Tecnología y Sociedad
Deslocalización y rentabilidad privada: así se destruye la fabricación de un país
En 1990 la industria textil de EE. UU. producía el 60 % de las prendas de cortar y coser del mundo, ahora, esa cifra es del 3 %. La pandemia ha puesto en evidencia cómo décadas de distintas y agresivas prácticas corporativas han hecho que Occidente sea incapaz de producir los bienes que consume
A principios de marzo, cuando la pandemia de coronavirus (COVID-19) obligó a distintos países a aplicar un confinamiento nacional, el empresario Dan St. Louis empezó a ponerse nervioso. St. Louis dirige el Centro de Soluciones de Fabricación en Carolina del Norte (EE. UU.), que hace prototipos y pruebas para nuevas telas y otros materiales. La mayor parte de su financiación proviene de contratos con lo que queda de la industria textil estadounidense. Con órdenes de quedarse en casa en el horizonte, recuerda: "Nuestro negocio simplemente se paralizó de inmediato".
Una semana después, su teléfono móvil empezó a sonar sin parar: hospitales, residencias de mayores y funerarias de todas partes del país querían saber si les podía ofrecer mascarillas y batas, o si sabía quién podía tenerlas, o al menos ayudarles a averiguar si el equipo de protección personal (EPP) que ellos podían conseguir era bueno. "Y eso fue solo la mitad de las llamadas", recuerda.
Las demás eran de fabricantes de muebles, pantalones y camisas, y de docenas de otras empresas con instalaciones industriales que querían poner en uso para ayudar a reforzar el suministro de lo que fuera necesario. St. Louis intentaba imitar de forma incomprensible la urgencia de las personas que le llamaban, y luego, riéndose, parecía que no era capaz de encontrar las palabras adecuadas. Y añade: "De verdad lo digo... Fue... Imposible".
St. Louis ha trabajado en el Centro de Soluciones de Fabricación desde su fundación, en 1990. Mantiene una lista de ocho páginas de cada tipo de prueba que el centro ha realizado para analizar telas especiales: filtros usados en sistemas de enfriamiento de motocicletas y prendas inteligentes que administran analgésicos, yesos duros para fracturas óseas y tratamientos no tóxico para seda pura, hasta unos calcetines-medias híbridos que aparecieron en el programa de Oprah. Pero, antes de marzo del año pasado, nunca habían trabajado con EPP. El responsable afirma. "Nadie nos había llamado para preguntarnos: '¿Pueden probar esto?'". Eso se debe a que la mayoría de los EPP se fabricaban en el extranjero.
Foto: El Centro de Soluciones de Fabricación de Carolina del Norte hace prototipos y prueba nuevas telas y otros materiales, y opera con una nueva urgencia debido a la pandemia. Créditos: Chris Edwards
La repentina formación de St. Louis comenzó justo cuando los gobiernos de todo el mundo comenzaron a abordar la inminente escasez de mascarillas y protectores faciales como una cuestión de seguridad nacional. Alemania prohibió las exportaciones de EPP el 4 de marzo. Malasia, la India y decenas de otros países pronto tomaron medidas similares. La diplomacia alivió algunas de estas primeras maniobras sobre el suministro existente: Taiwán se comprometió a donar 10 millones de mascarillas al extranjero, el entonces presidente estadounidense, Donald Trump, permitió a regañadientes que 3M vendiera las mascarillas N95 a Canadá, la UE convenció a Alemania para que compartiera sus EPP con el resto del bloque y luego prohibió exportaciones fuera de la UE. Pero, a finales de abril, la Organización Mundial del Comercio informaba que más de 80 países de todo el mundo habían tomado medidas para limitar las exportaciones de EPP durante la pandemia.
Era un escenario en el que St. Louis había pensado a menudo: como tantos otros países, Estados Unidos se vio repentinamente obligado a mantenerse solo, descubriendo lo poco que fabrica las cosas que consume. Generalmente, se imaginaba una guerra con China: "No se puede llamar y decir 'Nuestros chicos tienen frío, necesitamos algo". Pero, la pandemia dejó claro que ese aprieto podría presentarse en una variedad de formas.
St. Louis recuerda cómo en 1990 la industria textil de EE. UU. producía el 60 % de las prendas de "cortar y coser" de todo el mundo. Hoy en día esa cifra es del 3 %. Cuando las agencias federales y estatales comenzaron a publicar los números sobre cuántos EPP necesitarían para sobrevivir al brote tan acelerado, St. Louis quedó atónito. No dejaba de gritar: "¡Necesitamos mil millones de batas! Por Dios. ¿Necesitamos mil millones? ¿Mil millones? Ni siquiera puedo llegar a imaginarme eso".
La imprevista necesidad de una variedad de telas que salvan vidas puso a un puñado de instalaciones como la de St. Louis a toda marcha. A mediados de marzo, empezaron a enviar muestras, especificaciones de rendimiento y recomendaciones a las fábricas de telas que, de la noche a la mañana, intentaban convertir sus operaciones en productos esenciales. Al cabo de tres meses, según St. Louis, el Centro de Soluciones de Fabricación había ayudado a 28 empresas a producir telas adecuadas para las batas de hospital.
Las mascarillas y los respiradores son otro tema diferente. Los suministros mundiales existentes del polipropileno fundido utilizado en el elemento de EPP más solicitado en los hospitales (los respiradores N95 capaces de filtrar el virus), se agotarán durante los primeros meses de 2021. En marzo del año pasado, un alto funcionario del Departamento de Salud y Servicios Sociales de EE. UU. estimó que solo los trabajadores sanitarios estadounidenses necesitarían 3.500 millones de mascarillas N95 para combatir el coronavirus.
Las mascarillas quirúrgicas no protegen tanto como las N95, pero defienden al portador de las gotitas y de los fluidos mejor que las ya omnipresentes mascarillas de tela, entre un 3 % y un 25 % mejor, en función del estudio. Las mascarillas quirúrgicas probablemente tendrán que fabricarse por decenas o incluso cientos de miles de millones para poder mantener una reapertura significativa de la economía. Algunas empresas, como el Centro de Soluciones de Fabricación, también están especialmente calificadas para desarrollar una nueva generación de mascarillas de tela de mayor rendimiento, o las que utilizan las piezas pequeñas de filtro para estirar aún más los materiales escasos.
Un modelo creado en este centro es la mascarilla entretejida con cobre, que se utiliza en distintas instalaciones médicas y por el ejército de EE. UU. Gracias a su gran capacidad de ajuste, "no empaña las gafas", asegura uno de los colegas de St. Louis, pero no tienen forma de evaluarla de manera más detallada.
En julio, St. Louis todavía tenía dificultades para recaudar los más de 410.000 euros que necesitaba para comprar maquinaria para comprobar la tela utilizada en las mascarillas. Mientras tanto, derivaba las consultas a una empresa de Nevada (EE. UU.), el único laboratorio privado en Estados Unidos certificado por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) para realizar dichas pruebas.
Por otro lado, a 65 kilómetros al sur de su ciudad, el Centro de Tecnología Textil en Gaston College se especializa en lo que esta industria denomina el "hilo". Dan Rhodes es capaz de descubrir cómo extraer un filamento de una pequeña muestra de un nuevo polímero y ajustar el proceso para comprobar si ese material puede funcionar en la fabricación de alta velocidad. Rhodes y sus colegas trabajan con un fabricante de kits de prueba de diagnóstico de coronavirus para producir el material de fibra con el que se extraen las muestras de saliva con una combinación de reactivos de la prueba. Otro cliente es un fabricante de hisopos de algodón, que lo sustituye por un equivalente sintético para que los hisopos nasales para pruebas no estén contaminados por el ADN de la fibra vegetal.
Se trata de un trabajo crucial. Sin embargo, en cada caso, pocas empresas estadounidenses podrían ocupar un campo similar. Rhodes me contó que la mayoría de las empresas textiles que sobrevivieron, habían desmantelado hacía tiempo sus laboratorios de muestreo que antes operaban in situ. Gran parte del personal directivo de ambos centros aprendió su oficio en empresas que fueron desmontadas y reconstituidas en el extranjero después de las hostiles adquisiciones por parte de los inversores como Wilbur Ross, el actual secretario de Comercio de EE. UU., quien hizo parte de su fortuna subcontratando trabajos textiles a Asia a principios de la década de 2000.
Eso significa que gran parte de los cerebros de la industria textil estadounidense (el sitio web del Centro de Soluciones de Fabricación destaca sus "300 años de experiencia textil") se formó en trabajos del sector privado que ya no existen en Estados Unidos. Rhodes, que tiene 72 años, planeaba jubilarse a finales del pasado agosto y bromeaba que "la mitad de las personas de ahí cobraban la ayuda de la Seguridad Social". St. Louis se retiró en julio; todas las fábricas donde él había trabajado cerraron hace mucho tiempo.
Rhodes recuerda haber visto desde lejos cómo la ciudad de Fort Payne (EE. UU.) perdió su estatus de "capital mundial de los calcetines". "Solo se necesitaba un financiero [pronuncia la palabra alargando las cuatro sílabas venenosas] de Wall Street para llamar a alguien en China y decirle: 'Envíame un millón de esos calcetines negros con el hilo de oro en la punta'. Esa persona no sabe cómo fabricar calcetines, pero puede destruir toda esa competencia".
¿Por qué los fabricantes de calcetines dejaron Fort Payne? Para editor de Plant Closing News Jon Clark, quien pasó 30 años recorriendo el país desde su casa en Houston (EE. UU.) para comprar equipos abandonados de fábricas cerradas, la respuesta es obvia: se hacía dinero trasladando las operaciones que en EE. UU. costaban 30 dólares o 40 dólares a otros países donde el coste era diez veces menor. En su opinión, el problema consiste en que los incentivos que impulsan la economía ya no distinguen entre la rentabilidad y la codicia. "Antes las fábricas cerraban porque no eran rentables. Ahora cierran porque no son lo suficientemente rentables", explica.
Clark, de 72 años, comenzó su carrera en 1965 como ingeniero en una fábrica de fertilizantes en Texas (EE. UU.) donde el asma inducida por agentes irritantes químicos era un peligro diario. Recuerda haber visto a pájaros morir en el aire mientras volaban de un lado a otro de la planta. Las leyes ambientales transformaron grandes sectores de la fabricación estadounidense, pero también dieron a las corporaciones estadounidenses un fuerte incentivo para reubicar las fábricas en lugares donde pudieran contaminar libremente.
Durante el mismo período, las enormes mejoras en el transporte y la tecnología hicieron posible que las corporaciones confiaran en las redes de proveedores de todo el planeta. Las cadenas de suministro modernas son fluidas y elaboradas, y cambian constantemente para tener en cuenta los mínimos cambios en el precio de tornillos, roscas o cables de cobre. Como resultado, los fabricantes han seguido ofreciendo productos más baratos a los consumidores estadounidenses, incluso cuando los componentes necesarios para fabricarlos venían de cada vez más lejos.
"¿Se imagina una fábrica que rompe un millón de huevos al mes? ¡Son 500 toneladas de cáscaras de huevo rotas al año!". Jon Clark, editor de 'Plant Closing News'
Clark comenzó a comprar y vender equipos a tiempo completo en la década de 1980, justo cuando estas transformaciones aceleraban el éxodo de la industria pesada de Estados Unidos hacia los mercados laborales más baratos, como China, México, y Vietnam. En 2003, empezó a publicar una revista quincenal llamada Plant Closing News (PCN) como un servicio para este sector industrial, una forma de ayudar a los subastadores y corredores de equipos a buscar en todo el país oportunidades de cortadores de alambre y batidoras de doble brazo. A lo largo de los años, su conocimiento enciclopédico del declive (o, de forma más benévola, la evolución) de la industria estadounidense ha cristalizado en una especie de lamento sobre el carácter cambiante de la economía estadounidense.
Cada anuncio de PCN incluye el tipo de instalación y su fecha de cierre prevista, la dirección, el número de teléfono y el nombre de una persona de contacto para alguien que quiera mover, comprar o desguazar el equipo que se encuentra en el interior, junto con una frase o dos sobre el número de trabajadores desplazados y las razones del cierre de la fábrica. Esa publicación es un trabajo simple, aunque agotador, que generalmente implica obtener los detalles necesarios por teléfono de los empleados que probablemente perderán sus empleos. Cuando Clark publicó el último número en diciembre de 2019, después de que el desprendimiento de retina lo dejara temporalmente ciego de un ojo, ya había descrito la desaparición de 16.000 fábricas, plantas y molinos en 17 años.
En nuestra primera conversación por teléfono, Clark empezó a leerme su revista en voz alta, intercalando sus propios comentarios idiosincrásicos, y exclamó: "¿Se imagina una fábrica que rompe un millón de huevos al mes? ¡Son 500 toneladas de cáscaras de huevo rotas al año!".
Foto: Jon Clark con su esposa, Donna. Foto de cortesía
Clark enumeró todos los cierres de fábricas en EE. UU. que había recogido para julio de 2019: una planta de montaje de bloqueo de puertas de aviones, una instalación de trituración de chatarra, un fabricante de cintas transportadoras, tres fábricas de botellas de plástico, una planta de fundición, una de vidrio, una fábrica de maquinaria textil, una fábrica farmacéutica ("la única", intervino Clark), una planta que doblaba tubos para piezas de coches, otra de fabricación de pintura, una fábrica de cajas de cartón ondulado, y así sucesivamente. Y cuando llegó al final de la lista, añadió: "Esas son solo las que yo conozco".
La decisión de cerrar una fábrica a menudo supone una situación caótica in situ, ya que un equipo reducido asume la responsabilidad de mantener el funcionamiento de una instalación programada para el cierre. Todavía hay que realizar los inventarios, el mantenimiento y sacar el producto, junto con todo el papeleo necesario para liquidar los libros de contabilidad antes de cerrar. Los propios trabajadores suelen ser los últimos en enterarse.
Durante los primeros cinco años de PCN, la hija de Clark, Kristen, que en aquel entonces estaba en casa con su hijo mayor, fue la que realizaba las "llamadas". Seguía las pistas que Clark obtenía de las publicaciones comerciales y de las conversaciones sectoriales, se ponía en contacto con las plantas y convencía al personal restante a proporcionar la información necesaria para la publicación diseñada para ayudar a los contratistas a interesarse en alguno de esos negocios en declive, en su equipo de segunda mano y en los remedios medioambientales. Ella recuerda: "Nos involucramos bastante". Pero también hubo momentos de sufrimiento, y Jon añade: "Tuvimos la oportunidad de llorar y rezar con ellos, y muchos estaban muy enfadados".
La revista PCN seguía la histórica decadencia del trabajo de fabricación en Estados Unidos. De 2000 a 2016, EE. UU. eliminó casi cinco millones de empleos de manufactura, más de una cuarta parte del total, y uno de cada cinco establecimientos de fabricación en el país cerró sus puertas. Clark mostraba este declive en su revista, observando cómo la globalización tiraba de un hilo tras otro en el tapiz de la industria estadounidense. A principios de la década de 2000, cerró una ola de fabricantes de calcetines, seguida de las plantas de procesamiento de alimentos, las de plásticos, fábricas de coches y las de bombillas.
En 2013, Walmart lanzó la campaña Made in the USA (Hecho en EE. UU.), prometiendo reforzar la fabricación nacional con una inversión de más de 40.000 millones de euros durante 10 años en productos fabricados en Estados Unidos. Sin embargo, la empresa se vio obligada a reducir y recortar sus ambiciones después de que el grupo de control Truth in Advertising encontrara cientos de productos en las tiendas Walmart falsamente etiquetados como hechos en EE.UU. Según Clark, "todavía hay 330 millones de personas en este país, la mayoría de las cuales usan calcetines, pero Walmart no pudo encontrar a nadie que fabricara calcetines en Estados Unidos".
Hace cinco años, la campaña electoral de Donald Trump se basó en el argumento de que los fabricantes que deslocalizaban los empleos estadounidenses renunciaban al patriotismo para obtener ganancias. Ese mensaje, combinado con el agravio racista y la teoría de la conspiración, ayudó a convertirlo en el candidato republicano y luego, en presidente. En las elecciones presidenciales de 2016, sus ataques a las corporaciones que "trasladaron [nuestros] trabajos a México" fueron un elemento central de su discurso a esos mismos votantes, en su mayoría hombres blancos del Medio Oeste con educación secundaria, que formaban un importante grupo de la menguante fuerza laboral de manufactura en Estados Unidos.
En esos momentos, la opinión predominante entre los economistas sostenía que Trump estaba equivocado. Indudablemente, las anteriores caídas en la industria manufacturera estadounidense, como las oleadas de despidos del sector textil y del de acero en la década de 1980, podrían relacionarse más o menos directamente con las ganancias en los países en desarrollo.
Se abrieron centenares de nuevas fábricas de ropa en China, Bangladesh e Indonesia. Brasil y Corea del Sur expandieron con fuerza la producción de acero. Pero, aunque el declive en la década de 2000 parecía tener una explicación similar (la economía de China y Corea del Sur crecía a pasos agigantados, y las tiendas estadounidenses se llenaban de televisores coreanos y juguetes y productos electrónicos chinos), muchos economistas y comentaristas analizaron los datos de participación de la industria manufacturera en el PIB y concluyeron que las importaciones no podían ser el principal culpable de tantos empleos perdidos.
Un ejemplo típico: el economista de Ball State University (EE. UU.) Michael Hicks participó en un informe muy citado en el cual sostenía que la "sustitución de importaciones" (la decisión de los estadounidenses de comprar productos más baratos fabricados en el extranjero en lugar de los más caros fabricados en su país) solo representó alrededor de 750.000 empleos perdidos, o aproximadamente una séptima parte del total.
¿Cómo desapareció el resto? Fue por los despidos de trabajadores que solían estar protegidos por sindicatos; por el uso de robots y la automatización; y por contar con proveedores de servicios y mantenimiento más eficientes, argumentó Hicks. Al fin y al cabo, a pesar de que el número de empleos en la industria manufacturera se redujo drásticamente, el valor de los productos fabricados en Estados Unidos siguió creciendo. "Para mí, eso se llama productividad", me dijo.
La economista laboral del Instituto Upjohn para el Empleo de Michigan (EE. UU.) Susan Houseman llevaba años escuchando a distintos expertos que explicaban esos cuatro millones de empleos perdidos en términos similares. Pero ella no se lo creía. Desde 2007, publicó una serie de artículos en los que explicaba que las herramientas básicas que utilizaba el Gobierno federal para generar estadísticas de fabricación, importación y exportación eran engañosas y se malinterpretaban a menudo.
Foto: Wilde Yarn Mill cerró en 2012. Cuando se inauguró en la década de 1880 había más de 800 operaciones textiles en el área. Fue la fábrica más antigua de hilados en funcionamiento continuo del país. Créditos: Matthew Christopher
Si un fabricante de televisores que vende televisores a 800 euros traslada su producción al extranjero y el producto importado empieza a venderse por 400 euros, la cantidad de actividad económica "desplazada" por la deslocalización se fija en 400 euros, no en 800 euros. Pero la ciudad estadounidense que albergaba la antigua fábrica perdió 800 de trabajo. Incluso si el televisor todavía se fabrica en Estados Unidos, pero los componentes complejos empiezan a traerse del extranjero, las estadísticas de productividad no tienen en cuenta el trabajo realizado por los proveedores extranjeros.
Si un televisor montado en EE. UU. requiere nueve horas de trabajo en Vietnam y una hora de trabajo en EE. UU., en lugar de las 10 horas de EE. UU., las estadísticas federales mostrarán que los fabricantes estadounidenses de repente pueden producir 10 veces más televisores con la misma cantidad de trabajo. Así sube la "productividad". Parece que la tecnología mejora, cuando en realidad los trabajos se trasladaron al extranjero.
Además, Houseman explica que, durante varias décadas, la velocidad y la potencia de los chips y semiconductores producidos por una pequeña porción de fabricantes estadounidenses avanzaron tan rápidamente que los aumentos en la "producción" de ese sector por sí solo representaron la gran mayoría de la subida de productividad entre los fabricantes de EE. UU. Si no contamos a los ordenadores, la fabricación estadounidense de repente parece estar en muy mal.
"Las investigaciones que han analizado la historia de la automatización y de los robots, realmente no encontraron pruebas de que eso pudiera haber precipitado una caída tan grande en el empleo manufacturero. Trump tuvo impacto en algunas personas porque lo que decía parecía cierto y, en gran medida, tenía razón", sostiene Houseman.
Después del inicio de la pandemia, un motivo de la notable recuperación de China fue su capacidad de redirigir su enorme motor industrial hacia las necesidades del momento. Según una estimación, la producción china de N95 y otras mascarillas quirúrgicas se multiplicó por 30 en menos de tres meses, llegando a casi 500 millones al día. En cambio, 3M, el mayor fabricante nacional de N95 de EE. UU., ha recibido muchísima financiación gubernamental para intentar triplicar su producción y actualmente fabrica poco más de 1,5 millones de mascarillas N95 al día.
El profesor de práctica de gestión de Harvard Business School (EE. UU.) Willy Shih asegura que parte de esta diferencia se debe a la pérdida de los "bienes comunes industriales", la combinación de experiencia, infraestructura y redes de negocios mutuamente dependientes que ayudan a fomentar la eficiencia y la innovación. Con el tiempo, argumenta Shih, la externalización ha destruido no solo los trabajos de la línea de montaje que asociamos con una fábrica, sino toda la cadena de esfuerzo intelectual que posibilita esos trabajos.
Este mecanismo les ha dado a las corporaciones estadounidenses una libertad sin precedentes para intercambiar contratistas, minimizar las cargas fiscales y hacer las cosas utilizando el inventario que otra persona paga para asegurar y mantener. Pero toda esa flexibilidad, pensada para proteger a los accionistas contra los riesgos financieros, resulta equivocada para 2020. Cualquier fabricante que creara un margen de maniobra para aguantar mejor la pandemia habría tenido a los "analistas de Wall Street en contra", opina Shih: "Hay que ver lo ineficientemente que se usa el capital".
Clark, el fundador de Plant Closing News, cree que gran parte de la culpa de esta búsqueda patológica de eficiencia es del icónico y difunto CEO de General Electric, Jack Welch. Cuando lo visité en febrero, resumió el mensaje de Welch de la siguiente manera: si una empresa tiene 10 empleados, independientemente de lo bien que funcionen como grupo, hay que calificarlos del 1 al 10 y despedir al número 10. (La empresa abandonó esta política de "calificar y cesar" unos años después de que Welch se jubilara en 2001.) "Y si hay 60 plantas de fabricación, y la más pequeña es bastante buena, pero siempre está cerca del final de esa lista... cuando llamo, el jefe de la planta se echa a llorar: 'He estado aquí durante 40 años. Es mi familia'. ¿Por qué? ¿Porque hay otras 59 plantas que pueden fabricar lo mismo y 'no lo necesitamos'?" explica Clark con un gesto de dolor.
Miró hacia la pila de ejemplares de PCN sobre la mesa y encontró el número de junio de 2019. Un fabricante de asientos de vehículos despedía a 28 empleados de EE. UU. y trasladaba su producción a México; una planta de moldes de plástico en Illinois (EE. UU.) iba a cerrar y establecer sus operaciones en México y China; un fabricante de dispositivos médicos del sur de California (EE. UU.) trasladaba su planta a Malasia. El editor añadió: "Esto no es algo raro, aparece en cada una de estas publicaciones. Si alguien está ganando dinero y sus empleados realizan un trabajo decente, ¿por qué trasladarlo a un lugar más barato para contratar a extranjeros y poner a sus propios conciudadanos en ayuda social? Eso nunca tenía ningún sentido para mí".
Una característica de la era del capitalismo en la que vivimos es el surgimiento de empresas que están en todas partes y en ninguna a la vez. En la actualidad, las corporaciones multinacionales registradas en EE. UU., que pagan impuestos en Irlanda y suministran materiales en los cinco continentes representan la mayor parte del comercio mundial. "¿Por qué la comunidad empresarial no lucha en contra porque [la deslocalización] socava su competitividad en Estados Unidos?", me preguntó Susan Houseman, y respondió: "Porque puede que no esté socavando su competitividad".
Pero, sí que podría estar socavando el interés nacional de Estados Unidos. Dado que el sector manufacturero estadounidense está más consolidado y tiene un alcance más limitado que antes, también es menos diverso, menos resistente y menos capaz de responder a una crisis.
Foto: Bancroft Mills, una fábrica de telas en EE. UU., lleva vacía desde principios de la década de 2000 y fue destruida casi por completo por un incendio en el otoño de 2016. Créditos: Matthew Christopher
Según el director del Nonwovens Institute (EE. UU.), Behnam Pourdeyhimi, la actual espera de una máquina capaz de producir el polipropileno fundido que se usa en los respiradores N95 es de aproximadamente 14 meses. La tecnología para esas máquinas se desarrolló en Estados Unidos, pero actualmente, según Pourdeyhimi, salvo un pequeño fabricante en EE. UU. y pocos más en Europa y China, las empresas alemanas disfrutan de casi un monopolio, simplemente porque sus máquinas son muy buenas. Las máquinas que se utilizan para "convertir" material fundido de polipropileno soplado en EPP portátil son algo más fáciles de conseguir, añade Pourdeyhimi, pero el 90 % de ellas, tanto para las N95 como para las mascarillas quirúrgicas, se fabrican en China.
No obstante, no es imposible recuperar la capacidad de fabricar máquinas que producen EPP, opina Pourdeyhimi y estima la inversión necesaria en decenas de millones de dólares. Debería ser factible en cuestión de meses.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la Junta de Producción de Guerra del entonces presidente, Franklin D. Roosevelt, redirigió grandes sectores de la economía estadounidense para fabricar los productos que necesitaban los militares. Las fábricas que contribuyeron a ese esfuerzo saltaron al frente en busca de materias primas escasas. "Toda la capacidad de la industria de ropa se dedicará a la guerra", anunció el presidente de la Junta en 1942: el metal y el acero se conservarían poniendo fin a la producción de lavadoras. El nailon se reservaba para los paracaídas. Las fábricas de máquinas de escribir se convirtieron en productores de cañones de rifle, mientras que las que no podían hacerlo, continuaron fabricando máquinas de escribir exclusivamente para el Gobierno. La tecnología se empleó ahí donde más se necesitaba.
Durante toda la primavera de 2020, se hablaba de hortalizas tiradas y estanques de estiércol llenos de leche fresca porque EE. UU. carecía de la infraestructura adecuada para empaquetar y procesar para convertir los alimentos de comedores y de mayoristas en productos que se podían vender en los supermercados, o incluso, quizás, que se podían haber regalado.
A pesar de que las empresas son más flexibles hoy en día de una manera distinta que en el pasado, como consecuencia de las transformaciones que describía Shih, el sistema en su conjunto no puede funcionar de manera efectiva como lo hizo durante la última crisis de esta escala. Aunque Trump no provocó el declive de la manufactura estadounidense que empezó hace décadas, no es un factor insignificante en la respuesta anémica de Estados Unidos. Cualquiera que sea el crédito que Trump se merece por articular el papel del comercio en el debilitamiento de la industria manufacturera estadounidense, ha logrado desperdiciar una oportunidad generacional de utilizar el peso del Gobierno federal para asegurar su vitalidad.
En los últimos meses, su administración descartó la necesidad de una legislación destinada a "retornar la externalización ", argumentando que una ofensiva seductora sería suficiente para despertar el sentido de patriotismo de los directores ejecutivos. Pero, Clark no está de acuerdo: "Se trata de dónde estas empresas ganan más dinero. Si quiere que fabriquemos en Estados Unidos, lo tendrá que pagar".
El año pasado, fue la segunda vez que Clark decidió retirarse. La primera duró seis meses. Todavía busca equipos cada mes o cada dos meses. ¿Por qué? "Para mi propio entretenimiento. Porque estoy loco… Porque una fábrica de cacahuetes en cerró y tiene dos tanques con más de un millón de litros de propano y conozco a un comprador que los quiere. ¿Entonces por qué no?".