Cada proceso cerebral parece utilizar un código distinto en función de su complejidad
En ¿Qué es la vida? (1944), una de las preguntas fundamentales planteadas por el físico Erwin Schrödinger era si existía algún tipo de "código hereditario" incrustado en los cromosomas. Una década después Crick y Watson respondieron afirmativamente a la pregunta de Schrödinger. La información genética se almacena en un sencillo patrón de nucleótidos junto a largas cadenas de ADN.
Ya sólo quedaba encontrar una respuesta a qué significaban todas esas cadenas de ADN. Como ya saben la mayoría de los escolares, en su interior hay un código: tríos adyacentes de nucleótidos, los codones, se transcriben del ADN en forma de secuencias efímeras de moléculas de ARN, que se traducen en las largas cadenas de aminoácidos que conocemos como proteínas. La resolución de este código resultó ser el eje de prácticamente todo lo que siguió en biología molecular. Y resultó que el código para traducir tríos de nucleótidos en aminoácidos (por ejemplo, el código AAG para en aminoácido lisina) era universal; las células de todos los organismos, grandes o pequeños: bacterias, sequoias gigantes, perros y personas; usan el mismo código con mínimas variaciones. ¿Logrará la neurociencia descubrir algo de una belleza y una potencia similares? ¿Un código maestro que nos permita interpretar cualquier patrón de actividad neuronal a voluntad?
Lo que está en juego es prácticamente cualquiera de los avances radicales que podamos imaginar en neurociencia; implantes cerebrales que potencien nuestra memoria o traten desórdenes mentales como la esquizofrenia o la depresión, por ejemplo, o neuroortopedia que permita a pacientes paralíticos mover las extremidades. Como todo lo que piensas, recuerdas y sientes está codificado de alguna forma en tu cerebro, descifrar la actividad del cerebro será un gigantesco avance hacia el futuro de la neuroingeniería.
Algún día, electrónica implantada directamente en el cerebro permitirá a los pacientes con lesiones en la médula dar un rodeo a los nervios afectados y controlar robots con sus pensamientos. Los sistemas de biofeedback del futuro podrán anticipar incluso los síntomas de un desorden mental y desviarlos. En el presente se usan teclados y pantallas táctiles, pero es posible que dentro de un siglo nuestros descendientes usen interfaces directas cerebro-máquina.
Sin embargo, para lograrlo, para construir software capaz de comunicarse directamente con el cerebro, tenemos que descifrar sus códigos. Debemos aprender a observar series de neuronas, medir cómo se disparan y hacer ingeniería inversa con el mensaje que lancen.
Un caos de códigos
Ya empezamos a tener pistas sobre cómo funciona la codificación del cerebro. Quizá la más fundamental sea que, excepto en algunas de las criaturas más diminutas que existen, como el gusano C. Elegans, la unidad básica de comunicación neuronal es el impulso (o potencial de acción), un impulso eléctrico de aproximadamente la décima parte de un voltio que dura un poco menos de un milisegundo. En el sistema visual, por ejemplo, los rayos de luz que entran en la retina se traducen rápidamente en impulsos transmitidos por el nervio óptico, una combinación de alrededor de un millón de cables de salida, llamados axones, que van desde el ojo hasta el cerebro. Literalmente todo lo que ves se basa en esos impulsos, cada neurona retiniana disparando a una velocidad distinta, dependiendo de la naturaleza del estímulo, para producir varios megabytes de información visual por segundo. El cerebro como un todo, durante toda nuestra vida, es una auténtica sinfonía de impulsos neuronales, puede que un billón por segundo. En gran medida, para descifrar el cerebro hay que entender el significado de sus impulsos.
Pero el reto reside en que los impulsos significan cosas distintas en distintos contextos. Ya queda claro que es poco probable que los neurocientíficos tengan la misma suerte que los biólogos moleculares. Mientras que el código que convierte nucleótidos en aminoácidos es prácticamente universal, se aplica básicamente de la misma forma en todo el cuerpo y en todo el mundo natural, el código que convierte impulsos en información probablemente sea una mezcolanza; no un único código, sino muchos, diferentes no solo hasta cierto punto entre distintas especies, sino incluso entre distintas partes del cerebro. El cerebro tiene muchas funciones, desde el control de los músculos y la voz hasta la interpretación de las imágenes, sonidos y olores que nos rodean, y cada problema necesita sus propios códigos.
Si lo comparamos con los códigos informáticos se entiende claramente por qué. Tomemos el código ASCII que representa los 128 caracteres, incluyendo números y texto alfanumérico que se usa de forma generalizada en las comunicaciones como el correo electrónico de texto. Casi todos los ordenadores modernos usan ASCII, que codifica la A mayúscula como "100 0001", la B como "100 0010", la C como "100 0011" y así sucesivamente. Pero cuando se trata de imágenes este código es inútil y hay que usar otras técnicas. Las imágenes bitmap sin comprimir, por ejemplo, asignan ristras de bytes para representar la intensidad de los colores rojo, verde y azul para cada píxel en el conjunto que forma una imagen. Distintos códigos representan gráficos vectoriales, películas o archivos de sonido.
Las pruebas indican que en el cerebro sucede lo mismo. En vez de un código único universal que explique qué significan los patrones de impulsos parece haber muchos, dependiendo del tipo de información a codificar. Los sonidos, por ejemplo, son inherentemente unidimensionales y varían rápidamente a lo largo del tiempo, mientras que las imágenes que salen de la retina son bidimensionales y tienden a cambiar a un ritmo más pausado. El olfato, que depende de la concentración de cientos de olores suspendidos en el aire, depende de un sistema completamente distinto. Una vez dicho, esto sí que existen principios generales. Lo más importante no es precisamente cuándo se dispara una neurona concreta, sino con qué frecuencia lo hace; la tasa de impulsos es la moneda de cambio principal.
Tomemos por ejemplo las neuronas del córtex visual, el área que recibe los impulsos del nervio óptico a través del tálamo. Estas neuronas representan el mundo en términos de los elementos básicos que conforman cualquier imagen: líneas, puntos, etcétera. A una neurona dada del córtex visual podrían estimularla más las líneas verticales. Según se va rotando la línea, la tasa a la que se dispara esa neurona varía: cuatro impulsos en una décima de segundo si la línea es vertical, pero puede que sólo se produzca un impulso en ese mismo intervalo si se gira la línea 45º en el sentido contrario a las agujas del reloj. Aunque la neurona responda principalmente a las líneas verticales, nunca está muda. No hay un único impulso que indique que responde a una línea vertical o a otra cosa. Sólo comprendemos el significado de su actividad en el agregado, la tasa de disparos de la neurona a lo largo del tiempo.
Esta estrategia, que se conoce como codificación de tasas, se emplea de forma distinta en distintos sistemas cerebrales pero es común a todo el cerebro. Distintas subpoblaciones de neuronas codifican aspectos concretos del mundo de forma parecida, usando las tasas de disparo para representar variaciones en el brillo, la velocidad, la distancia, la orientación, el color, el tono e incluso respecto a información háptica, como el posición de un pinchazo de alfiler sobre la palma de la mano. Las neuronas individuales se disparan con mayor rapidez cuando detectan un estímulo preferido, más despacio cuando no es así.
Para complicar las cosas aún más, los impulsos que emanan de distintos tipos de células codifican distintos tipos de información. La retina es un tejido del sistema nervioso formado por intricadas capas que forra el fondo de cada ojo. Su labor es transducir la ducha de fotones entrantes en explosiones salientes de impulsos eléctricos. Los neuroanatomistas han identificado al menos 60 tipos distintos de neuronas retinianas, cada una con su forma y función específicas. Los axones de 20 tipos de células retinianas distintas conforman el nervio óptico, la única salida del ojo. Algunas de estas células indican el movimiento en las distintas direcciones cardinales, otras se especializan en señalar el brillo general de la imagen o el contraste local; otras portan información relativa al color. Cada una de estas poblaciones emite sus propios datos, en paralelo, a distintos centros de procesado más allá del ojo. Para reconstruir la naturaleza de la información codificada por la retina, los científicos no sólo deben observar la tasa de impulsos de cada neurona sino la identidad de cada tipo de célula. Cuatro impulsos que salgan de un tipo de célula pueden ser el código que representa una pequeña mancha de color, mientras que cuatro impulsos de otro tipo de célula pueden ser el código para un patrón gris en movimiento. La cantidad de impulsos no tiene un significado a menos que sepamos de qué tipo específico de célula derivan.
Y esto, que es aplicable a la retina, parece repetirse en todo el cerebro. En total puede haber hasta mil tipos de células neuronales en el cerebro humano, cada una con su propio papel.
La sabiduría de las masas
Habitualmente, en los códigos importantes del cerebro intervienen muchas neuronas, no una sola. Al ver una cara, por ejemplo, se dispara la actividad de miles de neuronas en sectores de alto orden del córtex visual. Cada célula responde de una forma ligeramente distinta, reaccionando ante un detalle distinto, la forma exacta de a cara, el tono de la piel, hacia dónde se dirigen los ojos y demás. El significado completo se encuentra en la respuesta colectiva de las células.
En 1986 se produjo un importante avance en la comprensión de este fenómeno, conocido como codificación por poblaciones, cuando Apostolos Georgopoulos, Andrew Schwartz y Ronald Kettner de la facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins (EEUU) entendieron cómo codificaban una serie de neuronas del córtex motor de los monos la dirección en que el mono movía una extremidad. No había una neurona única que decidiera del todo hacia dónde se movería la extremidad, sino que la decisión derivaba de la información agregada de una población de neuronas. Calculando una especie de media ponderada de todas las neuronas que se disparaban, Georgopoulos y sus compañeros descubrieron que podían inferir, de forma fiable y precisa, el movimiento que haría el brazo del mono.
Uno de los primeros ejemplos de lo que podría lograr algún día la neurotecnología, se basa directamente en este descubrimiento. El neurocientífico de la Universidad de Brown (EEUU) John Donoghue aprovecha la idea de la codificación por poblaciones para construir "descodificadores" neuronales que incorporen tanto software como electrodos para interpretar los disparos neuronales en tiempo real. El equipo de Donoghue implantó una serie de microelectrodos en forma de cepillo directamente en el córtex motor de un paciente paralítico para registrar la actividad neuronal mientras el paciente imaginaba varios tipos de actividades motrices. Con la ayuda de algoritmos para interpretar las señales, el paciente pudo usar los resultados para controlar un brazo robótico. El control "mental" del brazo robótico aún es lento y torpe, similar a conducir una furgoneta desalineada. Pero este trabajo nos da una importante pista de lo que está por llegar según mejore nuestra capacidad para descodificar la actividad cerebral.
Entre los códigos más importantes del cerebro de cualquier animal están los que usa para establecer su localización en el espacio. ¿Cómo funciona nuestro GPS interno? ¿Cómo codifican nuestra situación en el espacio los patrones de actividad neuronal? Una primera pista importante surgió a principios de la década de 1970 con el descubrimiento de lo que posteriormente se denominarían células de lugar en el hipocampo de las ratas. Estas células se disparan cada vez que el animal camina o corre por una parte concreta de un entorno conocido. En el laboratorio, una célula de lugar concreta podría dispararse más a menudo cuando el animal está cerca de una intersección en un laberinto; otra puede responder con una mayor actividad cuando el animal está cerca de la entrada. El equipo formado por el matrimonio Moser, Edward y May-Britt, descubrió un segundo tipo de codificación espacial basado en lo que se conocen como células de red. Estas neuronas se disparan más activamente cuando un animal está en el vértice de una red geométrica imaginaria que representa su entorno. Con esta serie de células es capaz de triangular su posición, incluso en la oscuridad (parece haber al menos cuatro series de estas células de red distintas con diferentes resoluciones, lo que permite un grado muy preciso de representación espacial).
Existen otros códigos que permiten a los animales controlar las acciones que tienen lugar a lo largo del tiempo. Un ejemplo son los circuitos responsables de ejecutar las secuencias motores que subyacen en el canto de los pájaros. Los pinzones machos adultos cantan a sus compañeras hembras, cada canción típica dura apenas unos segundos. Las neuronas de un tipo dentro de una estructura concreta están completamente quietas hasta que el pájaro empieza a cantar. Cuando el pájaro alcanza un punto concreto del canto, estas neuronas brotan de repente en un único estallido de tres a cinco impulsos muy seguidos para volver a apagarse a continuación. Distintas neuronas brotan en distintos momentos. Parece que agrupaciones individuales de neuronas codifican el orden temporal, cada una de ellas representando un momento específico en el canto del pájaro.
Código abuela
Al contrario que una máquina de escribir, en la que cada letra está representada en una tecla concreta, el código ASCII usa múltiples bits para describir una letra: es un ejemplo de lo que los informáticos denominan código distribuido. Así, muchas veces los teóricos han imaginado que los conceptos complejos podrían ser agrupaciones de "características" individuales; el concepto "perro de montaña bearnés" podría estar representado por neuronas que se disparan en respuesta a nociones como "perro", "amante de la nieve", amistoso", "grande", "marrón y negro" y así sucesivamente, mientras que muchas otras neuronas, como las que responden ante vehículos o gatos no se disparan. Colectivamente, esta gran población de neuronas representaría un concepto.
Una idea alternativa, conocida como codificación temporal, ha recibido mucha menos atención. De hecho, los neurocientíficos solían reírse de la idea y definirla como "codificación abuela". Este término peyorativo implicaba la existencia de una neurona hipotética que sólo se dispararía cuando el dueño viera o pensara en su abuela, sin duda (o al menos eso parecía) un concepto absurdo.
Pero hace poco uno de nosotros, (Koch) ayudó a revelar la demostración de una variación sobre este tema. Aunque no existen motivos para pensar que una única neurona de tu cerebro representa a tu abuela, ahora sabemos que las neuronas individuales (o al menos grupos relativamente pequeños de neuronas) pueden representar determinados conceptos con mucha especificidad. Las grabaciones hechas por microelectrodos implantados en las profundidades del cerebro de pacientes epilépticos revelan neuronas únicas que responden a distintas imágenes de la actriz Jennifer Aniston. Otras responden a imágenes de Luke Skywalker de la Guerra de las Galaxias, o a su nombre deletreado. Un nombre familiar puede estar representado por desde cien hasta un millón de neuronas en el hipocampo humano y las regiones adyacentes.
Estos hallazgos sugieren que el cerebro sí que puede conectar pequeños grupos de neuronas para codificar cosas importantes con las que se encuentra una y otra vez, una especie de taquigrafía neuronal que puede resultar ventajosa para asociar e integrar rápidamente nuevos hechos en los conocimientos preexistentes.
Terra incógnita
Si bien la neurociencia ha hecho verdaderos progresos por averiguar cómo codifica un organismo dado lo que experimenta en un momento dado, aún tiene que avanzar en la comprensión de cómo se codifica el conocimiento a largo plazo. Evidentemente no sobreviviríamos mucho en este mundo si no fuéramos capaces de aprender nuevas habilidades, por ejemplo la secuencia orquestada de acciones y decisiones que intervienen en el hecho conducir un coche. Sin embargo, el método exacto que usamos para hacerlo sigue siendo un misterio. Los impulsos son una condición necesaria pero no suficiente para traducir las intenciones en acciones. La memoria a largo plazo, por ejemplo el conocimiento que adquirimos cuando aprendemos una habilidad, se codifica de otra forma, no mediante descargas de impulsos en circulación constante, sino más bien mediante una reconfiguración literal de nuestras redes neuronales.
Esa reconfiguración se consigue al menos en parte reesculpiendo las sinapsis que conectan las neuronas. Sabemos que intervienen muchos procesos moleculares distintos, pero aún sabemos muy poco sobre qué sinapsis se modifican y cuándo, y casi nada sobre cómo retroceder desde un diagrama de conectividad neuronal hasta las memorias concretas que se codifican.
Otro misterio es el relativo a cómo representa las frases el cerebro. Aunque exista una pequeña serie de neuronas para definir un concepto como abuela, es poco probable que tu cerebro dedique series específicas de neuronas a conceptos complejos menos frecuentes pero aún así inmediatamente comprensibles, como "La abuela materna de Barack Obama". Es igual de improbable que el cerebro dedique neuronas concretas a tiempo completo para representar cada nueva frase que escuchamos o producimos. En cambio, es probable que lo que sucede cada vez que interpretamos o producimos una frase nueva sea que el cerebro integre múltiples poblaciones neuronales, combinando códigos de elementos básicos (como palabras y conceptos individuales) en un sistema que representa un todo complejo y combinatorio. Pero por el momento no tenemos ni idea de cómo se logra esto.
Uno de los motivos por los que ha resultado tan difícil resolver estas cuestiones sobre los esquemas cerebrales para el codificado de información, es que el cerebro humano es tremendamente complejo, incluyendo 86.000 millones de neuronas enlazadas por algo cercano a un trillón de conexiones sinápticas. Otro es que nuestras técnicas de observación siguen siendo bastante burdas. Las herramientas más populares para indagar en el cerebro mediante la toma de imágenes no tienen la resolución espacial necesaria para observar neuronas individuales en el acto de dispararse. Para estudiar sistemas de codificación neuronal exclusivos de los humanos, como el del lenguaje por ejemplo, probablemente necesitemos herramientas que aún no se han inventado, o al menos formas sustancialmente mejores de estudiar poblaciones muy entremezcladas de neuronas individuales en el cerebro vivo.
También conviene señalar que lo que los neuroingenieros intentan hacer se parece un poco a espiar, entrar en las comunicaciones internas del cerebro para intentar averiguar qué significan. Y parte de ese espionaje puede confundirnos. Cada código neuronal que seamos capaces de resolver nos dirá algo sobre cómo opera el cerebro, pero no todos los códigos que resolvamos serán algo que el propio cerebro utilice. Algunos pueden ser "epifenómenos", tics accidentales que, aunque resulten útiles para aplicaciones de ingeniería y clínicas, podrían representar un desvío en el camino hacia una comprensión plena del cerebro.
Existen motivos para mostrarse esperanzados. Ahora la optogenética permite a los investigadores encender y apagar a voluntad, mediante haces de luz de color, distintas neuronas identificadas genéticamente. Cualquier población de neuronas que tiene un código postal molecular exclusivo y conocido se puede etiquetar con un marcador fluorescente y después se la puede obligar a generar impulsos con precisión de milisegundos, o impedir que se disparen. Esto permite a los neurocientíficos pasar de observar la actividad neuronal a interferir con ella de forma delicada, efímera y reversible. La optogenética que ahora mismo se usa principalmente en moscas y ratones, acelerará mucho la búsqueda de códigos neuronales. En vez de limitarse a correlacionar los patrones de los impulsos con un comportamiento, los experimentalistas podrán introducir patrones de información y estudiar directamente los efectos sobre los circuitos del cerebro y el comportamiento de animales vivos. Descifrar los códigos neuronales sólo es una parte de la batalla. Resolver los numerosos códigos del cerebro no nos dirá todo lo que queremos saber, igual que comprender códigos ASCII por sí mismos no nos dice cómo funciona un procesador. Aún así, es un prerrequisito fundamental para construir tecnologías que reparen y potencien el cerebro.
Sirva como ejemplo los nuevos proyectos que intentan aplicar la optogenética como remedio para formas de ceguera producidas por desórdenes degenerativos, como la retinosis pigmentaria, que ataca las células fotorreceptoras del ojo. Una estrategia prometedora usa un virus inyectado en el glóbulo ocular para modificar genéticamente las células ganglionares de la retina y que respondan a la luz. Una cámara colocada en unas gafas lanzaría pulsos de luz a la retina, lo que dispararía la actividad eléctrica en las células modificadas, estimulando directamente la siguiente serie de neuronas en el camino de la señal y devolviendo la vista al sujeto. Pero para que esto funcione los científicos tendrán que aprender el lenguaje de esas neuronas. Cuando vayamos aprendiendo a comunicarnos con el cerebro usando su mismo lenguaje, surgirán mundos enteros de posibilidades.
Christof Koch es el director científico del Instituto Allen de Ciencias Cerebrales en Seattle 8EEUU). Gary Marcus, profesor de psicología en la Universidad de Nueva York (EEUU)y bloguero frecuente para la revista New Yorker es coeditor del libro que saldrá próximamente The Future of the Brain.