Las nuevas neurociencias cuestionan nuestra comprensión del proceso de la muerte y brindan oportunidades a los vivos
Al igual que los certificados de nacimiento señalan el momento en el que entramos al mundo, los de defunción marcan el momento en el que lo abandonamos. Esta práctica refleja las nociones tradicionalmente binarias sobre la vida y la muerte. Estamos aquí hasta que, de repente, como una luz, nos apagamos.
Aunque esta idea de la muerte está muy extendida, cada vez hay más pruebas de que se trata de una construcción social anticuada que, en realidad, no se basa en la biología. De hecho, morir es un proceso sin una definición que delimite el umbral a partir del cual alguien no puede volver.
Los científicos y muchos médicos ya han adoptado esta concepción más matizada de la muerte. A medida que la sociedad se actualice, las implicaciones para los vivos podrían ser profundas. "Existe la posibilidad de que muchas personas vuelvan a la vida", afirma Sam Parnia, director de Investigación en Cuidados Críticos y Reanimación de NYU Langone Health (Nueva York, EE UU).
Por ejemplo, los neurocientíficos están aprendiendo que el cerebro puede sobrevivir a niveles sorprendentes de falta de oxígeno. Esto significa que el plazo disponible para que los médicos reviertan el proceso de defunción podría ampliarse en el futuro. Otros órganos también parecen ser recuperables durante más tiempo de lo que refleja la práctica médica actual, esto abre otras vías para ampliar la disponibilidad de donar órganos.
Sin embargo, para ello tenemos que reconsiderar cómo concebimos y abordamos la vida, y la muerte. En lugar de pensar en la muerte como un acontecimiento del que uno no puede recuperarse, expone Parnia, deberíamos verla como un proceso transitorio de privación de oxígeno que tiene el potencial de volverse irreversible si pasa el tiempo suficiente o fallan las intervenciones médicas. Si adoptamos esta mentalidad sobre la muerte, asegura Parnia, "de repente, todo el mundo dirá: «Vamos a tratarla»".
Mover la portería
Las definiciones jurídicas y biológicas de la muerte suelen referirse al "cese irreversible" de los procesos de mantenimiento de la vida sustentados por el corazón, los pulmones y el cerebro. Por lo general, el corazón es el órgano que suele fallar y, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, cuando este se detenía ya no había vuelta atrás.
Eso cambió en 1960, con la invención de la reanimación cardiopulmonar (RCP, por sus siglas). Hasta entonces, reanudar el latido de un corazón parado se consideraba un milagro y, en adelante, eso estuvo al alcance de la medicina moderna. La RCP obligó a replantearse por primera vez el concepto de muerte. El término "parada cardíaca" pasó a formar parte del léxico, y creó una clara separación semántica entre la pérdida temporal de la función cardíaca y el cese permanente de la vida.
Alrededor de esa época, la aparición de los ventiladores mecánicos de presión positiva, que funcionan suministrando bocanadas de aire a los pulmones, empezó a permitir que quienes sufrían lesiones cerebrales catastróficas -por ejemplo, un disparo en la cabeza, un derrame cerebral masivo o un accidente de coche- siguieran respirando. Sin embargo, en las autopsias realizadas tras la muerte de estos pacientes, los investigadores descubrieron que en algunos casos sus cerebros habían sufrido daños tan graves que el tejido había empezado a licuarse. En esos casos, los respiradores habían creado "un cadáver con un corazón que late", afirma Christof Koch, neurocientífico del Instituto Allen de Seattle (Washington, EE UU).
Estas observaciones dieron lugar al concepto de muerte cerebral e iniciaron un debate médico, ético y jurídico sobre la posibilidad de declarar muertos a estos pacientes antes de que su corazón dejara de latir. Muchos países acabaron adoptando alguna forma de esta nueva definición. Sin embargo, tanto si hablamos de muerte cerebral como de muerte biológica, los entresijos científicos de estos procesos distan mucho de estar establecidos. "Cuanto más características proveemos al cerebro moribundo, más preguntas nos planteamos", afirma Charlotte Martial, neurocientífica de la Universidad de Lieja (Bélgica). "Es un fenómeno muy complejo".
Cerebros al borde del abismo
Históricamente, los médicos pensaban que el cerebro empieza a sufrir daños minutos después de quedar privado de oxígeno. “Aunque esa es la creencia convencional”, asegura Jimo Borjigin, neurocientífico de la Universidad de Michigan (EE UU), "hay que preguntarse, ¿por qué nuestro cerebro está construido de una manera tan frágil?".
Investigaciones recientes sugieren que, en realidad, quizá no lo sea. En 2019, unos científicos informaron en Nature de que fueron capaces de restaurar un conjunto de funciones en los cerebros de 32 cerdos que habían sido decapitados cuatro horas antes en un matadero. Los investigadores reiniciaron la circulación y la actividad celular en los cerebros al utilizar una sangre artificial rica en oxígeno e infundida con un cóctel de productos farmacéuticos protectores. También incluyeron fármacos que impedían que las neuronas se activaran y evitaron cualquier posibilidad de que los cerebros de los cerdos recobraran la conciencia, asíconsiguieron que los cerebros vivieran hasta 36 horas antes de finalizar el experimento. "Nuestro trabajo demuestra que la falta de oxígeno puede causar más daños reversibles de los que se pensaban", afirma Stephen Latham, coautor del estudio y especialista en bioética de la Universidad de Y ale (Connecticut, EE UU).
En 2022, Latham y sus colegas publicaron un segundo artículo en Nature que anunciaba que habían sido capaces de recuperar muchas funciones en múltiples órganos, incluidos el cerebro y el corazón, en cerdos de cuerpo entero que habían sido sacrificados una hora antes. Continuaron el experimento durante seis horas y confirmaron que los animales anestesiados y previamente sacrificados habían recuperado la circulación. Además, numerosas funciones celulares clave estaban activas.
"Estos estudios han demostrado que la línea que separa la vida de la muerte no está tan clara como creíamos", afirma Nenad Sestan, neurocientífico de la Facultad de Medicina de Yale y autor principal de ambos estudios sobre cerdos. La muerte "tarda más de lo que pensábamos, y al menos algunos de los procesos pueden detenerse y revertirse".
Un puñado de estudios en humanos también han sugerido que el cerebro es mejor de lo que pensábamos a la hora de gestionar la falta de oxígeno cuando el corazón deja de latir. "Cuando el cerebro se ve privado de oxígeno vital, en algunos casos parece producirse esta paradójica oleada eléctrica", afirma Koch. "Por razones que no entendemos, está hiperactivo al menos durante unos minutos".
En un estudio publicado en Resuscitation en septiembre, Parnia y sus colegas recogieron datos sobre el oxígeno cerebral y la actividad eléctrica de 85 pacientes que sufrieron una parada cardiaca mientras estaban en el hospital. La actividad cerebral de la mayoría de los pacientes se estabilizó inicialmente en los monitores de EEG, pero en el 40% de ellos reapareció de forma intermitente una actividad eléctrica casi normal en sus cerebros hasta 60 minutos después de la reanimación cardiopulmonar.
Asimismo, en un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences en mayo, Borjigin y sus colegas informaron de picos de actividad en el cerebro de dos pacientes en coma después de retirarles los respiradores. Según Bojigin, las señales del electroencefalograma se produjeron justo antes de que los pacientes murieran y tenían todas las características de la consciencia. Aunque quedan muchos interrogantes, estos hallazgos plantean preguntas tentadoras sobre el proceso de la muerte y los mecanismos de la conciencia.
La vida después de la muerte
Cuanto más sepan los científicos sobre los mecanismos que subyacen al proceso de la muerte, mayores serán las posibilidades de desarrollar "esfuerzos de recuperación más sistemáticos", según afirma Borjigin. En el mejor de los casos, añade, esta línea de estudio podría tener "el potencial de reescribir las prácticas médicas y salvar a muchas personas".
Por supuesto, todas las personas acaban muriendo y algún día no se les podrá salvar. Pero un conocimiento más exacto del proceso de la muerte podría permitir a los médicos salvar a algunas personas hasta entonces sanas que se enfrentan a un final prematuro y cuyos cuerpos siguen relativamente intactos. Por ejemplo, personas que sufren infartos, sucumben a una pérdida mortal de sangre o se ahogan. Muchas de estas personas mueran y permanezcan muertas, esto refleja solo "una falta de asignación adecuada de recursos, conocimientos médicos o avances suficientes para resucitarlas", afirma Parnia.
La esperanza de Borjigin es llegar a comprender el proceso de la muerte "paso a paso". Tales descubrimientos no solo podrían contribuir a avances médicos, asegura, sino también "revisar y revolucionar nuestra comprensión de la función cerebral".
Sestan afirma que él y sus colegas también trabajan en estudios de seguimiento para "perfeccionar la tecnología" que han utilizado para restablecer la función metabólica del cerebro y otros órganos del cerdo. Esta línea de investigación podría desembocar en tecnologías capaces de revertir los daños causados por la falta de oxígeno en el cerebro y otros órganos de personas cuyo corazón se ha parado. Si tiene éxito, el método también podría ampliar el número de donantes de órganos disponibles, añade Sestan, al alargar el plazo del que disponen los médicos para recuperar órganos de fallecidos fulminantes.
Si estos avances llegan a producirse, subraya Sestan, llevarán años de investigación. "Es importante que no exageremos ni prometamos demasiado", concluye, "aunque eso no significa que no tengamos una visión".
Mientras tanto, las investigaciones en curso sobre el proceso de morir seguirán cuestionando nuestras nociones sobre la muerte, provocarán cambios radicales en la ciencia y en otros ámbitos de la sociedad, desde el teológico hasta el jurídico. Como asegura Parnia: "La neurociencia no es dueña de la muerte, todos participamos en ella".
Rachel Nuwer es una periodista científica independiente que colabora habitualmente con el New York Times, Scientific American y Nature, entre otros. Su último libro es I Feel Love: MDMA and the Quest for Connection in a Fractured World. Vive en Brooklyn.