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Cambio Climático

Manipular el clima: una medida desesperada para salvarnos del cambio climático

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Muchos investigadores que durante años criticaron la geoingeniería empiezan a defenderla como única herramienta capaz de evitar las terribles proyecciones climáticas, a pesar de que la idea es un mar de riesgos y preguntas sin respuesta

  • por James Temple | traducido por Teresa Woods
  • 21 Abril, 2017

David Mitchell entra en el aparcamiento del Instituto de Investigaciones Desérticas, unas instalaciones de ciencias medioambientales de la Universidad de Nevada (EEUU) que se asientan sobre las áridas y rojas colinas a las afueras de Reno. El campus se asoma por encima de los casinos del centro de la ciudad. Esa mañana, unos finos cirros trazan largas líneas sobre la cordillera.

Mitchell, un espigado físico atmosférico de voz suave, cree que estas frías nubes de la troposfera superior podrían convertirse en una de las mejores herramientas para combatir el cambio climático. Los diminutos cristales de hielo de los cirros devuelven radiación hacia la superficie de la Tierra atrapando el calor como una manta. Pero Mitchell, que es profesor adjunto de investigación del instituto, cree que podría haber una manera de contrarrestar los efectos de estas nubes.

Su idea funcionaría así: cada año, una flota de grandes drones zigzaguearía por las latitudes superiores del planeta durante los meses de invierno, rociando los cielos con toneladas de materiales extremadamente finos parecidos al polvo. Si Mitchell tiene razón, esto generaría cristales de hielo más grandes de lo normal, por lo que los cirros se disiparían más rápido. "Este efecto dejaría escapar más calor al espacio exterior, lo que enfriaría la Tierra", explica Mitchell.  Si el plan se ejecuta a una escala suficientemente grande, esta "cosecha de nubes" podría reducir las temperaturas globales en hasta 1,4°C sobre el aumento que se ha producido desde la Revolución Industrial, según un estudio independiente de la Universidad de Yale (EEUU).  

Hay muchas preguntas sin contestar sobre la eficacia de la técnica, sobre sus efectos secundarios y sobre si el mundo debería arriesgarse a desplegar una herramienta que podría alterar el clima al completo. De hecho, la idea de confiar el termostato global a una armada de robots voladores a muchos les parecerá ridícula. Pero la pregunta es: ¿ridícula en comparación con qué?

Si no se lleva a cabo ninguna medida drástica, el cambio climático podría llegar a acabar con la vida medio millón de personas cada año para mediados de este siglo por causas diversas como hambrunas, inundaciones, estrés térmico y conflictos sociales. Impedir que las temperaturas superen los niveles preindustriales en 2 °C o más, un nivel que desde hace mucho se considera la zona peligrosa que debemos evitar a toda costa, ahora parece prácticamente imposible. Para conseguirlo habría que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en hasta un 70% para 2050, y tal vez sea necesario desarrollar tecnologías capaces de extraer megatoneladas de dióxido de carbono de la atmósfera, según el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas. Pero un creciente cuerpo de investigaciones sugiere que probablemente no dispondremos de tiempo ni de las tecnologías necesarias para lograrlo. De hecho, aunque cada país cumpliera con los compromisos alcanzados en el acuerdo de la pasada Cumbre del Clima de París (Francia), las temperaturas globales aún podrían aumentar en más de 5 °C para 2100.

El director del Centro del Medio Ambiente de la Universidad de Harvard (EEUU), Daniel Schrag, que fue uno de los principales consejeros del presidente Obama sobre el cambio climático, alerta: "Todo el mundo tiene esos dos grados en la cabeza, pero para mí son castillos en el aire. Me temo que tendríamos suerte de evitar cuatro, y quiero asegurarme de que nadie llegue a ver seis".

La diferencia entre dos y cuatro grados son otras 250.000 millones de personas sin una fuente fiable de agua, más de 100 millones de personas más expuestas a inundaciones y masivas reducciones del rendimiento de las cosechas globales, según un estudio del Comité sobre el Cambio Climático, un grupo científico radicado en Londres y constituido para aconsejar al Gobierno de Reino Unido (ver más abajo).

Si no se lleva a cabo ninguna medida drástica, el cambio climático podría llegar a acabar con la vida medio millón de personas cada año para mediados de este siglo.

La idea de que podríamos contrarrestar estos riesgos manipulando el clima, un enfoque conocido como geoingeniería, apareció desde la periferia de la ciencia hace más o menos una década. Ahora, la idea ha cogido más fuerza: las proyecciones climáticas cada vez más desalentadoras están convenciendo a cada vez más científicos de que ha llegado el momento de empezar a realizar experimentos para averiguar qué podría funcionar. Además, una impresionante lista de instituciones, como la Universidad de Harvard, el Consejo Carnegie y la Universidad de California en Los Ángeles (EEUU) ya han empezado a desarrollar investigaciones.

Pocos científicos serios defenderían el despliegue de la geoingeniería a corto plazo. Pero ya que el tiempo se agota, es imperativo explorar cualquier opción capaz de alejar el mundo del borde de una catástrofe, afirma la antigua directora del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore (EEUU) Jane Long. La experta detalla: "Realmente desconozco la respuesta. Pero sí creo que necesitamos seguir repitiendo la verdad, y la verdad es que podríamos necesitarla".

Sueños de polvo

Mitchell trabaja en un pequeño despacho en la última planta del Instituto de Investigación del Desierto. Pilas de trabajos científicos cubren su mesa; revistas y cuadernos abarrotan sus estanterías. Primeros planos de delicados cristales de hielo están clavados a la pared con chinchetas encima del monitor de su ordenador.

En primavera de 2005, durante un año sabático en el Centro Nacional de Investigaciones Atmosféricas en Boulder (EEUU), Mitchell empezó a investigar la influencia del tamaño de los cristales de hielo sobre los cirros y el sistema climático. Y descubrió que los cristales más grandes, que suelen formarse en presencia de partículas de polvo, producen menos cantidad de cirros delgados.

Eso se le quedó grabado a fuego en la mente. Una mañana, poco después de volver a Nevada, tuvo un sueño en el que ese conocimiento se transformó en un plan de ingeniería climática. Se despertó preguntándose si añadir polvo deliberadamente a las zonas donde se forman estas nubes produciría cristales de hielo más grandes, lo que reduciría la cobertura de los cirros y liberaría más calor al espacio exterior.

CAMBIO CLIMÁTICO EN CIFRAS

280 millones más personas sin acceso a agua

120 millones más personas expuestas a riadas importantes

12 millones más personas expuestas a inundaciones costales

24% de reducción del rendimiento de las cosechas globales de maíz

8% de reducción del rendimiento de las cosechas de trigo harinero

34% de las especies vegetales perderán la mitad de su hábitat

21% de las especies de mamíferos perderán su hábitat

Aunque tenía serias dudas sobre la geoingeniería, decidió explorar la idea. En 2009, publicó un trabajo que sugería que diseminar partículas de triyoduro de bismuto sobre los cirros podría contrarrestar el cambio climático. Este compuesto inorgánico es capaz de descomponerse hasta el tamaño submicrométrico necesario. Más recientemente, Mitchell calculó que harían falta unas 160 toneladas anuales del material para las nubes de las zonas que tiene en mente, a un coste aproximado de 5,6 millones de euros. 

No todo el mundo está de acuerdo con la propuesta. Un trabajo publicado en la revista Science en 2013, liderado por el científico atmosférico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, EEUU) Dan Cziczo, concluyó que la formación de cristales de hielo alrededor del polvo, conocida como la nucleación heterogénea del hielo, ya es el mecanismo dominante de la formación de cirros. Eso podría significar que añadir más polvo podría generar nubes más gruesas que atraparían más calor. El principal problema con la idea, sostiene Cziczo, es que las nubes son la parte menos entendida del sistema climático. El experto afirma que no disponemos, ni de lejos, de suficientes conocimientos de la microfísica de nube ni de mediciones lo suficientemente precisas como para manipular el clima con precisión de esta manera.

Pero la última investigación de Mitchell, basada en observaciones de las concentraciones de cristales de hielo del satélite Calipso de la NASA, le ha convencido aún más de que la manipulación de nubes podría funcionar, siempre que se haga en zonas en las que los cirros se forman principalmente sin partículas de polvo. En el monitor de su despacho, Mitchell muestra una página de mapas de un trabajo que presentó en el Centro Nacional de Investigaciones Atmosféricas de EEUU en febrero. Unos puntitos azul marino y azul claro, que representan las nubes heterogéneas de Cziczo, dominan las latitudes medias, cubriendo gran parte de Sudamérica y África. Pero las latitudes más altas están cubiertas por puntitos rojos, amarillos, naranjas y verdes que indican justo el tipo de nubes que Mitchell tiene en mente.

Las imágenes de satélite sugieren que bajo condiciones muy frías y húmedas, cerca de los polos y especialmente en invierno, los diminutos cristales de hielo se forman solos, de manera espontánea, sin polvo. Eso sugiere que la manipulación de nubes podría funcionar en esas zonas durante esos meses. Mitchell incluso cree haber identificado una forma para que la propia naturaleza lleve a cabo un experimento para probar su teoría. Durante la primavera y el invierno, fuertes vientos provocan importantes tormentas de polvo en los desiertos de Mongolia y la zona occidental de China. Las finas partículas son transportadas por el océano Pacífico y se montan en una ola atmosférica que recorre las Montañas Rocosas. Si Mitchell tiene razón, el polvo debería favorecer la formación de cirros más delgados en una zona asociada a tipos más gruesos. Hasta finales del año pasado no había forma de analizar el fenómeno. Pero a final de año, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EEUU (NOAA, por sus siglas en inglés) lanzó un satélite equipado con una de las tecnologías de imágenes más potentes jamás lanzada al espacio, además de sensores que pueden medir la temperatura de las nubes. El satélite debería ser capaz de capturar qué pasa mientras el polvo recorre las Rocosas, detectando los sutiles cambios que se producen debido a la microfísica de las nubes. Mitchell presentó una propuesta de investigación a la NOAA el año pasado solicitando el uso del satélite. Sabe que es una posibilidad muy remota, especialmente con los esfuerzos de la administración Trump por recortar drásticamente la financiación de la ciencia climática. Pero si la NOAA accede, el experimento podría asentar su teoría, pero también contradecirla.

Pero hay otro experimento de geoingeniería al aire libre que podría arrancar incluso antes.

Para estas alturas del próximo año, los profesores de la Universidad de Harvard David Keith y Frank Keutsch esperan lanzar un globo de gran altitud desde un emplazamiento en Tucson (EEUU, ver Cada vez hay más apoyos para manipular el planeta contra el cambio climático). Esto marcará el inicio de un proyecto de investigación que explorará la viabilidad y los riesgos de un enfoque conocido como gestión de la radiación solar. La idea consiste en rociar la estratosfera con determiados materiales capaces de reflejar más calor hacia el espacio exterior, imitando un fenómeno de enfriamiento natural que sucede después de que un volcán emita decenas de millones de toneladas de dióxido de sulfuro a los cielos (ver Un plan barato y fácil para detener el calentamiento global).

Los científicos creen que la técnica podría aliviar las temperaturas, pero una pregunta que permanece es: ¿qué más hará? De forma notable, las erupciones volcánicas también han alterado importantemente los patrones de precipitaciones en determinadas zonas, y se sabe que el dióxido de sulfuro merma la capa protectora de ozono.

" Los escenarios más probables a escalas más largas de tiempo son devastadores para las futuras generaciones, absolutamente devastadores".

Keith ha elaborado un modelo climático muy amplio para explorar si otros materiales, como la alúmina, el polvo de diamante y el carbonato de calcio, podrían tener un impacto neutro o incluso positivo sobre el ozono. Durante una conversación en su despacho de la Universidad de Harvard, hizo hincapié en el hecho de que los experimentos no constituirían una prueba de geoingeniería en sí misma. Pero sí permitirían que su grupo planteara sus modelos con datos del mundo real, lo que proporcionaría datos importantes sobre la física y química estratosféricas. "La teoría por sí sola no te dice qué pasará en la atmósfera. Te puedes autoengañar si no sales y recopilas medidas directas", señala Keith.

El investigador ya ha empezado a hacer diseños en colaboración con la empresa de globos World View Enterprises, además de iniciar conversaciones sobre la transparencia y supervisión apropiadas para tales experimentos al aire libre. Los primeros vuelos probarían las funcionalidades básicas del globo, que estaría atado a una góndola equipada con hélices, aerosoles y sensores. Pero al final, el experimento acabará liberando un fino penacho de materiales, probablemente carbonato de calcio, en la estratosfera. El globo entonces rastrearía ese rastro a la inversa, permitiendo a los sensores medir la disperción de los rayos del Sol provocada por las partículas, si se unen o se disipan y cómo interactúan con los precursores del ozono.

Desconocidos desconocidos

Es inevitable que la geoingeniería a escala planetaria presente algún nivel de riesgo. Y hay muchas probabilidades de que tengamos que afrontar la terrible elección entre aceptar los claros peligros del cambio climático y arriesgarnos a los desconocidos de la geoingeniería. El profesor de ciencias medioambientales de la Universidad Rutgers (EEUU) Alan Robock ha publicado una lista de 27 riesgos y preocupaciones de la tecnología, incluido su potencial para mermar la capa de ozono y reducir las precipitaciones en África y Asia.  

Finalmente, a Robock le preocupa que la geoingeniería simplemente resulte demasiado arriesgada como para desplegarse. El experto detalla: "Desconocemos lo que desconocemos. ¿Deberíamos confiar el único planeta que se sabe que alberga vida inteligente a este complejo sistema técnico?" Cziczo del MIT es más contundente: "Sabemos que el problema son los gases de efecto invernadero, así que la solución consiste en eliminar los gases de efecto invernadero, en lugar de intentar hacer algo que no entendemos en absoluto".

Las dudas sobre las investigaciones de geoingeniería quedaron patentes a finales de marzo cuando docenas de reseñables científicos climáticos y sociales se reunieron en el Fondo Carnegie para la Paz Internacional en Washington D.C. (EEUU) para celebrar el Foro de Investigaciones de Geoingeniería Solar Estadounidenses. Los ponentes expusieron una larga lista de preguntas sin contestar, y tal vez imposibles de responder, sobre la gobernanza internacional: ¿Quién decidirá cuándo apretar el gatillo? ¿Cómo determinaremos las temperaturas medias "correctas" cuando las mismas afectarán a diferentes países de maneras marcadamente distintas? ¿Podría rendir cuentas una única nación sobre los efectos negativos de su plan de geoingeniería sobre el clima de otro país? ¿Podrían emplearse estas herramientas para atacar a un país vecino? ¿Y podrían los conflictos sobre estas preguntas provocar una guerra? "Aún no he escuchado ninguna descripción de un mundo futuro diseñado mediante la geoingeniería solar que no parezca distópico y simplemente poco realista", dijo la investigadora de la Universidad de Sussex (Reino Unido) Rose Cairns, que se unió al debate mañanero desde Inglaterra por Skype.

Pero Schrag, de la Universidad de Harvard, sostuvo lo contrario: que la versión del futuro que más miedo da podría ser una en la que la geoingeniería jamás sea desarrollada ni desplegada. El experto afirmó: "No creo que la gente entienda exactamente a qué nos enfrentamos con el clima. Los escenarios más probables a escalas más largas de tiempo son devastadores para las futuras generaciones, absolutamente devastadores".  

Mientras mostraba diapositivas que remarcaban la dramática pérdida de hielo marino en el Ártico y el Antártico en meses recientes, Schrag hizo hincapié en que el cambio climático ya está provocando impactos visibles más rápido de lo que nadie esperaba. Añadió que resulta difícil prever cualquier escenario en el que pudiésemos reducir los niveles de gases de efecto invernadero lo suficientemente rápido para evitar unos peligros mucho peores: la cantidad que ya hemos liberado tiene probabilidades de asegurarnos otro grado de calentamiento incluso aunque frenáramos las emisiones mañana mismo, afirmó.

A su modo de ver, esta dura realidad nos obliga a dar respuesta a las difíciles preguntas que plantea la geoingeniería. Scharg afirmó: "En cada caso que yo he observado, [manipular el clima] sigue siendo mejor que la alternativa de dejar que el clima se caliente. Dada la trayectoria del mundo, y la dificultad de reducir las emisiones, esto es algo que realmente necesitamos entender".

El poder del miedo

Mitchell se opuso a la geoingeniería durante la mayor parte de su carrera profesional. La idea de que la humanidad interfiera intencionadamente con el delicado sistema climático le parecía increíblemente arrogante. Pero, al igual que otros investigadores que han dedicado décadas a la observación de proyecciones que infunden cada vez más miedo mientras el mundo ignoraba las advertencias más sonoras que los científicos supieron hacer sonar, cambió a regañadientes de opinión.

Podríamos tardar décadas en descubrir qué métodos de geoingeniería serían los más adecuados, si los efectos secundarios medioambientales podrán ser minimizados y finalmente si resultaría demasiado peligroso intentar desplegarla. Cuanto más esperemos para realizar investigaciones serias, mayor será el riesgo de que despleguemos una herramienta peligrosa ante repentinos acontecimientos climáticos, o de que no dispongamos de ninguna cuando la necesitemos. Y nadie sabe realmente cuándo podría ser.

"La necesidad de la ingeniería climática podría estar avecinándose mucho más rápido de lo que creemos", concluye Mitchell.

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