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A sus casi 70 años, Masumoto afirma: "Pienso en nuestra granja como si estuviera viva".

Cambio Climático

Fiebre del oro, agricultura y cambio climático: así secamos California

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Desde los primeros colonos hasta los agricultores de hoy, los humanos hemos esquilmado el agua de esta región y modificado su terreno a niveles nunca vistos. Pero la naturaleza está viva y no podemos manipularla a nuestro antojo eternamente. La emergencia climática está respondiendo y el futuro es incierto

  • por Mark Arax | traducido por Ana Milutinovic
  • 17 Enero, 2022

Anoche, el viento por fin cambió de dirección y expulsó el humo de las llamas en Sierra Nevada. Aquí abajo, en la llanura de California (EE. UU.), veíamos la montaña de granito como un lugar aparte, como nuestra escapada. Pero esa distancia ya no existe. Con todos esos pinos muertos, víctimas de los incendios forestales, Sierra Nevada, ahora transformada en ceniza, está justo delante de la puerta de nuestra casa.

Hemos aprendido a mirar el cielo en busca de alguna sorpresa. Medimos su peligro. Algunos días, respiramos el peor aire del mundo. Y en los pocos en los que podemos pasear al aire libre sin arriesgarnos a dañar nuestros pulmones y cerebros, nos saludamos con nuevas bendiciones. Que se mantenga el cambio de viento, le digo a mi vecino. Que solo haya que lidiar con las nubes de polvo de la cosecha de almendras. Mientras tanto, no me atrevo a silenciar el turbo de mis filtros HEPA, el zumbido de esta nueva vida.

El más brutal de los veranos en el Valle de San Joaquín por fin ha terminado. Desde junio, la temperatura superó los 38 °C durante 67 días, alcanzando un nuevo récord. La sequía no dejará de controlar la tierra. Ocho de los últimos 10 años han sido horriblemente secos. Esta mañana de octubre, después pasar un mes encerrado, decidí salir de mi casa residencial y recorrer el centro de California, el desierto irrigado en su máxima expresión. El aire del campo huele a otoño. Para celebrar su llegada, voy a visitar a un viejo amigo, el agricultor Masumoto, que tiene 32 hectáreas de finca en Del Rey y está recogiendo las últimas uvas pasas.

Este trayecto a través de los agotados campos del cinturón agrícola más industrializado del mundo no se puede realizar sin pensar en el agua: la idea del agua, la sensación del agua; la forma en la que cae del cielo como lluvia y nieve, que el hombre captura con su invención y elaboración, con su magia y saqueo, con presas, cunetas, canales, acueductos, bombas, líneas de goteo, etcétera. El agua es el origen de todo lo animado e inanimado que se extiende ante mis ojos: los viñedos, los frutales, los campos de algodón y la zona de viviendas; el agua cuyo exceso puede destruirnos, cuya escasez puede destruirnos, cuya perfecta medida para nuestras necesidades se convierte en nuestra superstición y noticia.

Deberían saber que yo ya he escrito sobre el tema del agua en California varias veces, y no me abstengo de tomar prestadas mis conocidas cantinelas. En mi búsqueda de nuevas palabras, conduje 1.000 veces por la autopista 99 atravesando ese valle que los geólogos definen como el paisaje más alterado por manos humanas de la historia. Ahora veo las heridas de las nuevas alteraciones. Lo que se ha hecho aquí, por todos los medios necesarios, fue por el deseo de obtener más agua.

La toma de California no fue un proyecto pequeño. Se basó en eliminar la floración más productiva de los indígenas en Estados Unidos. La civilización que se interponía en el camino llevaba al menos 10.000 años de desarrollo y contaba con 300.000 personas. Eran las tribus yokut, maidu, miwok, klamath, pomo, chumash y kumeyaay, por nombrar algunas. Mirando hacia atrás al ritmo febril de nuestras huellas en los últimos 175 años, tendemos a idealizar la sencillez de esas tribus. Sin embargo, es más que probable, dado su número, la abundancia y el valor de la tierra, que no luchaban entre sí por su premio. Vivían ligeros y se movían junto con la naturaleza. Las inundaciones los llevaban a un lugar y la sequía a otro. Cuando había que limpiar el bosque, los incendios que provocaban quemaban la maleza y las ramas más bajas y se apagaban rápidamente.

Como suelen ser los genocidios, el exterminio de la cultura indígena de California fue largo y se desarrolló en tres partes: con la misión española, con la ocupación mexicana, y con el asentamiento estadounidense. Las atrocidades fueron tan eficientes como lo permitieron las herramientas de la época (mantas, viruela, sífilis, antorchas, cuchillos, las pistolas Colt 45). Primero vinieron los franciscanos con su túnica liderados por el padre Serra, esclavista y santo, cuya posesión del cuerpo indio le dio la mano de obra para erigir las primeras presas y canales que llevaron los ríos a los lugares donde nunca habían estado: a sus 21 misiones. En la Misión San Gabriel, la gestión de agua produjo abundancia de cereales, vegetales, frutas exóticas y el viñedo madre La Viña de 68 hectáreas.

Luego vinieron los señores de México, liberados del yugo de España, cuya incursión en California duró sólo un cuarto de siglo, de 1821 a 1848. Combinando la ascendencia europea, mexicana y estadounidense, se llamaron a sí mismos californios. En vez de domar los muchos estados de la naturaleza de California, acumularon millones de hectáreas y se domesticaron a sí mismos. En sus ranchos alejados, sacrificaban un ternero al día para darse un festín, bebían grandes cantidades de vino y organizaban bodas reales en las que sus hijas (que habían estado encerradas en academias de señoritas toda su vida) por fin salían a la luz del día. En un momento de buena voluntad, se comprometieron a entregar las tierras de la misión y su flujo de agua a los nativos restantes, pero esa promesa nunca llegó a cumplirse.

Los colonos estadounidenses habían estado husmeando por ahí durante décadas: hombres de montaña, cazadores de pieles, exploradores y topógrafos. Cuando finalmente dieron a conocer sus intenciones, en el verano de 1846, el Gobierno que los apoyaba se apoderó del borde occidental del continente, de 1.610 kilómetros de largo, sin disparar ningún tiro de forma oficial.

¿Qué debe hacer un pueblo cuando la tierra que conquista contiene 11 regiones de topografía y 10 grados de latitud, donde la lluvia cae hasta un máximo de 3.556 milímetros y un mínimo de 50 milímetros? Otro pueblo podría haber adoptado la postura de que cada región debería existir dentro de su propia plenitud y límite. Pero estas personas trazaron una línea alrededor del todo, lo declararon estado y comenzaron sus infinitas alteraciones para suprimir las diferencias.

El Destino manifiesto se habría salido con la suya en California, seguro y firme, pero el grito de la fiebre del oro, en 1848, se escuchó en todo el mundo.  El cataclismo áureo fue una fuerza de otra magnitud distinta. De la noche a la mañana decenas de miles de locos mineros de todo el mundo se dirigieron allií, la mayoría de los cuales nunca habían extraído nada ni un solo día de sus vidas. Subían a la montaña y al río con garras. Descubrieron que extraer oro equivalía sacar agua a escala industrial.

La gente se olvidó de las inundaciones con la misma indiferencia con la que se olvidó de la sequía. Su falta de memoria se convirtió en una extraña capacidad de recuperación.

"¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!", gritó el inglés James Mason Hutchings, que en la década de 1850 publicaba trimestralmente la Revista Ilustrada de California de Hutchings (Hutchings’ Illustrated California Magazine), de una excelencia incomparable. "No hay agua para beber, aunque se puede encontrar burbujeando en cada cima de la montaña, pero es agua para trabajar. Los trabajadores buscan oro. El oro así excavado entrará en circulación. Esa circulación daría prosperidad. Por lo tanto, igual que sanguijuela, gritaremos: "Danos, danos", ¡pero que el regalo sea ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!"

Cuando cayó el gran diluvio de 1862, la revista de Hutchings ya no existía. Quedó en manos del investigador de la Universidad de Yale (EE. UU.) William Brewer, que llegó al oeste para estudiar los recursos naturales de California, describir qué habían provocado las inundaciones. "Casi todas las casas y granjas de esta inmensa región han desaparecido.  Estados Unidos nunca había visto tanta desolación por una inundación como esta", escribió. Había llegado a reconocer la peculiar fortaleza de los californianos para sobrevivir a todo: "Ningún pueblo puede soportar una calamidad tanto como este. Están acostumbrados".

La gente se olvidó de las inundaciones con la misma indiferencia con la que se olvidó de la sequía. Su falta de memoria se convirtió en una extraña capacidad de recuperación. Volvieron a cavar con una codicia renovada. Crearon casi 10.000 kilómetros de zanjas y construyeron una presa de 30 metros de altura. Los caudales de los ríos del norte de California acabaron controlados por un puñado de empresarios. Para llegar a las vetas de oro más profundas, inventaron cañones hidráulicos que lanzaban agua con tal fuerza que volaba las paredes de las montañas. En los ríos se tiraban los relaves, más de 1.000 millones de metros cúbicos de piedras, rocas, guijarros y lodo. Decenas de miles de hectáreas de nuevos cultivos plantados en la llanura aluvial comenzaron a ahogarse por culpa de las minas.

En cuanto al futuro de California, los empresarios que vivían en la cima de Nob Hill en San Francisco (EE. UU.) tenían que tomar una decisión: ¿oro o cereal? Isaac Friedlander, que medía dos metros, pesaba casi 140 kilos y cuyo paso se decía que era el de dos hombres, había hecho su fortuna con la harina para los campamentos mineros arrebatando casi medio millón de hectáreas de suelo del valle por prácticamente nada. Se convirtió en el rey del trigo.

Estoy atravesando el desierto, pero no el de Mojave. El Valle de San Joaquín, de 418 kilómetros de largo y 80 kilómetro) de ancho, se considera desierto solo por su precipitación media, inferior 254 milímetros al año. Cinco ríos, dos de ellos caudalosos, descienden de Sierra Nevada atravesando el valle. La mejor tierra, una mezcla de arena y arcilla, produce remolachas del tamaño de la cabeza de un ogro. El Sol brilla 280 días al año y el cielo no genera nada de lluvia desde mayo hasta septiembre. El manto de niebla que aparece en invierno mantiene el frío de la hibernación cerca de los árboles frutales y nogales. La importancia de estas horas frías fue una lección que el padre de mi padre, el poeta y granjero Aram Arax, pensó que yo debería aprender: "El albaricoque es delicado. Tiene que sentir el beso de la muerte en invierno para mantener su fruto en primavera". Tendría que volver al Mediterráneo, me dijo, para encontrar un clima donde todo tipo de vegetales, frutas, nueces y cereales crecieran con tanta facilidad.

Los que acudieron al norte de California en 1849 con la esperanza de aprovechar la fiebre del oro sabían qué hacer con esta fecundidad. También lo sabían los productores de algodón del sur que fueron expulsados de sus plantaciones por el gorgojo del algodón. Acorralaron los ríos con una red de zanjas y cambiaron su dirección. Drenaron hasta la última gota el gran pantano interior y también el lago Tulare, el cuerpo de agua dulce más grande al oeste del río Mississippi. Acabaron con los últimos ciervos, antílopes y caballos salvajes y no dejaron ningún ganso en el cielo. Aplanaron el monte y lo llenaron de zanjas, convirtieron 2,4 millones de hectáreas en una superficie plana como una mesa. Así fluía el agua de riego por los surcos.

Su aprovechamiento del deshielo - "first in line, first in right" - no se puede comparar con nada en la agricultura. No se quedaron con la mitad del caudal de los ríos, ni las tres cuartas partes. Cuando los agricultores terminaron, habían usado nueve de cada 10 gotas. Si su finca estaba lista para presentación, sus folletos promocionales presumían y bastante: "El condado de Fresno: un distrito maravillosamente próspero de California. La tierra del Sol. Frutas y Flores. Sin hielo. Sin nieve. Sin tormentas. Sin ciclones".

Sería fácil ignorar el atractivo de tal publicidad. Pero la noticia de su hazaña, "el primer gran experimento de irrigación de la raza anglosajona", llegó hasta Estambul (Turquía), hasta el ático donde mi abuelo Arax se escondía de los turcos en 1918. Su tío, que había perdido su esposa e hijos en las masacres y había huido a Fresno, le escribía cartas describiendo un Edén en un valle en el borde de la Sierra: "Debes verlo para creerlo".

Mi abuelo tramaba su camino hacia la Sorbona (Francia) para estudiar literatura francesa y convertirse en escritor, pero las cartas seguían llegando, cada una con más tristeza y esperanza que la anterior. En el verano de 1920, después de un viaje de 11.265 kilómetros, mi abuelo apareció en la estación de tren en el centro de Fresno. El sobrino y el tío, ambos supervivientes del genocidio, se abrazaron y se subieron a un reluciente Ford T y condujeron de un río a otro, recorriendo la zona ya conocida como la "Capital mundial de las uvas pasas". Vieron uvas, melocotones y ciruelas hasta las casi 5.000 hectáreas de higos que un predicador de Kansas (EE. UU.) plantaba en quella tierra roja. Mi abuelo, asombrado, murmuraba las mismas palabras: "Igual que la tierra de antes".

Al acercarme al río Kings, totalmente seco, sin nada más que arena, puedo escuchar las palabras de mi abuelo para describir nuestra última finca, la que estaba bordada con granados que mi padre, Ara, y su hermano, Navo, en contra de la voluntad de mi abuelo, vendieron unos años antes de que yo naciera. Crecí en los suburbios a menos de 20 kilómetros de aquellas 24 hectáreas, pero bien podría haber estado a un océano de distancia, porque quiénes éramos y lo que habíamos hecho para que el desierto floreciera no era un tema de conversación.

Teníamos entre nosotros al rey de algodón, al de la uva, al del melón, al del tomate, hombres que poseían la mayor parte de nuestra agua, pero cómo había ocurrido este dominio seguía siendo un misterio. Los canales de riego llenos de nieve derretida atravesaban nuestros barrios, pero nunca se me ocurrió preguntar de dónde venía el agua, a quién se dirigía y con qué derecho. Los canales no estaban cercados y uno o más hijos de los jornaleros agrícolas mexicanos, que querían refrescarse en verano, se ahogaban en ellos todos los años. Mi abuela Alma me decía: "No te acerques a esos canales. Si te caes, no te podrán sacar. No pararán el flujo de agua hasta que termine la cosecha".

La tierra nueva no se parecía en nada a la de antes.

Un año después de la llegada de mi abuelo, el negocio de la uva pasa se acabó. Los agricultores armenios y japoneses habían plantado tantas uvas para secarlas y convertirlas en pasas que Sun-Maid no pudo vender ni la mitad. Quién compraría la otra mitad se convirtió en una cuestión de teatro tan maravilloso, trágico y cómico, que incluso el sabio de Fresno, William Saroyan, intervenía. Si tan solo pudiéramos persuadir a todas las madres de China de que pusieran una sola uva pasa en su olla de arroz, tendríamos resuelto ese exceso, reflexionó.

Aquello coincidió con la gran sequía de la década de 1920, revelando la locura y la codicia de la agricultura de California. Los agricultores, no contentos con haberse apoderado de los cinco ríos, empezaron a usar bombas para hacerse con el acuífero, del antiguo lago que se encontraba por debajo del valle. En esa tierra de abundancia, plantaban cientos de miles de hectáreas más de cultivos. Esta huella más grande no era tierra de cultivo de primera, sino un suelo pobre y salado más allá del alcance de los ríos. Mientras la sequía empeoraba, las nuevas granjas extraían tanta agua del suelo que sus bombas no podían llegar más abajo. Sus cosechas se estaban marchitando.

Los agricultores lanzaron un grito hacia los políticos: "Robad un río para nosotros". Echaron el ojo al flujo del crecido río Sacramento en el norte. El plan sonaba audaz, pero, tal robo ya había sido perpetrado por la ciudad de Los Ángeles (EE. UU.), que extendía la mano más allá de la montaña para robar el río Owens.

Así es como el Gobierno federal, en la década de 1940, llegó a construir el Proyecto del Valle Central, creando embalses de los ríos e instalando bombas gigantescas en el delta Sacramento-San Joaquín para llevar el agua a las granjas agonizantes del centro de la región. Así fue como el estado de California, en la década de 1960, creó el Proyecto Estatal de Agua, instalando más bombas en el delta y elevando un acueducto de 715 kilómetros de largo para mover más agua para más granjas en el centro y para más casas y piscinas en el sureste de California.

Así es como hemos llegado a la situación en la que nos encontramos actualmente, en la década más seca de la historia del estado. Y es que los agricultores del valle no han disminuido su huella para abordar la escasez de agua, sino que han añadido más de 200.000 hectáreas más de cultivos permanentes: más almendras, pistachos, mandarinas. Han bajado sus bombas a decenas de metros de profundidad para perseguir el menguante acuífero incluso mientras se va reduciendo cada vez más, y succionan de la tierra tantos millones de metros cúbicos de agua que el suelo se está hundiendo. Este hundimiento está colapsando los canales y zanjas, reduciendo el flujo de agua del mismo acueducto que construimos para crear ese flujo.

¿Cómo podría un nativo explicar semejante locura?

Ninguna civilización había construido jamás un sistema más grandioso para transportar agua. Se extendía por las tierras de cultivo, por los suburbios. Hizo surgir tres ciudades de nivel mundial, y una economía que llegó a ser la quinta más grande del mundo. Pero no cambió la naturaleza esencial de California. La sequía es California. Las inundaciones son California. Un año, nuestros ríos y arroyos producen 37 kilómetros cúbicos de agua y 10 veces más al siguiente. La media anual de 89 kilómetros cúbicos es una mentira que nos decimos a nosotros mismos.

Estoy sentado en el porche de una casa de campo centenaria, comiendo con David "Mas" Masumoto. Estamos observando casi en silencio sus 32 hectáreas de frutales y viñedos no lejos del río Kings. Su pequeño equipo de trabajadores se ha ido a casa. Su esposa, Marcy, trabaja como voluntaria en el extranjero, y sus tres perros, todos apestosos, no conocen límites. Todo el lugar parece agotado, como una granja donde el granjero ha muerto. Pero Mas, de casi 68 años, está más vivo que nunca.

Nos conocimos hace 25 años con motivo de su primer libro, Epitaph for a Peach, su autobiografía sobre la granja que pasaba de padre a hijo y la decisión del hijo de no arar la tierra más allá de una vieja variedad de melocotón. La reliquia se llamaba Sun Crest y había caído en desgracia porque se machacaba con demasiada facilidad. Dorada, dulce y jugosa, valía la pena salvarla, pensó Mas. "Con un solo mordisco, hace retroceder en el tiempo. La fruta trae recuerdos", me dijo entonces. 

No había escuchado a un granjero hablar de esa manera desde mi abuelo, así que escribí un reportaje sobre él y lo publiqué en Los Angeles Times, y él me entregó un Sun Crest joven para plantarlo en mi propio patio, que luego dio tantos frutos al lado de la piscina que mi esposa, después de nuestro divorcio, declaró que el árbol era un "desastre" y lo arrancó. Por su parte, Mas había salvado esa fruta. La chef Alice Waters, por ejemplo, leyó su libro y comenzó a servir Sun Crests, solos y sin nada más, como postre en Chez Panisse.

David Masumato pasea con perro

Mas señala un lugar en su finca donde todavía siguen esos árboles, más nudosos y curtidos por la intemperie, pero aun produciendo frutos. Mas cree que es uno de los afortunados. Su padre, Takashi, eligió bien esta tierra. Se encuentra dentro de un distrito de riego con buen acceso al río. Incluso en los años de escorrentía baja, su nivel freático se vuelve a recargar.

Mas detalla: "Estamos regando ahora mismo, de hecho. El nivel freático ha bajado un poco, pero aquí eso significa que estamos a 21 metros de profundidad. Ni arriba ni abajo, no hay nada mejor que eso". "¿Cómo ha ido la cosecha?", le dije. "Estamos a mediados de octubre y todavía no hemos terminado", admite con incredulidad.

Hablar del tiempo con un agricultor no es como hacerlo con otras personas. Es entrar en el alma de las cosas. Me atrevo a opinar que este largo período de sequía no es solo el retorno de California a su forma seca. Es el cambio climático unido a la sequía y creando un caos completamente nuevo. Mas no es como la mayoría de los agricultores. Cultiva su fruta de forma orgánica y conduce un Toyota Prius. "Cambio" y " Climático" son dos palabras que él pronuncia como si fuera solo una.

"He visto cosas en esta cosecha que nunca antes había notado", asegura.

"No quiero decir que no luchemos contra el cambio climático como sociedad. No tenemos más remedio que hacerlo. Pero aquí fuera, es una locura intentar controlar la naturaleza".

Terminamos la comida y empezamos a caminar por las plantaciones centenarias. La parra sin semillas del tipo Thompson parece lista para besar el invierno y quedarse dormida. Pero las uvas de color ámbar colocadas en bandejas de papel en la tierra escalonada no están del todo secas. Conozco el ritmo y no va bien. La uva Thompson se corta a principios de septiembre para evitar la primera lluvia de otoño. Solo se necesitan 12 días para que el Sol del valle arrugue una uva y la convierta en una pasa. Las pasas de Mas llevan un mes de retraso en secarse. Ya les ha llovido una vez.

"Es un misterio", opina. Se agacha para ponerse en cuclillas que es la postura que los agricultores de pasas toman cuando están a punto de examinar su cosecha. Toma los racimos con sus manos quemadas por el Sol, buscando esa uva pegajosa. Se lleva un par a la boca para probar su textura. No está en su punto.

"¿Aún no hay pasas? ¿Cómo puede ser?", le pregunto. Mas mira al cielo y dice: "Este verano fue el récord de temperaturas máximas. Deberían haber madurado rapidísimo. Pero el Sol no brillaba igual".

No entiendo lo que quiere decir. Y continúa: "Todo ese humo y cenizas de los incendios forestales. Afectaron los rayos, supongo. Los torcieron de alguna manera. No eran iguales que antes".

Asiento con la cabeza y sigo escuchando. Mas me habla del ciclo de la naturaleza. La sequía ayudó a matar los árboles del bosque. Secos por la falta de agua, fueron atacados por los escarabajos de la corteza. Un rayo encendió esa leña que se convirtió en humo y ceniza que ocluyeron el cielo. Esto ralentizó la maduración de las uvas en la vid y el secado de las uvas en pasas.

Gracias al viento, el cielo ya está despejado, pero es demasiado tarde. Octubre ha cambiado el ángulo con el que el Sol que llega a la plantación. Mas se lamenta: "Hemos perdido nuestro horno. Probablemente llevaré estas pasas al secador mecánico. Eso nunca me había pasado antes. No tendrán el mismo sabor".

Resultaba difícil encontrar un lugar más apropiado en la tierra para cultivar. Mas tenía el terreno, el río, el acuífero y la luz solar, o al menos eso pensaba. No tenía la ciencia para explicarlo, pero el cambio climático también llegó hasta ahí.

El agricultor continúa: "Creo que nuestra granja está viva. La naturaleza está viva. El clima está vivo. ¿Acaso la idea sería intentar acabar con ello? No quiero decir que no luchemos contra el cambio climático como sociedad. No tenemos más remedio que hacerlo. Pero aquí fuera, es una locura intentar controlar la naturaleza".

Pasamos al lado del gigantesco tubo de hormigón, que se llenaba de agua para dar un último trago a la finca antes del invierno. Mas me habla con orgullo de su hija, Nikiko, y su hijo, Korio, quienes se harán cargo de estas tierras más pronto que tarde. "Aquí, todo lleva su tiempo", concluye.

Nos despedimos con un abrazo. Entré en mi pequeño Chevy, encendí el motor eléctrico y me fui a casa atravesando el polvo. Las granadas se están poniendo rojas y no puedo evitar pensar: ¿Cuánto tiempo nos queda?

*Mark Arax es autor de varios libros, el más reciente 'The Dreamed Land: Chasing Water and Dust Across California'.

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