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Cambio Climático

Manipular el clima: ¿locura o necesidad?

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¿Supone la capacidad humana de decidir el destino de la naturaleza una nueva fuente de conflicto global?

  • por Eli Kintisch | traducido por Lía Moya
  • 20 Diciembre, 2013

Hace más de una década el ganador del premio Nobel de Química en 1995 por sus investigaciones en la destrucción del ozono estratosférico, Paul Crutzen, popularizó el término "Antropoceno" para el estado geológico actual de la Tierra. Una de las extensiones más radicales de su idea (que la actividad humana ahora domina los bosques, océanos, redes de agua dulce y ecosistemas del planeta) es el polémico concepto de la geoingeniería, manipular el clima a propósito para contrarrestar el calentamiento global. La lógica está clara: si los humanos controlamos el destino de los sistemas naturales, ¿no deberíamos usar nuestra tecnología para ayudar a salvarnos de los riesgos del cambio climático, dado que existen pocas esperanzas de recortar las emisiones lo suficiente como para detener la tendencia al calentamiento?

En los últimos años, toda una serie de científicos, incluyendo al propio Crutzen en 2006, han pedido que se hagan investigaciones preliminares de técnicas de geoingeniería, como usar partículas de azufre para reflejar parte de la luz del sol de vuelta al espacio. Con la publicación de A Case for Climate Engineering, el físico de la Universidad de Harvard (EEUU) y experto en políticas energéticas David Keith, va un paso más allá. Plantea los argumentos -aunque trufados de advertencias- a favor de poner en práctica la geoingeniería. Afirma que liberar partículas de aerosol que bloqueen la luz solar en la estratosfera (ver "Un plan barato y fácil para detener el calentamiento global") "es posible en un sentido estrictamente tecnocrático".

Efectivamente, Keith muestra mucha confianza en los detalles técnicos. Explica que un programa para enfriar el planeta con aerosoles de azufre -geoingeniería solar- podría empezar en 2020, a través de una pequeña flota de aviones que hicieran misiones regulares para liberar aerosoles a gran altura. Como la luz del sol regula las precipitaciones, ¿regularla no podría dar lugar a sequías? No si la geoingeniería se usa con moderación, concluye.

El especialista en ética australiano Clive Hamilton dice que libro "le da escalofríos" por su confianza tecnocrática. Pero Keith y Hamilton sí están de acuerdo en algo: la geoingeniería solar podría ser un tema geopolítico importante en el siglo XXI, parecido a lo que lo fueron las armas nucleares en el XX; y la política podría ser aún más complicada y menos predecible. La razón es que, comparada con la adquisición de armas nucleares, esta tecnología es relativamente fácil de desplegar. "Casi cualquier país podría permitirse alterar el clima de la Tierra", escribe Keith. Ese hecho, afirma, puede acelerar el cambio de equilibrio del poder en el mundo, levantando cuestiones de seguridad que, en el peor de los casos, podrían llevar a la guerra".

Las potenciales fuentes de conflicto son múltiples. ¿Quién controlará el termostato de la Tierra? ¿Y si un país culpa a la geoingeniería por sequías que dan lugar a hambrunas o por huracanes devastadores? No existen tratados que prohíban explícitamente la ingeniería climática. Y no queda claro cómo podría funcionar un tratado así.

Keith se muestra ambivalente respecto a si los humanos son verdaderamente capaces de usar una tecnología así de potente con sensatez. Pero siente que cuanta más información descubren los científicos respecto a los riesgos de la geoingeniería, menos probabilidad habrá de que la tecnología se use de forma temeraria. Aunque este libro deja muchas de las preguntas que surgen sobre cómo gobernar la geoingeniería sin responder, un artículo de política que publicaron él mismo y un coautor en la revista Science el año pasado los aborda en mayor profundidad, en él propusieron que los gobiernos regularan la investigación y que se diera una moratoria sobre la geoingeniería a gran escala, pero defendían que no hubiera tratados que regulen los experimentos a pequeña escala.

Hamilton afirma que este enfoque conduciría a las naciones hacia el conflicto que él cree que está inevitablemente asociado al a geoingeniería. Permitir pequeños experimentos poco regulados, sugiere, podría socavar la urgencia de los esfuerzos políticos por reducir las emisiones de CO2. Esto, a su vez, aumenta la posibilidad de que se use la geoingeniería, dado que no conseguir restringir las emisiones hará que las temperaturas suban. Hamilton acusa a Keith de buscar un "ingenuo refugio de neutralidad científica" y afirma que los investigadores "no pueden lavarse las manos de la responsabilidad sobre cómo se podrían usar o abusar sus planes en el futuro".

Eso quizá sea cierto, pero hay que reconocerle a Keith el mérito de dirigir la atención hacia ideas que sabe que son peligrosas. Aceptar el concepto del Antropoceno significa aceptar que los humanos tienen la responsabilidad de encontrar soluciones tecnológicas para los desastres creados por ellos mismos. Pero ha habido muy pocos progresos hacia un proceso de supervisión racional de esa actividad a escala global. Hay que tener un debate más abierto sobre un riesgo geopolítico aparentemente estrafalario pero real: la guerra por la ingeniería climática.

Eli Kintisch es autor de Hack the Planet: Science’s Best Hope—or Worst Nightmare—for Averting Climate Catastrophe (2010).

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