incertidumbre y retrasó los cambios políticos que iban a destrozar sus ventas.
La estrategia tuvo un gran éxito en aquel momento. En el libro, los autores señalan que esta misma estrategia se está utilizando para manipular los debates sobre cambio climático. Una vez más, el consenso científico es claro e inequívoco pero el debate público se ha enturbiado deliberadamente para crear una sensación de incertidumbre. De hecho, según Oreskes y Conway, algunas de las personas que idearon la estrategia del tabaco también trabajaron para debilitar los argumentos del cambio climático.
Esto platea una cuestión importante: ¿cómo de fácil les resulta a los grupos de presión distorsionar la percepción pública de la ciencia?
Esa es la pregunta que intentan responder el investigador de la Universidad de California en Irvine (EE. UU.) James Owen Weatherall y algunos compañeros. El equipo ha desarrollado un modelo informático que refleja cómo se crea el consenso científico y cómo influye en la opinión de los responsables políticos. El equipo estudió lo fácil que resulta distorsionar esa visión y, según sus resultados, en la actualidad es mucho más fácil manipular la percepción de la ciencia con técnicas aún más sutiles que las que utilizó la industria del tabaco.
La estrategia original del tabaco incluía varias líneas de acción. Una de ellas consistía en financiar investigaciones afines a la industria para después publicar únicamente los resultados que encajaban con su discurso. "Por ejemplo, en 1954 el TIRC distribuyó un panfleto a casi 200.000 médicos, periodistas y políticos, titulado Una Perspectiva Científica a la Controversia de los Cigarros. El texto subrayaba las investigaciones favorables a la industria y cuestionaba los resultados que apoyaban la visión contraria", explican los investigadores, quienes denominan a esta estrategia como producción sesgada.
Otra estrategia consistía en promover investigaciones independientes que apoyaban el punto de vista de la industria de tabaco. Por ejemplo, se defendió una investigación sobre la relación entre el asbesto y el cáncer de pulmón porque demostraba que hay otros factores pueden causar cáncer. Weatherall y su equipo llaman a este enfoque difusión selectiva.
El equipo ha analizado qué influencia tuvieron ambas estrategias sobre la opinión pública. Para ello, han utilizado un modelo informático que refleja cómo los procesos científicos influyen en la opinión política. Este modelo incluye tres tipos de actores. El primero, son los científicos que llegan a un consenso a través de experimentos, los cuales permiten que sus resultados y los de sus compañeros influyan en su propia opinión.
Cada científico comienza con el objetivo de decidir, dadas dos opciones, qué teoría es mejor. Una de estas teorías se basa en "el modelo A", bien entendido y conocido al menos el 50 % del tiempo. Esto crea la Teoría A. En cambio, la Teoría B se basa en una acción que no se entiende bien. Los científicos no están seguros de si es mejor que A o no. No obstante, se crea un modelo para que la Teoría B acabe siendo mejor.
Los científicos pueden hacer observaciones de acuerdo a su teoría, y los resultados de estas observaciones se ajustan a reglas probabilísticas. Así que incluso aunque la teoría B sea la mejor, algunos resultados respaldarán la teoría A.
Al comienzo de la simulación, a los científicos se les clasifica al azar en la teoría A o B. Por ejemplo, un científico con una credibilidad de 0,7 considera que hay un 70 % de probabilidades de que la teoría B sea correcta y por lo tanto utiliza la teoría B en la siguiente ronda de experimentos. Tras cada ronda de experimentos, los científicos actualizan sus opiniones a partir de los resultados de sus experimentos y los de los científicos de su red. En la siguiente ronda, repiten este proceso y actualizan sus creencias una vez más, y así una y otra vez. La simulación finaliza cuando todos los científicos creen en una teoría o en la otra, o cuando la creencia en una teoría alcanza un nivel de umbral. De esta manera, los investigadores simulan cómo los científicos llegan a un consenso.
¿Cómo influye este procese en los políticos? Para averiguarlo, Weatherall y su equipo introdujeron un segundo grupo de personas en el modelo, los políticos, quienes están influenciados por los científicos (pero no al revés). Fundamentalmente, los políticos no escuchan a todos los científicos, solo a algunos de ellos. Los políticos comienzan con una opinión y la van actualizando después de cada ronda, utilizando las opiniones de los científicos a los que escuchan.
Finalmente entra en juego el factor de la propaganda, capaz de influir en la opinión de los políticos. Así que los investigadores incluyen este tercer actor. El manipulador observa a todos los científicos y se comunica con todos los políticos para convencerles de que la peor teoría es la correcta (en este caso, la teoría A). Para ello, buscan opiniones que sugieren que la teoría A es la correcta y las comparten con los políticos.
El propagandista puede trabajar bajo dos estrategias: la producción sesgada y la difusión selectiva. Con la primera, utiliza un equipo de científicos propios que fabrican resultados que favorecen la teoría A. En la segunda, el se limita a elegir los resultados de científicos independientes que favorecen la teoría A.
Los dos tipos de manipulación pueden crear un gran impacto. De hecho, según los investigadores, ambas son igual de efectivas. La investigación detalla: "Hemos descubierto que la presencia de un solo propagandista que se limita a difundir resultados reales de científicos puede tener una asombrosa influencia sobre las creencias de los políticos. En muchas situaciones vemos que mientras la comunidad científica converge en creencias verdaderas sobre el mundo, los políticos adoptan certezas basadas en creencias falsas".
Y todo esto sin mala praxis ni fraudes, simplemente se trata de elegir qué resultados reales les convienen más. De hecho, los propagandistas ni siquiera necesitan utilizar científicos internos para respaldar ideas concretas. Cuando hay una variación natural de los resultados de experimentos científicos imparciales, los propagandistas pueden tener una influencia significativa eligiendo los que respaldan su propia agenda. Además, se puede realizar con muy poco riesgo porque todos los resultados que eligen son ciencia "real".
Este hallazgo tiene implicaciones importantes. Quiere decir que cualquiera que quiera manipular la opinión pública e influir sobre los políticos puede conseguirlo con trucos relativamente sutiles.
De hecho, no sólo los grupos de presión pueden alejar a los políticos del consejo científico. Los investigadores destacan que los periodistas científicos también seleccionan los resultados que más les interesan. Los reporteros normalmente tienen presión para encontrar las historias más interesantes, atractivas o divertidas y esto sesga lo que ven los políticos. Sin embargo, no está claro cuánto peso tiene este fenómeno en el mundo real.
El hallazgo principal del equipo tendrá consecuencias profundas. La investigación continúa: "Uno podría pensar que crear ciencia sesgada influyera más en la opinión pública. Pero en muchos sentidos, la estrategia menos invasiva y más sutil de la difusión selectiva resulta más eficaz de la de la producción sesgada".
El trabajo también tiene implicaciones para la propia naturaleza de la ciencia. La difusión selectiva sólo funciona dada la amplia variedad de resultados de ciertos tipos de experimentos, especialmente en estudios pequeños y con pocos datos. Este es un problema muy conocido y la solución está clara: estudios más grandes y profundos. Los investigadores sentencian: "Con sus recursos financieros fijos, los organismos de financiación deberían asignarlos a unos pocos estudios muy bien diseñados". Sugieren que los científicos deberían recibir incentivos por producir este tipo de investigaciones. "Por ejemplo, los científicos deberían recibir más reconocimiento por resultados estadísticamente más sólidos, incluso en los casos en los que sean nulos", añaden.
Esto haría que a los grupos de presión y manipuladores les costara más encontrar resultados falsos para distorsionar las opiniones. Sin embargo, dado el enorme poder de la difusión selectiva, la cuestión es: ¿quién utilizará mejor las conclusiones de este estudio para su propio beneficio: los propagandistas o los científicos/políticos?
Ref: arxiv.org/abs/1801.01239: How to Beat Science and Influence People: Policy Makers and Propaganda in Epistemic Networks