Tecnología y Sociedad
Es hora de que la innovación alimentaria sirva a las personas, no a las empresas
Nuevas tecnologías, como la edición genética, han aumentado la producción y la eficiencia de los alimentos, pero estos beneficios se han concentrado en los gigantes de la industria en lugar de garantizar la seguridad alimentaria y la sostenibilidad. La pandemia ha demostrado que la situación debe cambiar
No será fácil olvidar cómo el acceso a la comida se convirtió en una gran preocupación al principio de la pandemia de coronavirus (COVID-19): estantes de supermercado vacíos, escasez de productos y el acopio generalizado se convirtieron en una realidad alarmante en todo el mundo.
Mientras distintos gobiernos trataban de tranquilizar a sus ciudadanos asegurando de que se trataba de una situación "temporal", aparecían desconcertantes noticias sobre agricultores que destruían los cultivos en sus campos, productores de leche que la vertían en alcantarillas, y cierres de fábricas de envasado de carne. Al mismo tiempo, las colas de los comedores sociales y los bancos de alimentos no dejaban de crecer.
Resulta que estos comportamientos son consecuencia de las particularidades de nuestro sistema alimentario. Resultaba más barato destruir los cultivos que cosecharlos y procesarlos cuando los compradores al por mayor, como las escuelas y servicios de hostelería y restauración, cancelan las compras. Las lecherías creadas para vender grandes cantidades de leche no estaban equipadas para cambiar sus máquinas de embalaje al envase del tamaño del consumidor. Las fábricas de procesamiento de carne aceleraron su ritmo para satisfacer la demanda, pero esa situación requería juntar el máximo número posible de trabajadores en líneas de producción. Como era de esperar, muchos enfermaron y las plantas de todo el mundo se vieron obligadas a cerrar.
El impacto de la primera ola del virus reveló el funcionamiento interno de nuestro interconectado sistema de producción y suministro de alimentos, y sus puntos débiles, a muchos de nosotros que nunca habíamos dudado de él. Ese sistema representa, claramente, el resultado de varias décadas de avances tecnológicos, desde las redes de transporte y refrigeración extendidas por todo el mundo hasta los mercados de productos básicos (que funcionan con internet de alta velocidad y con una enorme infraestructura de computación en la nube) que proporcionan el capital para que todo funcione bien.
Aunque, a medida que la pandemia sigua avanzando, aún podría haber más sorpresas desagradables para millones de personas en todo el mundo, este momento nos ofrece la oportunidad de analizar cómo hemos llegado a este punto y cómo podríamos cambiar las cosas para mejor.
El coste de crecer
El sistema alimentario moderno es consecuencia de las fuerzas inherentes al capitalismo de libre mercado. Las decisiones sobre dónde invertir en la investigación tecnológica y dónde aplicar sus frutos se han guiado por el impulso hacia una eficiencia, productividad y beneficios cada vez mayores.
El resultado ha sido una tendencia duradera y constante hacia una mayor abundancia. Tomemos como ejemplo la producción de trigo: gracias al transporte ferroviario, a la introducción de mejores equipos y a la adopción de variedades de mayor rendimiento, la producción en EE. UU. se triplicó entre las décadas de 1870 y 1920. De manera parecida, la producción de arroz en Indonesia se triplicó en 30 años después de la incorporación de los métodos mecanizados de alto insumo de la Revolución Verde a principios de la década de 1970.
Pero, como todos sabemos, la sobreproducción en EE. UU. a principios del siglo XX provocó una erosión generalizada del suelo y el fenómeno conocido como Dust Bowl. El constante avance hacia mayores cosechas se logró gracias al uso de grandes cantidades de fertilizantes y pesticidas, así como al descarte de variedades de cultivos locales que se consideraban desfavorables.
Las tierras cultivables se concentraron en manos de unos pocos actores importantes; Estados Unidos en 2000 tenía aproximadamente una tercera parte del número de las granjas que había en 1900, y de media eran tres veces más grandes. En el mismo período, la proporción de la fuerza laboral estadounidense empleada en agricultura se redujo de algo más del 40 % a alrededor del 2 %. Las cadenas de suministro se fueron optimizando para aumentar su velocidad, reducir los costes y obtener mayores retornos de la inversión.
La disponibilidad, la accesibilidad y la asequibilidad de los alimentos industriales ha tenido un gran peso en la reducción de la inseguridad alimentaria en todo el mundo.
Los consumidores estaban contentos de poder disfrutar de las comodidades ofrecidas por estas tendencias, aunque también hubo algo de rechazo. Los productos que se distribuyen globalmente pueden parecer desalmados, alejados de la tradición gastronómica local y de los contextos culturales; es posible encontrar arándanos en pleno invierno y la misma marca de patatas fritas en distintos rincones remotos del planeta.
Como reacción, las personas más ricas ahora buscan la "autenticidad" y recurren a la comida para manifestar su identidad. Han surgido dudas o críticas directas a la tecnología dentro del llamado movimiento por la alimentación, junto con la adopción frecuente y acrítica de las fantasías pastorales que a veces reflejan las preferencias de los consumidores más ricos (y a menudo más blancos).
Tales actitudes ignoran algo obvio: la disponibilidad, la accesibilidad y la asequibilidad de los alimentos industriales han tenido un gran peso en la reducción de la inseguridad alimentaria en todo el mundo. El número de personas que padece desnutrición se redujo de alrededor de 1.000 millones en 1990 a 780 millones en 2014 (aunque ahora el hambre está aumentando nuevamente), mientras que la población mundial creció en 2.000 millones en el mismo período.
Criticar la producción masiva de alimentos per se es un error. Por supuesto que se trata de una labor defectuosa que produce una gran cantidad de alimentos ricos en calorías y pobres en nutrientes. Pero, no está pensada para arruinar nuestro planeta y nuestro bienestar. No lo hará si tomamos decisiones teniendo en cuenta otros factores además de las ganancias.
El valor de los valores
El cierre de los mataderos y de las fábricas de envasado de carne en respuesta a la COVID-19 causó problemas de distribución, lo que obligó a los agricultores a sacrificar y deshacerse del ganado, al que resultaba demasiado caro alimentar sin poder asegurar las ventas. Esto es lo que pasa cuando un sistema organizado para la eficiencia, productividad y ganancias choca contra un gran imprevisto.
No obstante, la tecnología no es intrínsecamente contraria a la sostenibilidad y a la resiliencia. De hecho, muchos de los problemas comúnmente atribuidos a la tecnología en el sistema alimentario derivan del marco jurídico y económico en el que se desarrolla. La propiedad intelectual es un tema central en este campo; los propietarios de patentes han utilizado sus patentes casi exclusivamente para maximizar la rentabilidad, en vez de mejorar la seguridad alimentaria y la calidad de los alimentos.
La modificación genética es un gran ejemplo. En la mayoría de los casos, sus técnicas se han aplicado a los cultivos comerciales como el trigo, la soja y el maíz, producidos en grandes cantidades y comercializados internacionalmente. El objetivo resulta claro: aumentar los rendimientos, aunque eso requiera más pesticidas y fertilizantes, que suelen patentar las mismas empresas que poseen las patentes de los organismos modificados genéticamente (OMG).
Sin embargo, esa inversión en la modificación genética y en la agrotecnología no existe en muchos cultivos que sirven como alimentos básicos para millones de pequeños agricultores en todo el mundo, desde el taro o malanga en las islas del Pacífico, Asia meridional y África occidental hasta la yuca en América Latina y grandes áreas de África.
Si las tecnologías genéticas se aplicaran a esos cultivos con el objetivo de garantizar la seguridad alimentaria en vez de las beneficios, se podrían usar para crear una agricultura local más fuerte y resistente y un sistema alimentario más saludable. Pero la realidad no es así, porque eso no generaría beneficios suficientemente altos para atraer el interés del sector biotecnológico privado. Para empeorar aún más la situación, muchos países de bajos ingresos también se han visto obligados históricamente a aceptar acuerdos comerciales y financieros del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que abren sus mercados a esos cultivos comerciales muy globalizados, independientemente de las costumbres y necesidades de los agricultores o consumidores.
El camino a seguir requiere tomar decisiones que alineen los avances tecnológicos con las causas de la sostenibilidad, la resistencia al impacto, y con el bienestar de las personas, y no simplemente con los objetivos de las grandes corporaciones.
Pero, la mayoría de los debates sobre los OGM se centran en su supuesto peligro para la salud humana (algo sobre lo que no hay mucha evidencia científica), más que en la forma en la que inclinan el campo de juego contra los pequeños agricultores y las comunidades a las que alimentan. En resumen, al centrarnos en los problemas tecnológicos espurios, ignoramos los problemas jurídicos y sociales que son muy reales.
Por eso, el camino a seguir consiste en tomar decisiones que alineen los avances tecnológicos con las causas de la sostenibilidad, la resistencia al impacto, y con el bienestar de las personas, y no simplemente con los objetivos de las grandes corporaciones. Ya hay muchos ejemplos. Los Bancos Comunitarios de Semillas de Navdanya, creados en la India por la activista Vandana Shiva, capacitan a practicantes locales (en su mayoría mujeres) para que se conviertan en productores de semillas, poniendo a disposición de los agricultores algunas variedades en peligro de extinción que luego podrían cultivar y cruzarlas. Estas tecnologías de conservación de bajo coste ayudan a mantener la agrobiodiversidad al identificar, seleccionar y proteger el material genético en riesgo de desaparición.
La cuestión de la propiedad y el control también influye en otros aspectos del conflicto entre la tecnología y el sistema alimentario. Hay una larga lista de sofisticados artilugios que prometen revolucionar el duro trabajo de sacar alimentos de la tierra. Los agricultores pueden llenar sus campos de sensores habilitados para internet, monitorear sus cultivos y ganado con drones agrícolas y gestionar el inventario con una cadena de bloques (o blockchain). Pueden usar sus teléfonos móviles para acceder a los datos meteorológicos, a la información sobre las plagas y el coste de los insumos y cultivos.
Pero, el interés de las empresas responsables de tales innovaciones consiste en vender el máximo número de apps, dispositivos y flujos de datos, no alimentar y nutrir a tantas personas como sea posible. Si las empresas cambian su modelo de negocio, suspenden algún producto o servicio, o simplemente se retiran, dejan a los agricultores a su merced.
La producción de alimentos y la seguridad alimentaria están tan conectadas con la alimentación como derecho humano, y resultan tan cruciales para la supervivencia de comunidades enteras, que la tecnología y los derechos de propiedad intelectual en este sector deberían funcionar de acuerdo a principios y prioridades diferentes de los que se siguen en otras áreas del mundo de la tecnología. Por ejemplo, podríamos exigir a las empresas tecnológicas que sus patentes se vuelvan de dominio público pasaros unos años, o que compartan sus ganancias por regalías o cánones de licencia a cambio de acceso a nuevos mercados. O podríamos requerir que las empresas agrícolas que desarrollen nuevos cultivos basados en el material genético de las plantas que se encuentran en algunas comunidades específicas capaciten a los miembros de esas mismas comunidades para que se conviertan en biólogos y técnicos, compartiendo las regalías con ellos.
Ya existe un acuerdo internacional que exige el acceso a los recursos genéticos y la distribución justa de los beneficios: 128 países han ratificado el Protocolo de Nagoya (Japón), negociado por la ONU, desde que fue adoptado en 2010 (aunque Estados Unidos, Rusia, Brasil y Australia, en concreto, no lo han hecho). Las políticas de libre comercio mencionadas anteriormente como el tema central de los acuerdos de la OMC, que llevan décadas paralizando a los países de bajos ingresos, se podrían revisar para que esos países sean capaces de gestionar sus existencias de alimentos y sus políticas de importación y exportación con miras a invertir en la investigación y tecnología locales.
Se trata de unas decisiones profundamente políticas. No se deberían dejar en manos de los mecanismos económicos supuestamente autorreguladores o a los objetivos de cada vez mayor eficiencia y productividad. Estas prioridades se deben equilibrar con otras para garantizar el máximo beneficio humano, y no simplemente la mayor rentabilidad. Eso requeriría la participación activa de gobiernos, activistas, organizaciones internacionales, instituciones de investigación, organizaciones no gubernamentales y representantes de las comunidades locales... el tipo de coalición auténtica y democrática que complacería incluso al devoto más exigente del "movimiento alimentario".
En el proceso, dicha cooperación podría redefinir la forma en la que evaluamos las nuevas tecnologías y su uso e impacto. Incluso podría dejarnos mejor preparados para la próxima crisis, sea la que sea.