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El día que Silicon Valley se convirtió en la meca de la desigualdad

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¿Es la tecnología un salvavidas o un lastre frente a la brecha entre ricos y pobres?

  • por David Rotman | traducido por Lía Moya
  • 22 Octubre, 2014

Los indicios de que existe una brecha, o más bien un abismo, entre los pobres y los superricos son más que evidentes en Silicon Valley (EEUU). Si visitas Palo Alto, el centro del boom tecnológico actual, cualquier mañana, verás personas aparentemente sin hogar ocupando casi cada banco público disponible junto con sus escasas posesiones. A 20 minutos de distancia, en San José, la mayor ciudad del valle, junto a un arroyo y a pocos pasos de la sede central de Adobe y el brillante y ultramoderno ayuntamiento, se ha establecido el que se supone que es el mayor campamento de personas sin hogar del país, conocido como La Jungla.

Los sin hogar son las señales visibles de la pobreza en la región, y las cifras respaldan esta primera impresión. Los ingresos medios en Silicon Valley alcanzaron los 94.000 dólares (unos 73.000 euros) por persona en 2013, muy por encima de la media nacional de unos 53.000 dólares (unos 41.000 euros). Pero se calcula que un 31% de los trabajos de la zona se paga a 16 dólares por hora o menos (unos 12 euros), una cifra que está por debajo de lo que hace falta para mantener una familia en un área en la que la vivienda es muy cara. El índice de pobreza en el condado de Santa Clara, en el corazón de Silicon Valley, está en torno al 19%, según cálculos hechos teniendo en cuenta el elevado coste de vida de la zona.

Hasta los más acérrimos defensores de la tecnología están consternados. "Hay gente pidiendo por la calle en University Avenue [la calle principal de Palo Alto]", afirma el profesor del Centro Rock de Gobierno Corporativo de la Universidad de Stanford (EEUU), Vivek Wadhwa, que también trabaja para Singularity University, una empresa de educación de Moffett Field (EEUU) que tiene relaciones con las élites de Silicon Valley. "Es como lo que ves en la India", añade Wadhwa, que nació en Nueva Delhi. "Silicon Valley ofrece una imagen del futuro que estamos creando, y es muy inquietante". A muchos de los que se han enriquecido con el último boom tecnológico, sigue Wadhwa, no parece importarles "el desastre que están creando".

La riqueza que se está generando en Silicon Valley es "más prodigiosa que nunca", afirma el presidente de Joint Venture Silicon Valley, Russell Hancock, cuya organización sin ánimo de lucro promueve el desarrollo regional. "Pero antes cuando había un boom en el sector tecnológico, impulsaba hacia arriba a todos los demás. Ya no funciona así. Y de repente estás viendo una reacción violenta y la gente está disgustada". De hecho, la gente está apedreando los autobuses que transportan a los empleados de Google al trabajo desde sus casas en San Francisco.

Esta ira que está surgiendo en el norte de California y en otras zonas de Estados Unidos tiene su origen en una realidad cada vez más evidente: los ricos son cada vez más ricos, mientras que otras personas lo pasan mal. Hay que preguntarse si Silicon Valley, más que ser un ejemplo más de desigualdad creciente, en realidad no contribuye a esta al producir tecnologías digitales que eliminan la necesidad de muchos trabajos de nivel medio. Aquí la tecnología evoluciona mucho más rápido que en cualquier otro lugar del mundo. ¿Lo que sucede en esta región es un presagio del futuro que presenta Wadhwa, en el que muy pocos ricos nos dejan a todos los demás atrás y sin esperanzas?

El éxito del libro El capital en el siglo XXI (que se publica el 24 de noviembre en español) del economista francés Thomas Piketty, cuya primera edición se agotó rápidamente, responde sin duda al deseo de entender por qué la desigualdad parece estar llegando a unos niveles tan preocupantes. Con su multitud de ecuaciones, sus referencias a la Belle Époque y el Antiguo Régimen, y con un título que recuerda a Karl Marx y la política de finales del siglo XIX y principios del XX, este tomo de 700 páginas no parecía destinado a ser una lectura popular, pero esta primavera entró rápidamente en la lista de los más vendidos de EEUU y permaneció allí durante meses.

Hace tiempo que los economistas avisan de que en Estados Unidos los salarios ajustados a la inflación para los trabajadores de ingresos bajos y medios se han estancado o bajado desde finales de la década de 1970, incluso con una economía en crecimiento. Piketty, profesor de la Escuela de Economía de París (Francia), ahonda en esta idea documentando el aumento de la riqueza de los más ricos en Estados Unidos y Europa, y comparando esta tendencia con desarrollos a lo largo de los últimos siglos. Partiendo de investigaciones llevadas a cabo con sus compañeros Emmanuel Sáez, profesor de la Universidad de California en Berkeley (EEUU) y Anthony Atkinson, economista de la Universidad de Oxford (Reino Unido), Piketty ha recogido y analizado datos, incluyendo datos fiscales, para demostrar que la disparidad extrema de riqueza entre los ricos y el resto de la población ha crecido. (La historia gira necesariamente en torno a Estados Unidos, Francia y otros países europeos porque es de donde se dispone de datos históricos).

La brecha entre los ricos y todos los demás es mayor en Estados Unidos. El 1% más rico de la población posee el 34% de la riqueza acumulada, el 0,1% más rico posee el 15%. Y la desigualdad no ha hecho más que empeorar desde que acabó la última recesión: el 1% más rico capturó el 95% del crecimiento de los ingresos desde 2009 a 2012, si se incluyen las ganancias del capital.

Ahora mismo el 10% más rico representa el 48% de los ingresos nacionales; el 1% más rico copa casi el 20% de los ingresos y el 0,1% más rico el 9%. La disparidad en la porción de lo que los economistas denominan ingresos derivados del trabajo, es especialmente sorprendente. La desigualdad actual de salarios en Estados Unidos "probablemente sea mayor que en cualquier otra sociedad, en cualquier otro momento histórico, en cualquier otro lugar del mundo", escribe Piketty.

¿Por qué sucede esto? Piketty lo atribuye en parte a la concesión de salarios injustificables a personas que bautiza como "supergestores". Según sus cálculos, entre el 0,1% de los más ricos, un 70% son ejecutivos de grandes empresas. "El estándar para explicar la desigualdad creciente es que hay una carrera entre la demanda y la oferta de personal altamente cualificado", me contó. "Creo que es una parte importante de la explicación general. Pero no lo es todo. Para poder explicar por qué la desigualdad creciente es tan fuerte en la cima en Estados Unidos, hace falta una explicación basada en algo más que la cualificación". Piketty señala a "las instituciones que fijan los salarios y el gobierno corporativo" como factores. Y añade que "a partir de determinado nivel, es muy difícil encontrar en los datos cualquier relación entre sueldo y rendimiento".

En Reino Unido y Francia el aumento general de la desigualdad es menos dramático, pero en estos países está pasando otra cosa que podría ser aún más preocupante: la riqueza acumulada, gran parte de ella heredada, está alcanzando niveles relativos que no se veían desde antes de la Primera Guerra Mundial. La riqueza en manos privadas en algunos países europeos es ahora de entre el 500% y el 600% de los ingresos nacionales anuales, un nivel que se acerca al de principios del siglo XX.

Lo que preocupa especialmente a Piketty es el efecto a largo plazo de esta concentración de riqueza. Una parte principal de su libro es la sencilla afirmación de que r > g, donde r es el rendimiento medio del capital y g es el índice de crecimiento económico. Cuando el rendimiento del capital supera al índice de crecimiento (y Piketty explica que es lo que sucedía hasta principios del siglo XX, y que es probable que vuelva a suceder cuando se ralentice el crecimiento), el dinero que ganan los ricos gracias a su riqueza se acumula mientras que los sueldos suben más despacio si es que llegan a subir.

Las implicaciones que derivan de esto bastan para asustar a cualquiera que crea en un sistema basado en los méritos. Lo que significa es que corremos el peligro de entrar en una era que estará dominada política y socialmente, igual que la Francia e Inglaterra del siglo XIX, por quienes poseen inmensas cantidades de riqueza heredada. Piketty lo describe como el mundo de Jane Austen, en el que la vida y el destino de la gente vienen decididos por su herencia y no por su talento o sus logros profesionales.

Como señala el propio Piketty, esta es una desviación radical respecto a nuestra idea del progreso hasta ahora. Hasta la década de 1950, en economía dominaba la idea, formulada por el economista de la Universidad de Harvard (EEUU) y premio Nobel, Simon Kuznets, de que la desigualdad disminuye según los países se van desarrollando tecnológicamente y más gente puede aprovechar las oportunidades resultantes. Muchos suponemos que nuestro talento, habilidades, educación y bagaje acumulado nos permitirán prosperar; es lo que los economistas denominan "capital humano". Pero la creencia de que el progreso tecnológico dará lugar al "triunfo del capital humano sobre el capital financiero e inmobiliario, de los gestores capaces sobre los grandes accionistas, y de la habilidad sobre el nepotismo" es, según escribe Piketty, "en gran medida una ilusión".

No todos los economistas son tan pesimistas. De hecho, g ha sido mayor que r durante casi todo el siglo XX y sigue siéndolo. Aún así, el libro de Piketty es importante por cómo deja claro la magnitud del problema y los peligros que supone. Y lo ha hecho en un momento en el que cada vez hay más personas que se preguntan sobre qué papel juega la tecnología a la hora de agravar la desigualdad. "Me parece tan evidente que la tecnología está acelerando el crecimiento de la brecha entre los ricos y los pobres", afirma el inversor de capital riesgo de DFJ Venture en Menlo Park, California, Steve Jurvetson. Y afirma que en numerosos debates con sus compañeros en la comunidad de la alta tecnología es "el tema del que no se habla pero que está presente, es incómodo, evidente".

Sin embargo, como sugiere el extenso análisis de Piketty, no resulta sencillo explicar el aumento de la desigualdad. Y más específicamente, el papel que juega la tecnología es complejo y muy debatido.

Una carrera hacia delante

"Mi interpretación de los datos es que la tecnología es el mayor impulsor de los recientes aumentos de la desigualdad. Es el factor más importante", afirma el profesor de gestión de la Escuela Sloan del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT por sus siglas en inglés, en EEUU), Erik Brynjolfsson. Coautor, con su compañero en el MIT Andrew McAfee, de The Second Machine Age (sin traducción al español), Brynjolfsson, igual que Piketty, acaba de lograr una fama poco habitual para un economista académico.

Tanto Piketty como Brynjolfsson se licenciaron a principios de la década de 1990, y ambos fueron profesores en el MIT durante los años siguientes. Pero más allá de estar de acuerdo en que la desigualdad es un problema creciente, su forma de pensar es completamente distinta. Mientras que los textos de Piketty están regados de referencias a Jane Austen y Honoré de Balzac, Brynjolfsson habla de robots avanzados y el vasto potencial de la inteligencia artificial. Mientras que Piketty previene contra el regreso a un mundo en el que la riqueza heredada determina los destinos sociales y políticos, a Brynjolfsson le preocupa que una parte cada vez mayor de la fuerza de trabajo se quede atrás a pesar de que las tecnologías digitales estén aumentando los ingresos en términos globales (ver "De cómo la tecnología está destruyendo el empleo").

La parte central de la tesis de Brynjolfsson es la idea de que la innovación se acelera rápidamente gracias a avances exponenciales en las tendencias de computación y trabajo en red. Y que la productividad y el PIB siguen creciendo en gran medida como resultado de estos avances. Pero aunque "la tarta crece", afirma, no se beneficia todo el mundo. (Brynjolfsson señala que, según las medidas convencionales, la productividad ha crecido lentamente desde 2005. Pero atribuye ese "decepcionante" frenazo a la recesión y sus consecuencias y, lo que quizá sea más importante, al hecho de que las organizaciones aún tienen que capturar los beneficios que se espera deriven de las tecnologías digitales).

Brynjolfsson enumera una serie de formas en las que los cambios tecnológicos pueden contribuir a la desigualdad: los robots y la automatización, por ejemplo, eliminan algunos trabajos rutinarios y exigen nuevas habilidades en otros. Pero afirma que el mayor factor es que una economía movida por la tecnología favorece muchísimo a un grupo pequeños de individuos con éxito al amplificar su talento y su suerte y aumentar muchísimo sus recompensas.

Brynjolfsson defiende que estas personas se están beneficiando de un efecto en el que el ganador se lo queda todo, descrito por primera vez por Sherwin Rosen en un artículo de 1981 titulado La economía de las superestrellas. Rosen afirmaba que avances como el cine, la radio y la televisión habían ampliado muchísimo el público -y por lo tanto la recompensa- para quienes se dedicaban al mundo del espectáculo y los deportes. Treinta años después, Brynjolfsson ve un efecto parecido para los emprendedores tecnológicos, cuyas ideas y productos se pueden distribuir a un gran público y producirse gracias al software y otras tecnologías digitales. ¿Por qué vas a contratar a un gestor de impuestos local cuando puedes usar un programa barato que está a la última y en constante actualización y mejora? Igualmente, ¿por qué vas a comprar un programa o aplicación de segunda? La posibilidad de copiar software y distribuir productos digitales en cualquier parte significa que los consumidores comprarán el mejor. ¿Por qué vas a usar un motor de búsqueda que sea casi tan bueno como Google? Ahora este tipo de lógica económica domina una parte cada vez mayor del mercado; según Brynjolfsson es una razón cada vez más importante por la que unos cuantos emprendedores, entre ellos los fundadores de start-up como Instagram, se están haciendo ricos a una velocidad de vértigo.  

La distinción entre los supergestores de Piketty y las superestrellas de Brynjolfsson es clave: estas últimas obtienen sus ingresos directamente de los efectos de la tecnología. Ahora que las máquinas sustituyen a la fuerza de trabajo, y montar un negocio es cada vez menos intensivo en términos de capital (no necesitas una imprenta para producir un sitio de noticias, o grandes inversiones para crear una aplicación, por ejemplo), los mayores ganadores económicos no serán quienes poseen el capital convencional, sino quienes tienen las ideas que hay detrás de productos innovadores y modelos de negocio de éxito.

En un artículo titulado Nuevo orden mundial publicado este verano por Foreign Affairs, Brynjolfsson, McAfee y Michael Spence, un premio Nobel y profesor de la Universidad de Nueva York (EEUU), afirman que "el cambio técnico basado en las superestrellas ... está cambiando drásticamente la economía global". Y concluyen que esa economía estará cada vez más dominada por miembros de una pequeña élite que "innova y crea".

Sigue estudiando

La explosión de la riqueza de los muy ricos sólo es una parte de la historia de la desigualdad. Para gran parte de la población los ingresos se han estancado o incluso bajado, y la tecnología es una de los principales culpables. Dicho de manera sencilla, según se nos va dando mejor automatizar tareas rutinarias, quienes más se benefician son quienes tienen el conocimiento y la creatividad para usar esos avances. Lo que conduce a una desigualdad en los ingresos; la demanda de trabajadores muy cualificados sube mientras que los trabajadores con menos educación y experiencia se quedan atrás.

Aunque el aumento de los ingresos entre el 1% más rico es un fenómeno importante, según el economista del MIT David Autor, la disparidad en habilidades y educación entre el 99% restante es "importante, mucho más importante". En 1979 la brecha entre los ingresos medios de alguien con un título de secundaria y uno universitario era de 17.411 dólares para los hombres y 12.887 para las mujeres (13.580 euros y 10.051 euros respectivamente), para 2012 había aumentado hasta los 34.969 y 23.280 dólares (unos 27.275 euros y 18.158 euros respectivamente). Autor afirma que la educación "es lo más importante que puedes hacer para afectar a los ingresos en tu vida".

En Estados Unidos este extra derivado de la educación empezó a crecer aceleradamente a finales de la década de 1970, cuando la cantidad de nuevos universitarios se frenó drásticamente con la consecuente falta de trabajadores cualificados. En las últimas décadas hemos asistido a una vuelta de tuerca más. La automatización y las tecnologías digitales han reducido la necesidad de muchos puestos de producción, de venta y administrativos, mientras que ha aumentado la demanda de trabajos de salario mínimo que no se pueden automatizar, como los servicios de limpieza y los restaurantes. El resultado ha sido lo que Autor describe como "un mercado de trabajo en forma de barril", en el que hay una fuerte demanda en los extremos superior e inferior y un "vacío" en el medio. Y a pesar de que haya aumentado la demanda de trabajadores para el sector servicios, hay muchísimas personas que necesitan el trabajo y pueden hacerlo. Así que el salario para estos trabajos cayó durante gran parte del principio del siglo XXI, agravando aún más la desigualdad en los ingresos.

Autor es uno de los economistas que se muestra escéptico respecto al argumento de Brynjolfsson y McAfee de que la transformación del trabajo se acelera al acelerarse el cambio tecnológico. Investigaciones llevadas a cabo por él junto con el economista del MIT Daron Acemoglu, sugieren que de hecho el crecimiento de la productividad no se está acelerando, y el crecimiento tampoco se concentra en sectores intensivos en computación. Según Autor, los cambios que han traído las tecnologías digitales sí están transformando la economía, pero el ritmo de ese cambio no crece necesariamente. Afirma que es porque los progresos en robótica, inteligencia artificial y tecnologías de alto perfil, como el coche autónomo de Google, se están dando más despacio de lo que podría parecer. A pesar de que existen anécdotas impresionantes, estas tecnologías no están listas para usarse de forma generalizada. "Te costaría encontrar un robot en tu vida cotidiana", observa.

De hecho, Autor cree que muchas de las tareas que se le dan especialmente bien a las personas, como reconocer objetos y enfrentarse a entornos en cambio constante, seguirán siendo difíciles o caras de automatizar durante décadas. Las implicaciones para la desigualdad son importantes: esto podría significar que el mercado para trabajos de cualificación media se está estabilizando, y la diferencia de ingresos entre los trabajos de alta y baja cualificación se esté equilibrando, eso sí, "a un nivel muy alto". Es más, muchos trabajadores con cualificaciones medias podrían prosperar según aprenden a usar la tecnología digital en sus trabajos.

Es un rayo de optimismo en el debate sobre la desigualdad. Pero el problema subyacente para gran parte de la población sigue existiendo. "Tenemos una economía que se mueve en gran medida por los trabajadores cualificados, pero no contamos con una fuerza de trabajo muy cualificada", explica Autor. "Pero si estás cualificado -y es un gran "pero"-, puedes ganar una fortuna".

Silicon Valley

En su tranquilo despacho en un gran edificio de oficinas en el centro de San José el presidente de Joint Venture,  Russell Hancock, se muestra impaciente cuando se le pregunta sobre la desigualdad en la región. "Tengo más preguntas que respuestas. No puedo explicarla. No sé cómo arreglarla", empieza abruptamente. "Solíamos ser una economía clásica de clase media. Pero eso se acabó. Ya no existe la clase media. La economía se ha bifurcado y no queda nada en medio".

Culpa a la globalización de haber hecho desaparecer la industria de los semiconductores y otras manufacturas de alta tecnología que antes prosperaban en la región, así como cambios en la tecnología que han eliminado trabajos administrativos bien pagados y otros servicios de atención. "Antes había una escalera por la que acceder a la clase media, y alguna sensación de movilidad", afirma Hancock. Pero sostiene que la escalera ha desaparecido. "No ha sido repentino, pero de repente en 2014 todo el mundo se ha dado cuenta de ello".

A pesar de que la economía de California (si se toma al estado por separado, representa la octava mayor economía del mundo), es fuerte en muchos sectores, este estado tiene el mayor índice de pobreza del país si se tiene en cuenta el coste de la vida. La situación en Silicon Valley ayuda a explicar por qué. De un 20% a un 25% de la población trabaja en el sector de la alta tecnología, y la riqueza se concentra en sus manos. Este grupo relativamente pequeño pero próspero está haciendo subir el coste de la vivienda, el transporte y los gastos corrientes. Al mismo tiempo, gran parte del crecimiento del empleo en la zona se está dando en los sectores del comercio, restauración y labores manuales, donde los salarios están estancados o incluso decreciendo. Es una fórmula para que haya desigualdad en los ingresos y para que exista pobreza. Y la propia naturaleza de la tecnología parece haber empeorado las cosas. Según el economista regional de la Universidad de California en Davis (EEUU), Chris Benner, no hay un aumento neto de puestos de trabajo en Silicon Valley desde 1998. Las tecnologías digitales implican inevitablemente que puedes generar miles de millones de dólares partiendo de una base de trabajadores pequeña.

Si los economistas tienen razón respecto a que la desigualdad en los ingresos deriva de disparidades en la cualificación y educación, entonces la última oportunidad para muchas personas de encontrar la forma de acceder a la clase media puede estar en sitios como Foothill College. Esta institución pública dedicada a la educación superior se extiende por algunos de los terrenos más valiosos de Silicon Valley en Los Altos Hills y atrae a estudiantes de toda la región. Muchos provienen de las zonas más pobres, como East Palo Alto y East San José. Con escalera o sin ella, esta institución proporciona la fugaz oportunidad de que esos estudiantes consigan al menos acercarse a los escurridizos trabajos de la "economía del conocimiento" que domina la zona.

La presidenta de Foothill, Judy Miner está orgullosa de sus logros y no sin razón. Aquí es habitual que los estudiantes acaben pasando a universidades de prestigio, como los campuses de la Universidad de California en Berkeley y Santa Cruz. Desde hace unos años, unos 17 han ido al MIT. Pero a pesar del talento de algunos alumnos, Miner no se corta a la hora de enumerar los retos a los que se enfrenta una escuela que acepta con orgullo el "100% de las solicitudes". Foothill, igual que otras escuelas públicas, está ayudando a muchos estudiantes que no tienen la preparación suficiente a ponerse al día y poder entrar en la universidad. Y, según afirma, uno de los objetivos es "cambiar su visión de dónde encajan".

Miner explica que cuando ella creció en San Francisco, su capacidad le abrió la posibilidad de ir a Harvard o Yale, pero nadie en su familia había ido a la universidad y ella no se imaginaba yéndose de casa para hacerlo. Así que cogía el autobús a diario para ir a Lone Mountain College, una pequeña universidad católica que ya no existe. Ahora, en Foothill, trabaja con familias y comunidades locales para expandir las ambiciones de los estudiantes que provienen de su mismo entorno. "Piketty afirma que la mejor forma de predecir la posibilidad de que alguien acceda a la universidad son los ingresos de los padres", explica Miner. "En California es el código postal".

La ceremonia de inauguración de unas nuevas instalaciones en el instituto de secundaria East Palo Alto Academy es un doloroso recordatorio de todo lo que hay que hacer para cerrar la brecha del código postal. Es un caluroso día sin nubes a finales de agosto, un día en el que queda claro por qué estas eran tierras deseables para plantar árboles frutales. Un pequeño grupo de entusiastas administradores y algunos profesores se reúne en el patio formado por un puñado de edificios de dos plantas de hormigón. Son unas instalaciones relativamente modestas, pero sin duda una mejora considerable respecto al exiguo edificio que ocupaba el instituto desde hacía 13 años.

En una ciudad cuya única escuela pública se cerró en la década de 1970 (a los estudiantes se les llevaba en autobús a las escuelas de los distritos vecinos),  East Palo Alto Academy representa un intento notable por enfrentarse a las necesidades educativas de la comunidad local. La escuela parece estar cambiándole la vida a muchos de sus 300 alumnos. Pero todo el mundo tiene claro que a menos de cinco kilómetros, siguiendo por University Avenue, está el campus de Palo Alto High, un instituto público con innumerables canchas de tenis, una pista de atletismo y un centro de medios por valor de millones de dólares equipado con hileras de iMacs nuevos y equipos de vídeo de vanguardia. Mientras, East Palo Alto Academy acaba de conseguir un laboratorio de química, con salida de humos y almacenaje para los productos químicos. Las instalaciones deportivas son una cancha de baloncesto en el exterior cuyos aros, como señala emocionado uno de los alumnos, tienen redes de verdad.

"Uno de los mayores y más destacados debates en las ciencias sociales es el papel que juega la tecnología en la desigualdad", afirma el director del Centro de Stanford sobre Pobreza y Desigualdad, David Grusky. Pero "un hecho sobre el que todo el mundo está de acuerdo", afirma, es que la brecha en los ingresos entre quienes tienen distintos niveles de educación "es responsable de gran parte de la desigualdad". Y, añade, "sabemos cuál es la solución. Es conseguir que el acceso a educación de calidad sea igual para todos. El problema es que hablamos de boquilla". Y defiende que el problema no es, como sugieren algunos, la calidad general de la educación. "Tenemos buenos colegios. Por ejemplo, Palo Alto High es un instituto muy bueno. Pero todo el mundo tiene que poder acceder a este tipo de escuelas. Todo el mundo debería tener acceso al tipo de colegios que proporcionamos a los niños de clase media". (En Estados Unidos son los ayuntamientos, usando los impuestos sobre bienes inmuebles, quienes ponen una media del 44% de la financiación necesaria para colegios primarios y de secundaria, alimentando así la disparidad en inversiones en educación entre las comunidades pobres y ricas".  

Puede que la economía esté cambiando tan rápido que a la gente le cueste un tiempo comprender las habilidades que necesitan, o que no entiendan que la demanda de trabajadores cualificados no hará más que crecer. "Pero no creo que la fuerza de trabajo sea estúpida", afirma Grusky. "Si naces en un barrio pobre, no tendrás acceso a una educación infantil de calidad, a una primaria de calidad, ni a una secundaria de calidad. Y entonces sencillamente es que no estás en una situación de poder ir a la universidad". Si los trabajadores no están equipados para hacer los trabajos que está creando la tecnología, afirma "es porque nuestras instituciones están fallando".

La palabra que no se puede mencionar

Comprender qué produce la desigualdad en los ingresos es importante porque distintas respuestas sugieren políticas muy distintas. Si, como teme Piketty, la brecha entre los muy ricos y todos los demás es debida en parte a compensaciones injustificablemente altas para los mayores ejecutivos, y sólo empeorará con el aparentemente inexorable traspaso de riqueza a los que ya son ricos, entonces tiene sentido encontrar formas de redistribuir esas ganancias mediantes políticas fiscales progresivas. Piketty y su colega Emmanuel Sáez creen que los recortes de impuestos hechos por Margaret Thatcher y Ronald Reagan a finales de la década de 1970 y la de 1980 suponen el principio del aumento de la desigualdad en los ingresos que se ve hoy en Reino Unido y Estados Unidos. De hecho Piketty dedica gran parte de la cuarta parte de Capital a describir cómo la aplicación de impuestos progresivos, incluyendo un impuesto global sobre la riqueza, podría empezar a cerrar la brecha económica.

Pero, al menos en Estados Unidos, la palabra "redistribución" está proscrita en casi cualquier entorno político. "Si hay algo que sabemos", afirma el profesor emérito de economía del MIT Robert Solow, "es que redistribuir los ingresos no se nos da demasiado bien". Y, añade, "es algo que no va a pasar".

Solow, premio Nobel y uno de los economistas más influyentes en los últimos 50 años, publicó un artículo de referencia en 1956 que transformó cómo ve su profesión el papel del progreso tecnológico en la productividad y el crecimiento de la riqueza nacional. Ahora, con 90 años, Solow ha publicado una crítica positiva, larga y detallada de Capital en la revista The New Republic titulada “Thomas Piketty tiene razón”, elogiando su "nueva y potente" idea de que si r > g se mantiene, "los ingresos y la riqueza de los ricos aumentarán más rápido que los ingresos medios del trabajo. Sin embargo, Solow me comentó que las dificultades de los estadounidenses con ingresos bajos y medios representan un fenómeno muy distinto del crecimiento de los superricos y uno mucho más preocupante. "Cualquier persona decente debería pensar que el que haya pobreza extrema coexistiendo con riqueza extrema es inmoral", afirma.

Las recomendaciones respecto a las políticas a poner en práctica apuntan a la educación, incluyendo algo de lo que los científicos sociales son cada vez más conscientes,  los programas de educación infantil y preescolar. Como señala el sociólogo de la Universidad de Stanford Sean Reardon, ahora las diferencias en los logros educativos se asocian más con los ingresos familiares que con factores que han sido más importantes en el pasado, como la raza y la etnicidad. Y los investigadores han demostrado que esas diferencias en los niveles de logros ya están fijadas para cuando los niños acceden a la educación infantil.

La desigualdad en educación no sólo perjudica las posibilidades de los niños pobres de salir adelante, según David Grusky. También afecta a la disponibilidad de trabajadores cualificados. Al acabar con las oportunidades para innumerables individuos con talento, se restringe artificialmente el banco potencial de aquellos con conocimientos tecnológicos. En consecuencia, según Grusky, "pagamos de más por los trabajadores cualificados", lo que es perjudicial para la economía. Dicho de otra manera, la falta de acceso a educación de calidad no es malo sólo para los estudiantes de East Palo Alto; es malo para las empresas que tienen sus sedes a unos kilómetros del instituto, en el mayor centro de innovación tecnológica del mundo.

Evidentemente un diagnóstico no es una terapia y es muy fácil recurrir a una exigencia por mejorar las oportunidades educativas, ¿quién podría estar en contra? Tenemos que reconocer los retos inherentes a este tipo de cambio y qué esfuerzos anteriores por lograrlo ya han fracasado. Para poder dar a todo el mundo acceso a educación de calidad, tendríamos que transformar nuestro sistema educativo y cómo lo pagamos. Pero si las diferencias en los logros educativos basadas en los ingresos familiares no son lo que impulsa la desigualdad, a Grusky le preocupa que resolvamos el problema permitiendo que quienes tienen un acceso privilegiado a una buena educación cosechen las ventajas y a continuación gravemos sus mayores ingresos con mayores impuestos. Eso, según él es "una tirita puesta a posteriori que no se enfrenta al origen del problema". A muchos también les parecerá una forma de quitar dinero injustamente a quienes lo han ganado. Grusky defiende que si el objetivo es una "desigualdad basada en los méritos", resultante cuando todo el mundo tiene las mismas oportunidades para competir, entonces tenemos que intentar reformar las instituciones educativas.

Por eso nos equivocamos al preguntar si la tecnología causa la desigualdad. Deberíamos estar preguntando cómo han cambiado las nuevas tecnologías la demanda relativa de trabajadores muy cualificados y poco cualificados, y cómo de bien nos estamos adaptando a esos cambios. No cabe duda de que los rápidos avances de la tecnología han exagerado las discrepancias en educación y habilidades, y el auge de las tecnologías digitales podría tener un papel a la hora de crear una élite extrema de los muy ricos. Pero no tiene sentido culpar a la tecnología, igual que no tiene sentido culpar a los ricos. Son nuestras instituciones, entre ellas no sólo nuestros colegios, las que tienen que cambiar. La reformas que recomiendan los expertos son múltiples y variadas y van desde un salario mínimo más alto, a mayor protección del trabajo, a modificaciones de nuestras políticas fiscales. Y si Piketty tiene razón respecto a los supergestores, tenemos que mejorar el gobierno y la supervisión de las grandes empresas para que haya una relación más real entre la compensación y la productividad para los ejecutivos.

Pero un buen sitio para empezar es preguntándose cuál es el problema y por qué nos importa. Por eso es tan valioso el libro de Piketty. En concreto, nos recuerda cómo una clase elitista de los superricos puede trastocar nuestro proceso político y erosionar nuestro sentido de la justicia.

En la industria de la tecnología, donde se crean algunas de esas élites, muchos se preguntarán sin duda si el futuro se parece más a Silicon Valley, una dinamo de alta tecnología que sirve para conseguir prosperidad económica y desigualdad a la vez, o, como diría Piketty, más a Francia, dominada cada vez más por la riqueza heredada. ¿La creatividad y productividad de sitios como Silicon Valley se ven amenazadas por un futuro que favorece la fortuna de los muy ricos por encima de las ambiciones de la mayoría?

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