A pesar de décadas de advertencias, hemos hecho muy poco para descubrir nuevos medicamentos capaces de evitar el enorme problema que se avecina. Afortunadamente, la crisis del coronavirus ofrece varias lecciones útiles para evitarlo, como la importancia de financiar la investigación básica
Era un día agradable y fresco de agosto de 2017 en las montañas del centro de Madagascar. Los pasajeros que subían sus maletas al minibús que salía de la pequeña ciudad de las tierras altas Ankazobe agradecían el frescor de la mañana. Iba a ser un viaje caluroso y sudoroso hasta la capital de la isla Antananarivo, de un millón de habitantes, a 100 kilómetros al sur, y luego a Toamasina (Madagascar), en la costa, a otros 350 kilómetros de distancia. Uno de los pasajeros, un hombre de 31 años, parecía incómodo. Había llegado para hacer una visita cuatro días antes, y ahora volvía a casa con fiebre, dolores y escalofríos.
No logró llegar a su hogar. Murió en el minibús después de pasar la capital. El conductor, presa del pánico, dejó su cuerpo en un hospital y continuó hacia la costa.
A los pocos días, 31 personas relacionadas con ese viaje y con el hospital enfermaron y cuatro murieron. Dos semanas después, una mujer sin vínculos conocidos con el viaje falleció en la capital tan densamente poblada. Poco después, los médicos descubrieron de qué habían muerto: peste. A principios de octubre, había 169 casos en todo el país. Al final del mes, eran más de 1.500.
Todos los años hay pequeños brotes de peste en Madagascar, transmitidos por pulgas que viven en ratas cuyo número aumenta tras la cosecha de arroz. Sin embargo, este brote no fue como los demás. Ocurrió antes de que terminara la cosecha. Se propagó principalmente en las ciudades, no en el campo. Y, lo más importante, no era peste bubónica, el tipo históricamente temido de la enfermedad, pero que en realidad no era muy contagioso. En cambio, era peste neumónica: altamente contagiosa, transmitida al toser y respirar, y que resulta letal en 24 horas si no se trata de inmediato.
Con 1,26 millones de euros en asistencia de emergencia y 1,2 millones de dosis de antibióticos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Madagascar logró contener la epidemia. Pero cuando se redujo, a finales de noviembre, había causado 2.348 casos y 202 muertes. Aun así, los epidemiólogos sabían que habían esquivado una catástrofe, no solo porque la enfermedad potencialmente fatal y de rápida propagación pudo haberse extendido por todo el mundo.
Veinte años antes, en un pequeño brote estacional, los investigadores malgaches y franceses descubrieron una cepa de la peste resistente a casi todos los antibióticos utilizados contra ella. Si esa cepa hubiera sido responsable del brote de 2017, la enfermedad habría sido intratable. El resultado pudo haber sido tan devastador como las epidemias de peste del pasado: la de Manchuria que se llevó la vida de 60.000 personas en China en 1910; la de Justiniano que desestabilizó el Imperio Bizantino en 540; la Peste Negra, que causó 50 millones de muertes y acabó con la mitad de la población de Europa.
Foto: Los voluntarios de la Cruz Roja hablan con los aldeanos sobre el brote de peste, a 48 kilómetros al oeste de Antananarivo en Madagascar, en octubre de 2017. A medida que aumentaban los casos en la capital de Madagascar, muchos habitantes de la ciudad entraron en pánico. Créditos: AP Photo / Alexander Joe
Una catástrofe así no habría sorprendido al círculo internacional de científicos que seguía la incesante lucha del mundo bacteriano contra los antibióticos que usamos para contenerlo. Aunque la COVID-19 llamó nuestra atención sobre la amenaza de los virus, los microbiólogos llevan mucho tiempo preocupados por el hecho de que hayamos olvidado la amenaza de las epidemias bacterianas y el peligro inminente de que las bacterias se vuelvan resistentes a los medicamentos de los que dependemos.
"La resistencia a los antibióticos puede no parecer tan urgente como la pandemia de coronavirus, pero es igual de peligrosa", afirmó en noviembre el director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, y la calificó como "una de las mayores amenazas para la salud de nuestro tiempo".
En 2014, el grupo de investigación Review on Antimicrobial Resistance, creado por el Gobierno británico, estimó (pdf) que cada año la resistencia a los antibióticos causa la muerte de 700.000 personas en todo el mundo, una cifra que en aquel entonces era espantosa, pero que parece pequeña en comparación con las pérdidas provocadas por la COVID-19. Pero los investigadores también predijeron que, si no se hacía nada, la tasa de mortalidad para 2050 alcanzaría a 10 millones de personas al año, casi tres veces el número de víctimas de la COVID-19 hasta ahora.
En otras palabras: la COVID-19 nos tomó por sorpresa, pero ya sabemos que se avecina otra crisis sanitaria y cómo lidiar con ella.
La respuesta a la COVID-19 muestra todo lo que se puede lograr cuando el foco, la determinación y grandes cantidades de dinero se dirigen a un solo objetivo. La pandemia reorganizó la práctica científica diaria, el ritmo de los ensayos clínicos y la voluntad de los gobiernos de proporcionar fondos para ese trabajo. Con un esfuerzo similar aplicado a la resistencia a los antibióticos, podríamos rediseñar los ensayos, crear nuevas redes de vigilancia para detectar los patógenos resistentes a medida que surgen y crear nuevas formas de financiar el desarrollo de fármacos.
O, de manera más simple: debemos tratar la resistencia a los antimicrobianos como una emergencia. Porque ya lo es.
Las matemáticas de los antibióticos
Resulta vertiginoso echar la vista 18 meses hacia atrás, antes del inicio de la pandemia, y recordar que la COVID-19 nunca se había visto y, por lo tanto, no había vacunas contra ella, por supuesto. Lo que hemos logrado hasta ahora (ocho vacunas aprobadas, casi 100 más en ensayos y más de 2.700 millones de dosis administradas en todo el mundo) solo ha sido posible porque se asignaron cantidades extraordinarias de fondos y se cambiaron las reglas para facilitar la producción de medicamentos.
El Gobierno de Estados Unidos otorgó 15.000 millones de euros a la Operación Warp Speed para financiar la investigación y producción de vacunas y tratamientos. Agilizó los ensayos clínicos, permitiendo que las vacunas salieran al mercado sin la aprobación total de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés). Y acordó comprar hasta 900 millones de dosis de vacunas de seis empresas si sus fórmulas pasaban el control de la FDA.
"La resistencia a los antimicrobianos puede no parecer tan urgente como la pandemia, pero es igual de peligrosa", Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud.
Esas subvenciones y promesas garantizaron ingresos a los fabricantes de vacunas, al tiempo que los liberaban de casi todos los riesgos financieros del desarrollo de fármacos. Los fabricantes de medicamentos a menudo hablan de que navegan por el "valle de la muerte", la difícil brecha de financiar entre hacer un descubrimiento prometedor y concluir los ensayos clínicos. La Operación Warp Speed colocó un puente colgante de seis carriles sobre ese valle.
Los fabricantes de antibióticos miran estas garantías con mucha ilusión. Resulta difícil obtener beneficios de antibióticos nuevos, incluso con los que podrían hacer frente a una pandemia bacteriana. Los antibióticos son más baratos que otros medicamentos, pero los hospitales y los médicos se sienten presionados a usarlos con prudencia para evitar que desarrollemos resistencia.
Estos dos fenómenos son los que hacen que los ingresos sean tan bajos que casi todas las empresas que desarrollaban antibióticos en el siglo XX han abandonado el sector. La última nueva familia de antibióticos fue producto de programas de investigación de grandes empresas que debutó en 2003.
El vacío que dejaron lo han llenado las pequeñas empresas de biotecnología, con poco personal y una pequeña cantidad de productos. A veces, no tienen ningún medicamento aprobado en producción, lo que los deja expuestos a un segundo valle de la muerte: el que existe entre obtener la licencia y conseguir suficientes ingresos para resultar sostenibles. La mayoría no lo logra. Desde 2018, varias pequeñas empresas que fabrican nuevos antibióticos, incluidas Achaogen, Aradigm, Melinta Therapeutics y Tetraphase Pharmaceuticals, han quebrado o vendido sus activos.
Las matemáticas que explican el fenómeno no son complicadas. Se necesitan hasta 1.260 millones de euros para llevar un antibiótico hasta su aprobación, pero la media de beneficios de un nuevo medicamento es de solo 38,54 millones de euros al año. La Review on Antimicrobial Resistance estima que un nuevo antibiótico no alcanza la rentabilidad hasta 23 años después de su desarrollo. Eso es 13 años después de salir a la venta, y solo dos años antes de que las versiones genéricas puedan competir con él. La mayoría de las pequeñas empresas simplemente no pueden permitirse esperar tanto tiempo.
"Los inversores lo ven y piensan: '¿Por qué debería invertir dinero en una empresa que no va a poder obtener un retorno de la inversión?'", resalta el que fue presidente y CEO de X-Biotix Therapeutics hasta que cerró sus programas de investigación en abril, Ramani Varanasi.
Operation Warp Speed resolvió ese problema para la COVID-19 lanzando dinero a los equipos de investigación que habían sobrevivido con migajas. La pregunta es si una Warp Speed para nuevos antibióticos podría encontrar apoyos para hacer lo mismo.
"La inversión para mantener túneles siempre se puede posponer, hasta el día en el que un túnel falle. La eficacia de los antibióticos es así: es algo valioso para toda la sociedad, y si no hacemos estas inversiones para mantenerlo, lo lamentaremos", afirma el profesor de derecho de la Universidad de Boston (EE. UU.) que fundó y dirige CARB-X, Kevin Outterson, la organización sin ánimo de lucro que ha reunido casi 420 millones de euros en fondos filantrópicos y gubernamentales para apoyar la investigación de antibióticos en etapa temprana.
La creciente resistencia
Los antibióticos datan del descubrimiento fortuito de Sir Alexander Fleming en 1928 de que una sustancia excretada por el moho en sus placas de laboratorio mataba las bacterias que había cultivado. El moho producía la versión cruda de la penicilina, que después de una década de investigaciones adicionales se convirtió en el primer antibiótico moderno.
Los antibióticos son moléculas complejas que interfieren en la reproducción celular de diversas formas: son compuestos fabricados por organismos para competir con otros organismos. Al adoptarlos para uso humano, la medicina entró en una batalla evolutiva interminable en la que las bacterias producían armas para luchar entre sí y desarrollaban defensas contra esas armas.
Fleming entendió esto. En 1945, tres años después de que la penicilina se distribuyera por primera vez a las tropas en la Segunda Guerra Mundial, predijo que, con el tiempo, la evolución bacteriana (la resistencia a los antibióticos) socavaría los nuevos medicamentos. En aquel entonces, su opinión era que el único remedio sería usarlos de manera conservadora, para que el mundo bacteriano tardara más en adaptarse.
Durante las primeras décadas tras la introducción de la penicilina, la adaptación bacteriana y el descubrimiento de fármacos se superaban mutuamente, manteniendo la capacidad de los antibióticos para tratar las infecciones frente a la habilidad de los patógenos para esquivarlas. Pero en la década de 1970, ese estallido de innovación de mediados del siglo se desvaneció.
Hacer antibióticos es difícil: los medicamentos deben ser no tóxicos para los humanos, pero letales para las bacterias, y deben usar mecanismos contra los cuales las bacterias peligrosas aún no han desarrollado defensas. Pero pasar de los antibióticos creados en la naturaleza a compuestos sintetizados en un laboratorio fue aún más difícil.
Mientras tanto, la resistencia se adelantó. El uso excesivo en la medicina, en la agricultura y en la acuicultura propagó los antibióticos por el medio ambiente y permitió que los microbios se adaptaran. Entre 2000 y 2015, el uso de los antibióticos reservados para las infecciones más letales casi se duplicó en todo el mundo. Los niveles de resistencia difieren según el organismo, el fármaco y la ubicación, pero el informe más completo realizado hasta la fecha, publicado en junio de 2021 por la OMS, muestra lo rápido que ha cambiado la situación.
Entre las cepas de bacterias que causan infecciones del tracto urinario, uno de los problemas de salud más comunes en el planeta, algunas eran resistentes a un antibiótico común hasta el 90 % del tiempo en algunos países; más del 65 % de las bacterias que causan infecciones del torrente sanguíneo y más del 30 % que causan neumonía también resisten uno o más tratamientos. La gonorrea, que antes era una infección fácil de curar y que causa infertilidad si no se trata, está desarrollando resistencia a todos los medicamentos que se usan contra ella muy deprisa.
Al mismo tiempo, los factores de resistencia, los genes que controlan la capacidad de las bacterias para protegerse, viajan por el mundo. En 2008, un hombre de origen indio fue diagnosticado en un hospital de Suecia con una cepa de bacteria portadora de un grupo de genes que le permitía resistir casi todos los antibióticos existentes. En 2015, los investigadores británicos y chinos identificaron un elemento genético en los cerdos, en la carne de cerdo en los supermercados y en los pacientes de hospitales en China que permitió que las bacterias eliminaran el efecto de un medicamento llamado colistina, conocido como antibiótico de último recurso por su capacidad de combatir las peores superbacterias. Esos elementos genéticos se han extendido por todo el mundo, pasando de una bacteria a otra.
Ante la difícil situación económica del desarrollo de fármacos, la investigación sobre antibióticos no se ha actualizado. En marzo, Pew Charitable Trusts analizó la variedad mundial de nuevos compuestos antibióticos. Aunque el grupo encontró 43 tipos en etapas de investigación preclínica o clínica, determinó que solo 13 estaban en fase 3, de los cuales, únicamente dos tercios tendrían probabilidades de obtener la licencia, y ninguno poseía la arquitectura molecular para actuar contra los patógenos más difíciles de tratar.
Lecciones de Warp Speed
Entonces, ¿cómo sería una Operación Warp Speed para la resistencia a los antibióticos? La creación de antibióticos necesita un impulso en varias áreas clave: la investigación básica, el diseño de ensayos y los incentivos posteriores a la aprobación. Afortunadamente, la respuesta global a la COVID-19 generado un precedente para las tres.
El primer paso sería apoyar la investigación básica a largo plazo. Las vacunas de Moderna y de Pfizer-BioNTech estaban listas en menos de un año desde que se identificó el primer contagio humano. Pero ese resultado provino de 10 años de investigación básica previa sin ninguna enfermedad específica en mente. Cuando apareció la COVID-19, Warp Speed llevó la vacuna de Moderna a la línea de meta con fondos adicionales para la investigación. (Pfizer no recibió apoyo para la investigación de Warp Speed, pero ambas empresas obtuvieron fondos para fabricación y producción).
La mayor parte de los fondos para la investigación inicial de antibióticos proviene de un mosaico de inversiones y filantropía. Entonces, la primera lección de la respuesta a la COVID-19 podría ser que la investigación básica sobre compuestos antibióticos necesita más apoyos, distribuidos de manera más amplia, porque nadie sabe qué equipo de investigación será el próximo BioNTech o Moderna.
La respuesta a la COVID-19 demostró la voluntad de los reguladores de hablar con las empresas y modificar los procedimientos de ensayos para obtener un resultado más rápido. Los cambios incluyeron permitir que los ensayos clínicos eliminaran los componentes del placebo, por ejemplo, o que los participantes supieran qué compuestos recibieron. Los ensayos de antibióticos pueden tener dificultades para reclutar suficientes pacientes, por lo que la idea de ensayos simplificados o más pequeños (como el tipo autorizado para medicamentos para enfermedades raras, por ejemplo) podría marcar la diferencia para mantener la financiación de un programa de investigación.
Los desarrolladores de antibióticos hablan de incentivos tipo "empujar" y "tirar". Los empujes proporcionan fondos suficientes para impulsar un programa de investigación de antibióticos hasta el punto de aprobación; los tirones contribuyen con un segundo tramo de financiación para un nuevo medicamento durante la comercialización posterior a la aprobación, los costes de inspección y la disminución de las ganancias hasta alcanzar la rentabilidad. La mayor parte de los fondos destinados a la investigación actual de antibióticos son incentivos de empuje, diseñados para impulsar la investigación.
Pero Warp Speed era a la vez "empujar" y "tirar": no solo incluía apoyo a la investigación, sino también fondos para ampliar la fabricación y garantías de que las vacunas se comprarían. Esa estructura de financiación de dos niveles podría establecer un modelo para apoyar los nuevos antibióticos durante el tiempo suficiente hasta encontrar el equilibrio económico.
"Se trata de productos comerciales, pero también son bienes de salud pública que necesitamos para seguir siendo aptos. Se supone que deben representar una protección como estar detrás de un vidrio. Pero eso significa que no hay un retorno de la inversión con sentido, por lo que hay que hacer algo que capture su valor sin poner la responsabilidad en el mercado comercial", destaca la vicepresidenta de Enfermedades Infecciosas y Política de Diagnóstico de la organización de la industria BIO, Phyllis Arthur.
Hay propuestas que canalizarían más dinero a los fabricantes de antibióticos, pero sin la urgencia de un acontecimiento tan apocalíptico como la pandemia de COVID-19, aún no han ganado suficiente apoyo público o político para su lanzamiento.
En EE.UU., hay varias leyes que podrían ayudar a la espera de su análisis en el Congreso. Una de ellas, denominada Ley DISARM, tiene como objetivo mejorar el mercado de antibióticos de nueva producción mediante la creación de incentivos económicos que animen a los hospitales a comprarlos y utilizarlos. Actualmente, el reembolso del Gobierno por la atención hospitalaria alienta a las instituciones de atención médica a usar primero los medicamentos menos costosos y si la primera ronda no funciona, entonces pasar a los más nuevos y más caros, y esa situación fomenta la resistencia sin que los fabricantes obtengan los ingresos por ventas que necesitan.
Debemos tratar la resistencia a los antimicrobianos como una emergencia. Porque ya lo es.
Los creadores de la segunda propuesta de ley, conocida como Ley PASTEUR, la han denominado como el "Netflix para antibióticos". Propone pagos federales a las empresas que producen antibióticos novedosos, como una forma de garantizar la disponibilidad de los medicamentos en el futuro. (La ley se basa en parte en un modelo de suscripción a los antibióticos introducido el verano pasado por el Gobierno de Reino Unido, que pagaría cantidades globales a las empresas al inicio de los programas de investigación de antibióticos a cambio de un acceso garantizado a los medicamentos cuando se desarrollen)
Pero, de la misma manera que la Operación Warp Speed abrió la puerta a más asignaciones (la administración de Biden asignó casi 420 millones de euros en marzo a un nuevo centro nacional para pronosticar posibles epidemias, por ejemplo), la comprensión de que somos cada vez más vulnerables a las infecciones bacterianas podría inspirar acciones más audaces. Los gobiernos podrían planificar nuevos antibióticos igual que los militares planifican nuevos aviones y tanques, proporcionando el armamento para campos de batalla imaginarios con contratos que van varios años por delante en el futuro.
El director médico del Centro Médico del Condado de Los Ángeles + Universidad del Sur de California (EE. UU.), Brad Spellberg, propone un modelo diferente para el desarrollo de antibióticos: dotar a las organizaciones sin ánimo de lucro que desarrollarían nuevos compuestos continuamente pero no pagarían los gastos de los ensayos clínicos.
Cree que las empresas que buscan beneficios deben centrarse en obtener la aprobación de un único medicamento cada vez, pero para vencer la resistencia, la sociedad necesita varios y un suministro predecible de los nuevos. El experto explica: "Necesitamos un goteo constante y lento cada pocos años de las nuevas moléculas necesarias, para que cuando haya un patógeno nuevo y emergente, se pueda sacar un fármaco del conjunto y hacer ensayos clínicos rápidos, de la misma manera que se ha hecho con la COVID-19".
Sin embargo, es posible que la idea más audaz que ha inspirado la respuesta a la COVID-19 no sea invertir en la fabricación de medicamentos, sino en las personas que los fabrican. Cuando los grandes fabricantes de antibióticos abandonaron el campo y las pequeñas empresas cerraron, los equipos que realizaban ese trabajo se fragmentaron y perdieron; casi todos los antibióticos que consumimos hoy en día fueron desarrollados por personas que se han jubilado desde entonces, y pocos investigadores trabajan en sustituirlos.
"Si un joven científico prometedor analiza los grandes problemas que puede abordar, y entiende que tienen que ser financiados de alguna manera, elegir la resistencia a los antimicrobianos como camino a seguir es casi un suicidio profesional", admite el director del Instituto Michael G. DeGroote para la Investigación de Enfermedades Infecciosas de la Universidad McMaster (EE. UU.), Gerry Wright.
Si la primera lección de la respuesta a la COVID-19 fue la importancia de financiar la investigación básica a lo largo del tiempo, tal vez la última debería ser la de encontrar a los investigadores, para esta pandemia y también para la próxima.
Wright subraya: "Si tuviera que hacer algo grande, invertiría en la gente. En los estudiantes de posgrado, posdoctorados, profesores asistentes, profesores asociados. En pagar sus salarios. Darles dinero para que se arriesguen, porque solucionar este problema significará correr enormes riesgos. No hay falta de cerebros. Es solo falta de oportunidades".
Una advertencia discreta
A mediados de junio, las muertes la COVID-19 en EE. UU. superaron las 600.000. En todo el mundo, el número de fallecidos ya roza los cuatro millones y el de casos supera los 180 millones.
Entre esos enormes números, hubiera sido fácil perderse una pequeña noticia que también se publicó a mediados de junio. En la provincia de Ituri, en la esquina noreste de la República Democrática del Congo, las autoridades sanitarias anunciaron que 19 personas habían enfermado y 11 habían muerto. Tenían peste neumónica, la misma enfermedad que había causado la muerte de cientos de personas en Madagascar hace cuatro años. Las muestras tomadas de las víctimas se enviaron a un laboratorio regional, según el comunicado, pero no hubo una notificación inmediata de lo que podrían mostrar.
En la avalancha de terror y dolor provocada por la COVID-19, la noticia apenas recibió atención. Pero debería ser un recordatorio de que estos pequeños brotes también pueden provocar pandemias mundiales. La COVID-19 nos tomó por sorpresa; permitir que la resistencia a los antibióticos haga lo mismo depende de nosotros.