A pesar de que el conflicto sirio ha sido el más documentado de la historia, con pruebas del brutal uso de armas químicas y bombas de racimo contra civiles, este arsenal de documentación no ha conseguido que la comunidad internacional tome medidas contra estas violaciones de los derechos humanos
El 23 de abril de 2014, un estudiante de medicina de 26 años, alto y con unos llamativos ojos grises, llamado Houssam Alnahhas, se sentó en el asiento trasero de un coche en la ciudad de Gaziantep, en el sur de Turquía, y se dirigió a la frontera con Siria, a unos 48 kilómetros de distancia. Dos años antes había escapado del país y había empezado a trabajar para un equipo operativo que formaba al personal médico en las zonas controladas por la oposición. Ahora regresaba a Siria con una misión: recoger pruebas de crímenes de guerra.
Dos semanas antes, había empezado a recibir noticias del lanzamiento de bombas de barril en las ciudades del noroeste rural del país. Aunque estaba acostumbrado a esas recibir ese tipo de noticias, esta vez había algo diferente. Generalmente, estos artilugios rudimentarios se lanzaban repletos de explosivos y metralla. Pero ahora, los médicos le contaban que las últimas bombas liberaban nubes tóxicas de gas de cloro.
El gas de cloro rara vez se había utilizado como arma desde la Primera Guerra Mundial y su uso en Siria suponía una grave violación de las normas internacionales. Los gobiernos occidentales querían saber si había pruebas. Por eso, durante los siguientes dos días, dos amigos suyos y él visitaron dos aldeas que supuestamente habían sido atacadas, Kafr Zita y Talmenes (ambas en Siria) para descubrir qué había ocurrido.
Era un viaje peligroso. Estaban cerca de las líneas del frente de la guerra civil, donde cohetes, granadas y disparos de francotiradores se habían vuelto comunes. Si los agentes del régimen sirio se enteraran de lo que hacían, sus vidas estarían en peligro. Alnahhas había oído rumores de que alguien que había recogido pruebas de un ataque químico el año anterior había sido asesinado mientras intentaba llevarlas a Turquía.
Pero esta amenaza no era lo único que le preocupaba. Alnahhas sabía que muchos grupos, partidarios del presidente sirio, Bashar al-Assad, los gobiernos ruso e iraní y los teóricos de la conspiración onlin aprovecharían cualquier oportunidad para insistir en que los ataques con armas químicas eran operaciones de falsa propaganda o montajes. Y como estaba actuando por su cuenta, sin respaldo institucional, debía asegurarse de que las pruebas reunidas fueran irrefutables.
Nada más cruzar la frontera, Alnahhas empezó a seguir sus coordenadas con un GPS y a grabar su viaje en vídeo. En las dos aldeas, los habitantes describieron haber visto un humo de color amarillo anaranjado que se expandía después de que los helicópteros arrojaran las bombas de barril. En los vídeos, los médicos explicaron cómo trataban a las víctimas (mujeres, hombres, jóvenes y ancianos) que estaban aterrorizadas, tosían muy fuerte y respiraban con dificultades. Le entregaron muestras de sangre, orina, saliva y cabello que habían recogido.
Había pájaros muertos esparcidos por el suelo, y aunque era primavera, las hojas de las plantas y de los árboles estaban secas. El olor a cloro aún se notaba en el aire, causándole tos y lagrimeo.
En los sitios donde habían caído las bombas, Alnahhas grabó un vídeo de 360 grados de los alrededores, centrándose en los puntos de referencia identificables para que las ubicaciones pudieran verificarse de forma independiente. Recogió muestras del suelo en pequeños recipientes de plástico, las selló tres veces en bolsas de plástico transparente y las etiquetó delante de la cámara.
En Kafr Zita, reunió trozos de metralla y midió los oxidados y pesados barriles deformados, destrozados y machacados por el impacto y la detonación. Había tres grandes depósitos, dos todavía alojados dentro de los barriles, cubiertos de pintura amarilla agrietada, del color que se suele usar para marcar el gas de cloro industrial. El símbolo químico Cl2 todavía se veía claramente en una parte alta de uno de ellos que estaba reventado.
En Talmenes, a la tenue luz de la tarde, Alnahhas grabó un cráter de impacto en el patio trasero de una casa. Había pájaros muertos esparcidos por el suelo, y aunque era primavera, las hojas de las plantas y de los árboles estaban secas. El olor a cloro aún se notaba en el aire, causándole tos y lagrimeo.
Alnahhas recuerda: "Sinceramente, fue el momento más aterrador de mi vida".
Siria se ha convertido en uno de los primeros conflictos importantes de la era de las redes sociales. El acceso local a Facebook fue restringido en 2007, cuando el Gobierno intentó limitar el activismo político online. Pero en febrero de 2011, cuando el régimen de Assad desbloqueó muchas páginas de redes sociales, ya sea como un mensaje sobre la reforma o como una manera de rastrear a sus oponentes, éstas se convirtieron en grandes fuerzas en todo el mundo, y muchos sirios tenían teléfonos móviles con cámaras y acceso a internet de alta velocidad.
Poco después, estallaron las protestas en el sur del país y se extendieron rápidamente. El Gobierno tomó medidas enérgicas y brutales, y los activistas, abogados, trabajadores médicos y ciudadanos de a pie empezaron a usar Facebook y YouTube, a menudo con un gran riesgo personal, para captar la violencia y mostrarla al mundo.
Los primeros esfuerzos de denuncia en redes sociales fueron caóticos, y casi siempre procedían de personas que subían vídeos temblorosos de sus móviles y usaban nombres falsos para protegerse. Pero en poco tiempo, el impulso de documentar lo que estaba sucediendo se volvió más organizado y sofisticado. Las oficinas de los medios de comunicación y las agencias de noticias locales se multiplicaron. A principios de 2012, las organizaciones internacionales empezaron a formar a los activistas locales sobre estándares de producción profesional y seguridad online y a ayudarles a grabar sus vídeos. La idea no era solo lanzar clips a los medios de comunicación, sino reunir pruebas que pudieran usarse para buscar justicia en el futuro.
Los voluntarios hacían vídeos y fotos en las escenas de ataques de los posibles crímenes de guerra, recogían informes médicos detallados, grababan declaraciones de las víctimas y de los testigos y sacaban montones de documentos fuera de los edificios gubernamentales ocupados. Grupos de la sociedad civil como el Archivo Sirio y el Centro de Justicia y Responsabilidad de Siria recogieron millones de potenciales pruebas, algunas de las cuales se hicieron públicas, otras se registraron como documentos protegidos.
El material recogido por los sirios permitió que algunas personas muy alejadas de la lucha real participaran también en los esfuerzos de investigación. En 2012, el entonces bloguero británico desempleado Eliot Higgins empezó a examinar los vídeos y fotos publicados desde Siria. Intentaba identificar las armas utilizadas; más tarde lanzó la página web Bellingcat y reunió un equipo de analistas voluntarios.
Como pioneros en la técnica de "investigación de código abierto", Higgins y su equipo reunieron pruebas que indicaban que las fuerzas del Gobierno sirio estaban usando armas químicas y bombas de racimo, que las fuerzas rusas habían atacado algunos hospitales del país, y que el Dáesh usaba drones pequeños y disponibles comercialmente para lanzar granadas de 40 milímetros sobre sus objetivos.
En aquel momento, muchas personas que trabajaban en el campo de la tecnología y de los derechos humanos compartían la confianza en el poder de las redes sociales y de la conectividad digital para hacer el bien, recuerda el jefe del Centro de Ciencias de los Derechos Humanos de la Universidad Carnegie Mellon (EE. UU.), Jay D. Aronson. El experto añade: "La gente pensaba que si éramos capaces de documentar los crímenes de guerra y las violaciones de los derechos humanos y los compartíamos con el mundo, generaríamos una voluntad política que llevaría a los países a intervenir y proteger a las poblaciones vulnerables" destaca.
Impulsados por ese optimismo y animando a los políticos occidentales, tales esfuerzos lograron que el conflicto sirio se convirtiera en el más documentado en la historia humana. Gracias a los investigadores de primera línea como Houssam Alnahhas, a los equipos locales como el Archivo Sirio y a los analistas online de Bellingcat, había mucha información detallada sobre lo que sucedía en el terreno. Solo faltaba que alguien actuara en consecuencia.
Cuando Alnahhas regresó a Turquía con todas las pruebas que había recogido en Kafr Zita y Talmenes, se reunió con un experto británico en armas químicas que analizó algunas de las muestras. Su análisis confirmó que las bombas contenían una concentración de cloro suficientemente alta para matar a personas. Las pruebas mostraban claramente que el Gobierno sirio, la única fuerza de combate con helicópteros en ese momento, había bombardeado indiscriminadamente a los civiles con gas de cloro, una acción considerada como un claro crimen de guerra.
Los medios de comunicación internacionales se hicieron eco de la noticia; las organizaciones de derechos humanos publicaron informes; la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas lanzó una misión de investigación. El resto de muestras fueron entregadas a los gobiernos occidentales interesados, y luego a Alnahhas solo le quedaba esperar. Pero no pasó nada.
El verano pasado en Estambul (Turquía) conocí al activista de voz suave y director de comunicación del Instituto Sirio de Justicia, Ahmad al-Mohammad. Cuando empezó el conflicto en 2011, él tenía 19 años y estudiaba agricultura en la Universidad de Alepo (Siria).
En aquella época, los manifestantes sirios todavía eran optimistas. Estados Unidos acababa de dirigir una intervención militar internacional para proteger a los civiles en Libia del avance del ejército del exlíder Muammar Qaddafi. Al-Mohammad recuerda: "Escuchamos muchos discursos del presidente de Estados Unidos, Obama. Sinceramente, teníamos la esperanza de que Occidente interviniera y quitara a Bashar al-Assad".
Y en 2012, Obama declaró que el uso de armas químicas en Siria era una "línea roja". El presidente advirtió a Assad: "El mundo está mirando. Si comete el trágico error de usar las armas [químicas], habrá consecuencias y usted será considerado responsable".
La determinación de Obama se puso a prueba en la mañana del 21 de agosto de 2013. Las fuerzas del Gobierno sirio lanzaron cohetes cargados de gas sarín, un agente nervioso mortal, en el enclave de Ghouta, controlado por los rebeldes, en las afueras de Damasco (Siria). Fue, con diferencia, el ataque químico más mortal y más visible de la guerra. Los activistas sirios se apresuraron a subir fotos y vídeos de las víctimas, muchas de ellas mujeres y niños, con sus rostros azules por asfixia. La cifra estimada de muertes osciló entre 350 y más de 1.400.
Estados Unidos, impulsado por la retórica de la "línea roja", se preparó para lanzar ataques militares. El régimen estaba doblegado. Pero en el último momento, Obama se retiró. En vez de usar la fuerza, optó por un acuerdo negociado por Rusia, que acabó con la firma de la Convención de Armas Químicas por parte del Gobierno sirio, que acordó declarar sus existencias de armas químicas y destruirlas a mediados de 2014.
Para las personas en áreas controladas por la oposición, fue una decisión aplastante. El fotógrafo sirio Mohammed Abdullah, conocido como Artino y que se encontraba en el este de Ghouta en el momento del ataque, recuerda: "Perdimos la esperanza de que alguien se pusiera de pie y dijera: 'Ya basta... matar a los civiles en Siria'".
Y después, a pesar de su promesa de desmantelar su programa de armas químicas, el Gobierno sirio volvió a lanzar ataques con gas de cloro en abril de 2014, los que Alnahhas ha documentado. Eran otra clara violación de la línea roja de Obama. Cuando la comunidad internacional volvió a no tomar medidas enérgicas, el Gobierno de Assad continuó traspasando los límites. Según un informe del Global Public Policy Institute (GPPi), un grupo de expertos en Berlín (Alemania), fue cuando el Gobierno sirio volvió a empezar a usar armas químicas, especialmente gas de cloro, en su "arsenal de violencia indiscriminada".
La estrategia de Assad estaba dirigida contra los civiles que vivían en áreas residenciales controladas por la oposición lejos de las líneas del frente. Los centros sociales que sostienen la vida (panaderías, hospitales y mercados) solían ser atacados con una brutalidad que obligó a las personas a elegir entre la rendición, el exilio y la muerte. Uno de los autores del informe de GPPi, Tobias Schneider, lo describe como la "herramienta militar de los crímenes contra la humanidad". El uso de armas químicas fue "el último avance", me dijo.
Al ser más pesado que el aire, el gas tóxico cae a los sótanos y refugios, asfixiando y aterrorizando a las personas que se refugian de las bombas y armas convencionales. Aunque los ataques químicos no mataron a un enorme número de personas, sí que demostraron que "no había absolutamente ningún lugar donde esconderse y nada que [el régimen] pudiera hacer para que la comunidad internacional detuviera [la violencia]", añadió Schneider.
Hasta el momento, el Gobierno sirio ha usado las armas químicas más de 330 veces, según los datos de GPPi. La gran mayoría de estos incidentes ocurrieron después de los ataques en Ghouta, Kafr Zita y Talmenes.
Para Alnahhas, la lección estaba clara: "Después de ofrecer pruebas durante tanto tiempo, dejé de creer que darían algún fruto. Lo más importante que sé con toda seguridad es que ni yo ni las personas en Siria confiamos en la comunidad internacional".
Muchas personas que se dedicaron a documentar la guerra se vieron obligadas a abandonar Siria a medida que crecía la violencia. Algunos decidieron centrarse en reconstruir sus vidas, terminar sus estudios o formar familias. Para muchos de los que se quedaron en Siria, el trabajo de documentación se volvió demasiado peligroso ya que las zonas en las que se encontraban acabaron bajo el control del régimen.
Pero otros activistas han adoptado una visión a más largo plazo. Aunque los esfuerzos de documentación no han logrado cambiar el curso de la guerra, Siria ha creado la que probablemente sea la mayor base de pruebas sobre crímenes de guerra jamás registrada. Las organizaciones de la sociedad civil están analizando los datos, organizándolos y usándolos para crear archivos de casos para juicios. Los tribunales de Alemania, Francia y Suecia ya enjuician algunos casos. Se han emitido órdenes de detención contra varios miembros de alto nivel del régimen de Assad, y se han presentado cargos contra algunas empresas europeas por violar las sanciones impuestas al Gobierno sirio. La Open Society Justice Initiative (OSJI), un equipo de litigios de derechos humanos, trabaja con el Archivo Sirio para desarrollar los archivos de casos sobre una serie de ataques, incluido el de Talmenes que Alnahhas ha documentado.
Al-Mohammad tiene cicatrices en la cara por una fractura de la mandíbula en siete lugares cuando las fuerzas de seguridad lo tiraron de una segunda planta de un edificio durante una protesta en 2012.
En un correo electrónico, el abogado de OSJI Steve Kostas me dijo: "La información de código abierto ha transformado radicalmente la forma en la que investigamos, recopilamos y analizamos la información. La usamos para crear una descripción objetiva de los ataques, para identificar los posibles testigos, [y] para identificar y aprender algo más sobre los presuntos autores". No obstante, según la profesora visitante en la Facultad de Derecho de la Universidad de Stanford (EE. UU.) que trabajó anteriormente en el caso de Siria en el Departamento de Estado de EE. UU., Beth Van Schaack, los juicios hasta ahora han sido "principalmente contra individuos de bajo nivel, figuras de oposición, miembros de [Dáesh], y no contra los tipos de crímenes de guerra que realmente han llegado a caracterizar este conflicto".
Para responsabilizar a los verdaderos arquitectos de la estrategia de guerra del Gobierno sirio haría falta que otros gobiernos estuvieran unidos. Pero Rusia ha bloqueado repetidamente los esfuerzos para iniciar un proceso internacional de justicia y responsabilidades. Por ejemplo, vetó una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU en 2014 que enviaba a Siria a la Corte Penal Internacional. La ONU creó un organismo llamado Mecanismo Internacional Imparcial e Independiente para reunir pruebas para futuros casos, pero "hasta este momento, no existe ningún tribunal o entidad que tenga jurisdicción sobre los crímenes cometidos en Siria", explica el abogado sirio Deyaa Alrwishdi, que lleva participando en los esfuerzos de buscar las responsabilidades desde 2011.
Ahora parece casi inevitable que el régimen de Assad, ayudado por Rusia e Irán, salga victorioso de la guerra. Podrían pasar décadas antes de que realmente se confirme su responsabilidad, si es que alguna vez pasa.
Al-Mohammad, del Instituto Sirio de Justicia, afirma: "Cuando vemos el caso de la ex Yugoslavia y cómo las víctimas y supervivientes de Bosnia y Herzegovina finalmente lograron justicia, recuperamos la esperanza. Nos da la esperanza de seguir aguantando".
Él tiene cicatrices en la cara por una fractura de la mandíbula en siete lugares cuando las fuerzas de seguridad lo tiraron de una segunda planta de un edificio durante una protesta en 2012. Dos miembros del equipo de documentación que él dirige en Siria fueron asesinados mientras realizaban su trabajo. Y ha visto innumerables horas de vídeos que muestran una brutal atrocidad tras otra, causándole pesadillas. Su familia todavía está en Siria, y le preocupa que el régimen los castigue como respuesta a su trabajo.
Foto: Los activistas en Siria han documentado la presencia de restos de armas químicas con fotos como esta, con la esperanza de que sean usadas como pruebas de crímenes de guerra. Créditos: Emily Haasch; Ilustraciones de Source Imagery, cortesía de autor.
Le cuesta ver un camino hacia adelante o una forma de regresar a casa. El activista continúa: "Mis amigos y yo nos reunimos y hablamos mucho sobre eso... realmente no sabemos a dónde vamos. Al fin y al cabo, para la gente como nosotros: nuestro futuro en Siria sin justicia solo equivale a la muerte o la prisión".
Sin embargo, tanto él como otros siguen registrando pruebas de los crímenes que están ocurriendo. En algún momento, cuenta él, su trabajo dejó centrarse en lo que la comunidad internacional haría o no haría con él; se trataba de que el pueblo sirio tomara el control de sus propias historias. Y afirma: "Mi objetivo se transformó en documentar la historia de mi país".
Cuando conocí a Alnahhas en Gaziantep a principios de este verano, me dijo que sentía lo mismo. Hablamos en un café al aire libre, rodeados del ajetreo habitual de una ciudad bulliciosa. Siria, a unos pocos kilómetros de ahí, parecía muy lejana. En los años transcurridos desde su peligroso viaje para documentar los ataques con armas químicas, se apuntó a una universidad turca para sacar su título de médico, se casó y formó una familia. No podía imaginar regresar a casa.
Me habló de tres de sus amigos, jóvenes estudiantes que se habían ofrecido como voluntarios para atender a los manifestantes heridos en los primeros días del conflicto. Los pararon en un puesto de control del régimen y encontraron suministros médicos en su coche. Días después, sus cuerpos fueron devueltos a sus familias, quemados más allá del reconocimiento. Años después, sus esfuerzos por documentar los ataques químicos en Kafr Zita y Talmenes no habían cambiado nada; la gente seguía siendo asesinada con impunidad.
Alnahhas concluye: "Al mismo tiempo, no puedo simplemente decir que no voy a seguir. La historia la escriben los más fuertes". Al menos, la labor de documentación le ha dado una determinada misión. Y repitió: "Sin las pruebas adecuadas... el régimen podrá, en algún momento, afirmar que esto nunca sucedió. Podrá manipular la historia de la crisis siria para evitar el castigo. Así que esta es nuestra responsabilidad".