Los proyectos de ciudades inteligentes de las tecnológicas se centraron en vender sus productos en lugar de mejorar las urbes. La pandemia y el tiempo han demostrado que este enfoque no sirve y que ha llegado la hora de preguntar qué es lo que de verdad necesitan las ciudades y sus habitantes
Los proyectos tecnológicos de urbanismo llevan mucho tiempo intentando mejorar la gestión de las ciudades: organizar sus ambigüedades, reducir sus imprecisiones y predecir o dirigir su crecimiento y declive. Los últimos proyectos de "ciudades inteligentes" (smart cities) tienen mucho en común con los anteriores. Una y otra vez, estas iniciativas prometen "soluciones" novedosas a los "problemas" urbanos.
Pero se exagera bastante en la creencia de que la tecnología brindará un valor sin precedentes a las áreas urbanas. Las posibilidades son tan amplias que a veces parecemos incapaces de medir, evaluar y tomar decisiones al respecto. El mensaje a las ciudades es: no saben con qué están lidiando, pero no deberían quedarse atrás.
Sin embargo, después de una década de proyectos piloto y llamativas demostraciones, todavía no está claro si las tecnologías para las ciudades inteligentes podrán resolver o mitigar los desafíos a los que se enfrentan las urbes. Gran parte de los avances en nuestros problemas urbanos más urgentes, como el acceso a banda ancha, a vivienda asequible y al transporte público, podrían ocurrir con mejores políticas y más fondos. Estos problemas no necesariamente se solucionan con nuevas tecnologías.
Lo que sí está claro es que las empresas tecnológicas están asumiendo cada vez más responsabilidades administrativas y de infraestructura que durante mucho tiempo estuvieron en manos de los gobiernos. Si queremos que las ciudades inteligentes no aumenten las desigualdades urbanas, debemos comprender dónde estos proyectos crearán nuevas oportunidades y problemas y quiénes podrían salir perdiendo como resultado. Y para eso, hay que empezar analizando detenidamente cómo han funcionado las ciudades hasta ahora.
El bum de las ciudades inteligentes
El interés por las "smart cities" comenzó en 2010 con el Smarter Cities Challenge de IBM. La empresa se comprometió a regalar tecnología por valor de millones de dólares a las ciudades que quisieran actualizar su infraestructura. Entre otras cosas, esa iniciativa estableció un enfoque altamente competitivo para la innovación urbana que enfrentó a las ciudades entre sí, ya que intentaban hacerse con los productos y servicios gratuitos del sector privado.
En la década de 2010 apareció una ola de este tipo de concursos, patrocinados por corporaciones que elegían a ciudades para albergar sus proyectos piloto. Muchas organizaciones filantrópicas, incluidas Bloomberg Philanthropies y la Fundación Rockefeller, lanzaron ideas similares. Y en 2015, el Departamento de Transporte de EE. UU. utilizó este mismo método para su Smart City Challenge, seleccionando a la ciudad Columbus entre las 78 que se postularon para servir como campo de experimentación para la tecnología de transporte.
Muchas de estas primeras iniciativas fueron asociaciones entre empresas tecnológicas y las ciudades con el fin de mejorar los grandes sistemas urbanos de transporte, energía, residuos o comunicaciones. Las empresas de hardware, software, servicios comerciales y conectividad formaban alianzas para ofrecer soluciones para todo el sistema.
La que AT&T lanzó en 2016 fue emblemática. La empresa se asoció con Cisco, Deloitte, Ericsson, GE, IBM, Intel y Qualcomm en Atlanta, Chicago y Dallas (todas en EE. UU.). El objetivo era desarrollar sistemas de ciudades inteligentes compuestos por un paquete completo de productos y servicios integrados. Este modelo de consorcio liderado por la industria dejó poco espacio para las pequeñas empresas y las start-ups.
Prácticamente ninguno de esos proyectos ha conseguido adaptar las "soluciones" tecnológicas a las necesidades de las propias ciudades y regiones.
Mirando hacia atrás, esa primera fase se ve muy diferente a la actual. En 2021, una mayor diversidad de empresas exploraba una variedad más amplia de modelos de negocios y estrategias de marketing, incluidos Civiq Smartscapes (que vende infraestructura de red de comunicaciones), Nordsense (redes de sensores integrados para la gestión de residuos), Soofa (quioscos de información y orientación) y UrbanFootprint (la plataforma y servicio de análisis de mapas). Sin embargo, estos nuevos proyectos generalmente están menos centrados en construir sistemas para toda la ciudad o en mejorar la infraestructura física que en desarrollar nuevos servicios digitales para un sector concreto o apps dirigidas a los propios ciudadanos.
Esto pone de relieve un cambio en los modelos de negocio y en la estrategia tecnológica. También subraya el mayor desafío para el sector tecnológico: no era desarrollar las tecnologías en sí mismas, sino comprender el mercado de los proyectos para las ciudades inteligentes y el contexto en el que se desarrollarían.
Muchos de estos proyectos han sido impulsados por empresas tecnológicas acostumbradas a crear sus propios mercados para productos emergentes. Pero prácticamente ninguno de esos proyectos ha conseguido adaptar las "soluciones" tecnológicas a las necesidades de las propias ciudades y regiones.
Cuando analizamos las ciudades inteligentes en el contexto de los proyectos previos de tecnología urbana, está claro que esta lucha no es nueva, pero tiene un sabor diferente. En las oleadas de antes, otras industrias con distintos intereses también impulsaron la innovación urbana: la industria automotriz, la del cemento, los fabricantes de acero, el sector ferroviario, los desarrolladores inmobiliarios y otros. El sector tecnológico es simplemente la industria del momento que intenta dirigir los proyectos e influir en las prioridades públicas.
La ciudad no es el cliente
Los planificadores urbanos llevan mucho tiempo debatiendo cuál sería la mejor manera de integrar las nuevas tecnologías en el entorno construido. El cambio suele ser difícil, problemático y costoso. Los proyectos demasiado grandes o se realizan demasiado rápido generan rechazo político y turbulencia económica.
El enorme impulso de la ciudad de Nueva York (EE. UU.) por las carreteras, puentes y renovación urbana a mediados del siglo XX, por ejemplo, provocó una reacción negativa contra los "grandes planes" que persiste hasta hoy. El legado de Cross Bronx Expressway ocupa un lugar de mucho peso en la memoria colectiva de los planificadores urbanos, y se reaviva cuando cada generación retoma el libro The Power Broker, la biografía clásica escrita por Robert Caro sobre el poderoso administrador público Robert Moses, que estaba detrás de gran parte de la transformación de Nueva York de mediados del siglo pasado. Su nombre se ha convertido en sinónimo de la demolición de barrios vibrantes para dejar espacio a las carreteras.
Desde entonces, hemos conseguido avances sustanciales. La participación de la población en la planificación urbana se ha convertido en la norma y no la excepción. Los ciudadanos a menudo ayudan a establecer las prioridades y definir la escala y el alcance de los proyectos urbanos a través de unidades de planificación de los barrios, reuniones públicas, plataformas online y circulares de correo electrónico. Esto no ocurre para todos los proyectos, ni siempre, y las tensiones entre los planificadores tecnocráticos y los grupos de desarrollo comunitario aún persisten. Pero ya no es como en la década de 1960.
No obstante, no han sido los planificadores urbanos quienes han impulsado la tendencia de las ciudades inteligentes sino el sector tecnológico, cuyas normas y objetivos son muy diferentes. Los bancos de pruebas y la experimentación son comunes en tecnología, pero incómodos para las ciudades, por ejemplo. En el mejor de los casos, las ciudades adaptan las complicadas redes de los sistemas sociotécnicos nuevos y antiguos para que funcionen en un lugar concreto para las comunidades con diferentes culturas, intereses y prioridades. Pero para el sector tecnológico, tal variación local desafía toda la idea de crear un sistema operativo urbano escalable.
Foto: En épocas anteriores, las asociaciones entre las ciudades e industrias trajeron inversiones en los proyectos de infraestructura como la Arteria Central de Boston (EE. UU.), actualmente Rose Fitzgerald Kennedy Greenway. Créditos: Greenway Conservancy
Y para las ciudades, especialmente las de EE. UU., competir con otras por la inversión privada desencadena una carrera hacia el fondo en la que las agencias públicas compiten por ganar nuevas tecnologías que no encajan bien con los sistemas o procesos técnicos que ya tienen. La mayoría experimentó la locura de las ciudades inteligentes de la década de 2010 con una sensación de ansiedad: se unieron por un lado porque temían quedarse atrás en la batalla por la clase creativa y la nueva economía de la innovación y, por el otro, porque pensaban que las nuevas tecnologías podrían proporcionar soluciones reales.
Todo esto quiere decir que, en muchos sentidos, la ciudad ya no es el cliente principal de las empresas de smart cities. Más bien, funciona como espacio de innovación que el sector tecnológico utiliza para crear prototipos de productos y distribuir sus servicios. Para la industria, las ciudades son principalmente los lugares donde viven sus clientes.
Un enfoque más 'light'
En las épocas anteriores, las asociaciones entre ciudades e industrias dieron lugar a nuevas carreteras, puentes, edificios, parques e incluso barrios enteros. Estos cambios, desde los extensos suburbios hasta el enorme sistema de autopistas interestatales de la era Eisenhower (todo en EE. UU.), generaron muchas críticas. Pero por lo menos han supuesto una inversión real en el entorno construido.
Hoy en día, en cambio, las ciudades como Toronto (Canadá) se han alzado contra las iniciativas de ciudades inteligentes a gran escala que proponen cambios en la infraestructura física, y muchas empresas tecnológicas se han orientado hacia proyectos "más light". Entre ellos, son populares los servicios inteligentes como las apps de transporte compartido y entrega de comida, que recopilan una gran cantidad de datos, pero no modifican la ciudad físicamente.
Uno de los grandes problemas consiste en que los proyectos para ciudades inteligentes, en sus múltiples manifestaciones, no miran hacia atrás para ver qué se debe modificar, adaptar, desarrollar o deshacer. Funcionalmente, las ciudades se asientan sobre unas capas de sistemas interconectados (y a veces desconectados). Si nos paramos en cualquier esquina de una calle del centro, veremos infraestructuras nuevas y viejas (semáforos, postes de luz) instaladas en diferentes momentos por distintos motivos, tanto por las agencias públicas como por empresas privadas. (Las regulaciones también varían ampliamente entre las jurisdicciones: en EE. UU., por ejemplo, los gobiernos locales tienen el control del uso del terreno muy específico). Pero la mayoría de los proyectos actuales no están diseñados para ser retrocompatibles con los sistemas urbanos existentes. La idea de las ciudades inteligentes está enfocada hacia el futuro, al igual que el propio sector tecnológico.
Las intervenciones "light", más populares actualmente, flotan por encima de la complejidad del paisaje urbano. Se basan en las plataformas existentes: las mismas carreteras, las mismas casas, los mismos coches. Estos modelos de negocio exigen (y ofrecen) pocas actualizaciones y minimizan la necesidad de las empresas tecnológicas de negociar con los sistemas establecidos. Soofa, por ejemplo, anuncia que sus quioscos de orientación inteligente se pueden instalar con solo "cuatro tornillos en cualquier superficie de hormigón". Pero estas pantallas apenas se integran con el sistema de transporte ya existente de una ciudad, y mucho menos lo mejoran.
Las tensiones que desencadenan estos modelos de negocio son en gran medida regulatorias, no físicas: son invisibles para un observador. La privatización de la ciudad, de sus servicios y espacios públicos ha hecho posible que las empresas accedan y utilicen datos que los gobiernos locales recopilan sobre sus ciudadanos. Los puntos calientes se convierten en problemas de derechos sobre el uso de los datos en vez de derechos de paso.
La COVID-19 puso en evidencia a las 'smart cities'
Muchos han especulado sobre las consecuencias de la pandemia de coronavirus (COVID-19) en las ciudades. Algunos argumentan que la gente se irá a las afueras; otros predicen un compromiso renovado con los espacios públicos. De una forma u otra, la COVID-19 ha demostrado que la falta de inversión en infraestructura crítica es un problema agudo y crónico.
Los presagios de este desastre fueron algunos problemas urbanos trágicos, pero de una manera limitados, como la crisis en Flint (EE. UU.), donde en 2014 un cambio en el suministro de agua de la ciudad provocó que las tuberías filtraran plomo al agua potable, un error en la infraestructura que desencadenó una emergencia de salud pública.
Antes de 2020, la gente podía pensar que tales cosas solo suceden en otros sitios. Pero la pandemia demostró que los sistemas, como el de salud pública, pueden fallar en cualquier lugar e incluso en todas partes a la vez. Y ha mostrado que los proyectos de ciudades inteligentes de una década no se centraron en mejorar la infraestructura urbana existente. Se trataba más de desarrollar un mercado para los equipos y servicios tecnológicos y los datos que generan.
El único futuro viable para la tecnología de ciudades inteligentes implica abordar algunos temas difíciles que el sector tecnológico a menudo ha evitado: las preguntas sobre qué avances servirían mejor a las propias ciudades.
La pandemia ha desestabilizado una tregua laxa entre las ciudades y el sector tecnológico que las necesitaba como socias para probar sus productos. La utilidad de los proyectos piloto diseñados para los espacios urbanos compartidos (tanto privados como públicos), como los quioscos de orientación y los contenedores de basura con wifi, empezó a disminuir abruptamente a medida que la gente evitaba las zonas de más tráfico.
Muchas de las historias de éxito de las "ciudades inteligentes" más visibles de la última década fueron en realidad servicios compartidos basados en software, como el transporte compartido, el uso compartido de coches, del hogar y los espacios de coworking. Esos servicios se han utilizado poco durante la pandemia. Mientras tanto, los servicios compartidos que más necesitan las personas siguen siendo el agua potable, las comunicaciones de urgencia, la calefacción y la electricidad fiables, el transporte flexible y los sistemas de salud pública receptivos.
El potencial de la tecnología para crear ciudades más sostenibles, equitativas y resistentes sigue siendo muy real. La lección de la última década es que el énfasis en "ciudades inteligentes" estaba en la palabra equivocada. La atención debe estar puesta en las ciudades.
Siempre estamos tomando decisiones sobre cómo organizar las ciudades y la economía para generar los resultados que queremos. Pero son la economía y la política, mucho más que la tecnología, las que determinan quién se beneficia de los sistemas que elegimos (y quién los paga) y en qué condiciones.
Dicho esto, la disponibilidad de soluciones técnicas ciertamente influye en nuestras elecciones sobre lo que es posible y lo que preferimos. Pero incluso esas opciones son muy variables y reflejan nuestras prioridades locales. El único futuro viable para la tecnología de ciudades inteligentes implica abordar algunos temas difíciles que el sector tecnológico a menudo ha evitado: las preguntas sobre qué avances servirían mejor a las propias ciudades.
Hay que entender que el futuro exigirá tres cosas. En primer lugar, los creadores de la tecnología de ciudades inteligentes deben aprovechar el conocimiento especializado del contexto local. La segunda necesidad es un marco para la gobernanza de datos: acuerdos sobre cómo se recopilan, comparten y utilizan los datos. Y finalmente, la participación ciudadana es fundamental. En resumen, el camino a seguir consiste en responder a las necesidades de la comunidad, no a los intereses de la industria.