Tres proyectos de ley con la inversión milmillonaria podrían cambiar la manera en la que pensamos sobre el papel del Gobierno en la innovación
Fue la foto política perfecta. La ocasión era la inauguración el pasado septiembre en los suburbios de Columbus (Ohio) de una enorme fábrica por parte de la compañía Intel, con un coste de casi 19.000 millones de euros. Las retroexcavadoras decoraban unas obras que se extendían a lo largo de cientos de hectáreas vacías y llanas. En un sencillo atril con el escudo presidencial, el presidente de EE UU, Joe Biden, habló de acabar con el término Rust Belt o "Cinturón de Óxido", tan popularizado en la década de 1980 en referencia al rápido declive del sector industrial en el Medio Oeste estadounidense.
Se trató de una marcha triunfal por parte del presidente tras la aprobación de varios hitos legislativos, empezando por el Proyecto de Ley de Infraestructuras (a finales de 2021). En total, tres nuevas y relevantes normas prometen cientos de miles de millones de euros en inversiones federales para transformar el panorama tecnológico del país. Si bien poner fin al término Rust Belt puede ser la típica exageración política, su mensaje se entiende bien: la ola de inversiones está destinada a reactivar la economía del país mediante la reconstrucción de su base industrial.
Las cantidades de dinero son asombrosas. Los proyectos de ley incluyen 550.000 millones de dólares (512.484 millones de euros) en nuevos gastos durante los próximos cinco años en la Ley de Inversión en Infraestructura y Empleo, 280.000 millones de dólares (260.901 millones de euros) en la llamada Ley CHIPS y Ciencia (que fue la que animó a Intel a seguir adelante con la construcción en Ohio) y otros aproximadamente 390.000 millones de dólares (363.398 millones de euros) para energía limpia en la Ley de Reducción de la Inflación. Entre estas inversiones se encuentra la financiación federal más potente para la ciencia y tecnología en décadas. Pero el mayor impacto a largo plazo de esta oleada legislativa podría provenir de su audaz adopción de una política industrial estatal; un asunto hasta ahora intocable en EE UU, por su alto voltaje político.
Eso supone intervenciones gubernamentales deliberadas, incluidos incentivos financieros e inversiones, que favorezcan el crecimiento en las industrias o tecnologías particulares, por ejemplo, por razones de seguridad nacional o para abordar algunos problemas como el cambio climático. Es algo parecido al apoyo de EE UU a la fabricación de semiconductores en la década de 1980 o a la creación durante la Guerra Fría de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa (DARPA), que condujo a internet y al GPS.
Sin embargo, durante décadas, los defensores del libre mercado han menospreciado la política industrial estatal como un temerario intento de elegir ganadores económicos. Desde principios de la década de 1980 y la era de Ronald Reagan, los políticos estadounidenses y muchos economistas de la corriente dominante la han venido despreciando. Pero en realidad, nunca desapareció del todo. El presidente Obama jugó con algunos de sus elementos al tratar de resucitar la fabricación en EE UU después de la recesión de 2008. El presidente Trump recurrió al mismo concepto en su Operación Warp Speed para movilizar a la industria en torno al desarrollo de las vacunas contra la COVID-19. Pero, en general, parecía algo extraño al pensamiento político estadounidense: es algo que hace China y que antes hacían Japón, Corea del Sur o Francia (¿nadie se acuerda del Concorde?).
Estados Unidos tiene mercados libres efectivos y productivos. Y, por supuesto, ahí está Silicon Valley, un motor de crecimiento económico que impulsa la economía hacia adelante. Todo lo que había que hacer es liberar ese motor flexibilizando las regulaciones y reduciendo los impuestos. O eso defendía la narrativa dominante.
Esa narrativa comenzó a desmoronarse mucho antes de que la pandemia de COVID-19 dejara en claro la necesidad de que el Gobierno ayude a impulsar los sectores industriales y las cadenas de suministro críticos. La fe inquebrantable en el libre mercado condujo a la globalización y, colateralmente, ayudó a destruir muchas de las industrias del país, especialmente en el sector manufacturero. Durante un tiempo, el argumento económico fue que no importaba dónde se fabricaran las cosas: los productos básicos baratos mejoraban el nivel de vida y EE UU se tenía que centrar en incrementar su producción de alta tecnología.
El problema es que el crecimiento de la alta tecnología ha sido limitado, anémico y distribuido de manera desigual. Se ha incrementado la desigualdad de ingresos. El Cinturón de Óxido y otras zonas del interior del país se vuelven cada vez están más herrumbrosas. A pesar de los impresionantes avances en inteligencia artificial (IA) y en otras áreas de alta tecnología, la prosperidad de la nación ha beneficiado en gran medida a las personas en solo unas pocas regiones. Los expertos, en general, identifican el auge de un puñado de ciudades superestrellas, incluidas San Francisco, Seattle y Boston, mientras el resto del país sufre. Quizás lo más revelador es que el crecimiento de la productividad, en especial la relacionada con la innovación (llamada productividad total de los factores o PTF), ha sido lento durante varias décadas en EE UU y en muchos otros países ricos.
Ya escribí sobre el fracaso de las tecnologías como las redes sociales y la inteligencia artificial para impulsar el crecimiento de la productividad a mediados de la década de 2010, en un artículo titulado "El falso auge tecnológico puede estar condenándonos al estancamiento económico". Desde entonces, la situación no ha mejorado, sino sigue perturbando la política estadounidense y alimentando un clima de malestar económico.
Lo que sí ha cambiado en la actualidad es que la nueva legislación, que fue aprobada con cierto grado de apoyo bipartidista en el Congreso estadounidense, indica un fuerte apetito en todo el espectro político para que el Gobierno de EE UU vuelva a comprometerse con la base industrial del país. Después de décadas de disminución de la inversión federal en I+D, que cayó del 1,2% del PIB a finales de la década de 1970 a menos del 0,8% en los últimos años, solo la Ley CHIPS y Ciencia autoriza unos 174.000 millones de dólares (162.131 millones de euros) para investigación en organismos como la Fundación Nacional de Ciencias.
Parte de la razón por la que la legislación recibió un apoyo tan amplio es que las disposiciones de financiación son una especie de test de Rorschach: algunos ven las medidas para defender los negocios tecnológicos nacionales críticos como la producción de los chips contra la amenaza de China, y para asegurarse de no perder la carrera global en áreas como la IA y la computación cuántica; mientras que otros lo que ven son los empleos verdes y los esfuerzos para abordar el cambio climático, además de una vuelta al reconocimiento posterior a la Segunda Guerra Mundial de que invertir en la ciencia e investigación es fundamental para el bienestar económico.
Aun así, a pesar de las diferencias en la motivación, la voluntad del Gobierno federal de adoptar una política industrial fuerte al menos brinda la oportunidad de repensar el papel que tiene el estado en la innovación. "No es solo una oportunidad, es una necesidad", según explica Dan Breznitz, profesor de la Cátedra de Innovación Peter J. Munk de la Universidad de Toronto (Canadá) y codirector de su Laboratorio de Políticas de Innovación. Este profesor cree que, después de varias décadas, ya es hora de que el Gobierno de EE UU vuelva a "comprender la importancia de fusionar la estrategia de innovación con la política industrial".
Del mismo modo, la Unión Europea, Corea del Sur, Japón, los países de Oriente Medio y otros miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) están "volviendo al redil de la política industrial estatal", según indica Dani Rodrik, economista de la Universidad de Harvard. "No es que la política industrial hubiera desaparecido, pero ahora está en el centro de la conversación", explica. En vez de sentirse avergonzados por ese tema, los políticos lo promocionan como una estrategia en la actualidad, según añade el experto.
Para otros economistas como Diane Coyle, experta en productividad y economía digital emergente, la necesidad de una política industrial para promover un crecimiento específico es obvia en un momento en el que la productividad está estancada, el cambio climático está llegando a un punto de crisis y la rápida digitalización de la economía está empeorando la desigualdad. "Es absolutamente necesaria una política industrial estatal para el tipo de economía que tenemos ahora", señala Coyle, que además es codirectora del Instituto Bennett para Políticas Públicas de la Universidad de Cambridge (Reino Unido). "Pero, por supuesto, el problema consiste en que es algo difícil y los gobiernos a menudo no lo hacen bien".
¿Qué pasa con Solyndra?
La conocida crítica de que la política industrial pide a los gobiernos que escojan a los ganadores, algo en lo que no son particularmente buenos, en realidad no resiste el escrutinio. Por cada Solyndra (la empresa solar que recibió una garantía de préstamo federal de 500 millones de dólares (466 millones de euros) antes de colapsar, y el ejemplo favorito de una desastrosa selección perdedora), hay un Tesla, financiado casi al mismo tiempo por un préstamo federal. Pero la crítica tiene algo de razón: la política industrial pública exige buenas elecciones políticas.
La legislación estadounidense aprobada el año pasado es realmente una amalgama de diferentes estrategias industriales y de innovación. Existe una política industrial clásica que destaca el apoyo a la industria de los chips; una política industrial verde en la Ley de Reducción de la Inflación (que a menudo se denomina proyecto de ley climático) que favorece en general a algunos tipos específicos de empresas, como los fabricantes de vehículos eléctricos; y, finalmente, otras opciones de inversión y políticas dispersas que apuntan a la creación de nuevos empleos. En general, las disposiciones más importantes (al menos según algunos economistas) son aquellas diseñadas para impulsar el apoyo federal a la I+D.
No hay una visión obvia y coherente que lo vincule todo.
Por ahora eso está bien, según opina el profesor de innovación y política pública de la Universidad de California en San Diego (EE UU) David Victor. "Es una especie de política industrial a la carta", resalta. Se basa en lo que es políticamente posible, apaciguando diferentes intereses, desde el trabajo a la industria, pasando por los activistas climáticos. Ahora bien, señala Victor, "necesitamos convertirlo en una política industrial lo más efectiva posible".
Un desafío será lidiar con las prioridades potencialmente conflictivas. Por ejemplo, los generosos incentivos fiscales del proyecto de ley sobre el clima para los vehículos eléctricos vienen con algunas condiciones. Los vehículos eléctricos se deben ensamblar en América del Norte. Los componentes de la batería también se deben fabricar o ensamblar en el subcontinente y los metales críticos que se utilizan en las baterías se deben extraer en EE UU o en sus socios de libre comercio. Eso podría impulsar la fabricación nacional a largo plazo, creando empleo y construyendo cadenas de suministro más fiables, pero también podría provocar un freno en la producción de vehículos eléctricos. Si eso ocurre, ralentizaría los esfuerzos para reducir las emisiones de carbono.
Otras compensaciones y opciones se avecinan a medida que el país aumenta sus inversiones en tecnología. Para ayudar a tomar mejores decisiones, Erica Fuchs, profesora de ingeniería y políticas públicas en Carnegie Mellon, junto con sus colaboradores, ha iniciado un proyecto piloto, financiado por la Fundación Nacional de Ciencias, que utilizará el análisis de datos avanzado y la experiencia interdisciplinaria de un equipo de investigadores universitarios para informar mejor a los responsables políticos sobre las decisiones tecnológicas.
El proyecto se denomina Red Nacional para la Evaluación de Tecnología Crítica y está pensado para proporcionar información útil sobre diferentes opciones con el fin de cumplir diversos objetivos geopolíticos y económicos. Por ejemplo, dada la dependencia de EE UU de China para el litio y de la República Democrática del Congo para el cobalto, y teniendo en cuenta los riesgos de esas cadenas de suministro, ¿cuál es el posible valor de las innovaciones en el reciclaje de baterías, las baterías alternativas (como las que no usan cobalto) o las tecnologías alternativas de extracción? Del mismo modo, existen dudas sobre qué partes de la fabricación doméstica de baterías son las más importantes para crear empleo en EE UU.
Aunque ya se había realizado bastante análisis para redactar la legislación, Fuchs cree que surgirán muchas más preguntas a medida que el Gobierno intente gastar los fondos asignados para alcanzar mejor los objetivos legislativos. Fuchs espera que el proyecto finalmente conduzca a una mayor red de expertos universitarios, de la industria y del Gobierno que brinden las herramientas para aclarar y cuantificar las oportunidades que surgen de las políticas de innovación de EE UU.
Una nueva historia
La nueva narrativa de que el Gobierno puede promover la innovación y usarla para fomentar la prosperidad económica es todavía un proceso en curso. Aún no está claro cómo se desarrollarán las diversas disposiciones en las diferentes leyes. Quizás lo más preocupante es que los grandes saltos en la financiación de I+D en la Ley CHIPS y Ciencias son simplemente autorizaciones, recomendaciones que el Congreso de EE UU deberá incluir en el presupuesto cada año de nuevo. Un cambio en el estado de ánimo político podría acabar rápidamente con esa financiación.
Pero quizás la mayor incógnita es cómo afectará la financiación federal a las economías locales y al bienestar de millones de estadounidenses que han sufrido décadas de pérdida de fabricación y de oportunidades laborales en declive. Los economistas han argumentado durante mucho tiempo que los avances tecnológicos son los que impulsan el crecimiento económico. Pero en las últimas décadas, la prosperidad resultante de tales avances se ha reducido en gran medida a unas pocas industrias de alta tecnología y ha beneficiado principalmente a una élite relativamente pequeña. ¿Se puede volver a convencer a la sociedad de que la innovación es capaz de conducir a una prosperidad generalizada?
Lo que preocupa es que, si bien la reciente legislación apoya firmemente la fabricación de semiconductores y una variedad de tecnologías limpias, estos proyectos de ley hacen poco para crear buenos empleos donde más se necesitan, según señala Rodrik, de la Universidad de Harvard. "En cuanto la rentabilidad", el economista señala que invertir en la fabricación avanzada y en los semiconductores "es una de las formas menos efectivas de crear buenos empleos" y añade que existe una "especie de nostalgia manufacturera" y la creencia de que la reconstrucción de este sector traerá de vuelta a la clase media. Pero eso es ilusorio, resalta, ya que la fabricación avanzada de hoy en día está altamente automatizada y las instalaciones suelen emplear a relativamente pocos trabajadores.
Rodrik propone lo que él llama una política industrial para buenos empleos que iría más allá de la manufactura y apuntaría al sector servicios, donde está la mayoría de los empleos en Estados Unidos, y con diferencia. Su idea es invertir en las nuevas tecnologías y en las empresas que mejorarían la productividad en los trabajos que durante mucho tiempo se consideraban poco calificados. Por ejemplo, el experto señala las oportunidades para aumentar las capacidades de las personas que trabajan en cuidados (un área en auge a medida que la población envejece), brindándoles herramientas digitales.
También deberíamos abandonar las pretensiones sobre el papel de Silicon Valley en la creación de una prosperidad generalizada. Hace poco más de seis años, escribí un artículo titulado "Querido Silicon Valley, olvide los coches voladores y denos crecimiento económico". Incluso con la llegada de la IA y los automóviles sin conductor, los economistas estaban preocupados por el lento crecimiento de la productividad. La incapacidad de Silicon Valley para desarrollar y comercializar los tipos de tecnologías e innovaciones que producen crecimiento en una amplia franja de la economía ha sido clara.
La industria tecnológica nos dio Zoom para sobrevivir a la pandemia, y Amazon realizó una ola de contrataciones, pero nada de esto condujo a una expansión económica generalizada. Todavía estamos esperando el tan anticipado auge de la productividad en toda la economía de la IA. En estos días, modificaría el mensaje anterior: Hay que olvidarse de Silicon Valley y buscar en otra parte la transformación económica.
¿De dónde vendrá esa transformación si no es de Silicon Valley y de otros centros de innovación? Aunque la legislación federal ha iniciado el debate sobre la política industrial y las estrategias de innovación, cualquier cambio real tendrá que ocurrir a través de los esfuerzos de las ciudades y los estados. Cada ciudad, según Breznitz, de la Universidad de Toronto, debe resolver las cosas por sí misma, creando estrategias de innovación que funcionen para sus ciudadanos teniendo en cuenta su base industrial, recursos educativos y tipo de fuerza laboral. Además, Breznitz advierte que las ciudades deben dejar de poner sus esperanzas en una estrategia esquiva de alta tecnología modelada en Silicon Valley.
"Doscientas ciudades en EE UU intentan parecerse a Silicon Valley. No sé por qué. Quizás es que nunca han estado en Silicon Valley", apunta Breznitz.
La clave, para este experto, consiste en reconocer que los inventos son solo una etapa de la innovación. Los gobiernos locales deben apoyar lo que el profesor llama innovación continua ayudando a las empresas e industrias locales a ofrecer productos y servicios mejorados y más baratos. Puede que no sea tan glamoroso como tener una idea novedosa para un nuevo negocio radical, pero así es como la mayoría de las empresas y regiones se vuelven más productivas y las localidades prosperan.
Llevará tiempo crear una narrativa convincente que gran parte del país acepte. Pero eso, según Victor de UCSD, es precisamente el objetivo de la política industrial: "Se empiezan a cambiar los hechos sobre el terreno. Se crean nuevas industrias y empleos. Y luego la política cambia".
Antes de que eso ocurra, por supuesto que muchas cosas pueden salir mal. El éxito de la política industrial depende de las decisiones coherentes y disciplinadas de los políticos. Cada uno puede decidir por sí mismo si cree que lo lograrán.
Pero una razón para renovar el optimismo es que las tecnologías actuales, especialmente la inteligencia artificial, la robótica, la medicina genómica y la computación avanzada, brindan grandes oportunidades para mejorar nuestras vidas, especialmente en las áreas como la educación, la atención médica y otros servicios. Si el Gobierno, a nivel nacional y local, puede encontrar formas de ayudar a convertir esa innovación en prosperidad en toda la economía, entonces realmente habremos comenzado a reescribir la narrativa política predominante.