Dos libros analizan el precio que hemos pagado al ceder un poder sin precedentes a las grandes tecnológicas y explican por qué es imperativo que empecemos a recuperarlo
Internet adora un buen neologismo, sobre todo si puede captar un supuesto cambio de onda o explicar una nueva tendencia. En 2013, el columnista Adrian Wooldridge acuñó una palabra que acabó haciendo ambas cosas. En su artículo para The Economist, advertía de la llegada del "techlash", una revuelta contra los ricos y poderosos de Silicon Valley alimentada por la creciente percepción del público de que estos "soberanos del ciberespacio" no eran los benévolos portadores de un futuro brillante que decían ser.
Aunque Wooldridge no precisó cuándo llegaría este "techlash", hoy sabemos que se produjo un cambio drástico en la opinión pública hacia las grandes tecnológicas y sus líderes, –y que sigue produciéndose–. Podemos decir lo que queramos sobre las legiones de acólitos de Elon Musk en X, pero si una industria y sus ejecutivos pueden hacer que Elizabeth Warren y Lindsey Graham coincidan en su rechazo a un sector, es que no se están ganando la simpatía de casi nadie.
Para ser claros, siempre ha habido críticos de los excesos y los abusos de Silicon Valley. Sin embargo, durante la mayor parte de las dos últimas décadas, muchas de esas voces disidentes han sido tachadas de "luditas" sin remedio y aborrecedores del progreso, o bien han sido ahogadas por un grupo mucho más numeroso y ruidoso de "tecnooptimistas". Hoy, esos mismos críticos (junto con muchos otros nuevos) han vuelto a la carga, rearmados con newsletters en Substacks, columnas en los medios de comunicación y –cada vez más– contratos de libros.
Dos de las incorporaciones más recientes al floreciente género del "techlash" son The Venture Alchemists: How Big Tech Turned Profits into Power, de Rob Lalka, y The Tech Coup: How to Save Democracy from Silicon Valley, de Marietje Schaake. Ambos libros describen el ascenso de una industria que utiliza cada vez más su riqueza y poder sin precedentes para socavar la democracia, y esbozan lo que podemos hacer para empezar a recuperar parte de ese poder.
Lalka es profesor de negocios en la Universidad de Tulane (Louisiana, EE UU), y The Venture Alchemists se centra en cómo un pequeño grupo de empresarios consiguió convertir un puñado de ideas novedosas y grandes apuestas en una riqueza e influencia sin precedentes. Aunque es probable que los nombres de estos semidioses de la disrupción resulten familiares a cualquiera con una conexión a Internet y un interés fugaz por Silicon Valley, Lalka también comienza su libro con una página en la que aparecen sus nueve caras (en su mayoría) jóvenes y (en su mayoría) sonrientes.
Hay fotos de los famosos fundadores Mark Zuckerberg, Larry Page y Sergey Brin; de los financiadores de capital riesgo Keith Rabois, Peter Thiel y David Sacks; y de un trío bastante más variopinto formado por el exconsejero delegado de Uber caído en desgracia Travis Kalanick, el ferviente eugenista y reputado padre de Silicon Valley Bill Shockley (que, cabe señalar, murió en 1989), y el antiguo inversor de capital riesgo y futuro vicepresidente de Estados Unidos, JD Vance.
El mérito de Lalka radica en que toma esta mezcla de titanes de la tecnología y utiliza sus historias de origen e interrelaciones para explicar cómo la llamada mentalidad de Silicon Valley (¿virus mental?) se convirtió no solo en un elemento fijo del condado californiano de Santa Clara, sino también en la forma por excelencia de concebir el éxito y la innovación en todo Estados Unidos.
Según Lalka, esta forma de hacer negocios, generalmente envuelta en un aluvión de lenguaje innovador –disrumpir o ser disrumpido, moverse rápido y romper cosas, mejor pedir perdón que permiso–, a menudo puede enmascarar una ética más oscura y autoritaria.
Uno de los nueve empresarios del libro, Peter Thiel, escribió: "Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles" y "la competencia [en los negocios] es para los perdedores". Otros muchos piensan que todo progreso tecnológico es intrínsecamente bueno y debe perseguirse a toda costa y en aras del beneficio propio. Unos pocos creen también que la privacidad es un concepto anticuado –incluso una ilusión– y que sus empresas deberían tener libertad para acaparar y lucrarse con nuestros datos personales. Sin embargo, sobre todo, según Lalka, estos hombres creen que su nuevo poder no debe verse limitado por gobiernos, reguladores ni nadie que pueda tener la desfachatez de imponer algunas limitaciones.
¿De dónde proceden exactamente estas creencias? Lalka señala a personas como el difunto economista del libre mercado Milton Friedman, que afirmó que la única responsabilidad social de una empresa era la de aumentar los beneficios, así como a Ayn Rand, la autora, filósofa y heroína de los adolescentes incomprendidos de todo el mundo que intentó convertir el egoísmo en una virtud.
Esta es una explicación algo reduccionista y poco original de las inclinaciones libertarias de Silicon Valley. Sin embargo, lo que importa en última instancia es que muchos de estos "valores" se codificaron posteriormente en el ADN de las empresas que estos hombres fundaron y financiaron, empresas que hoy configuran la forma en que nos comunicamos entre nosotros, cómo compartimos y consumimos las noticias e incluso cómo pensamos sobre nuestro lugar en el mundo.
La mejor parte de The Venture Alchemists es la descripción de las travesuras y controversias en el campus que dieron forma a estos jóvenes emprendedores o, en muchos casos, la revelación de quiénes han sido siempre. Lalka es un investigador minucioso y tenaz, como sugieren las 135 páginas de notas finales del libro. Y aunque casi todas estas historias ya han sido contadas en otros libros y artículos, se las arregla para aportar nuevas perspectivas y puntos de vista a partir de fuentes como periódicos universitarios y documentos filtrados.
Una cosa en la que el libro es particularmente eficaz es en desmontar el mito de que estos empresarios eran, de alguna manera, videntes superdotados que veían (e invertían) un futuro que el resto de nosotros sencillamente no podíamos comprender o predecir.
Sin duda, alguien como Thiel hizo una inversión inteligente en Facebook en sus inicios, pero también cometió algunos errores muy caros con esa participación. Como señala Lalka, el Thiel's Founders Fund se deshizo de decenas de millones de acciones poco después de que Facebook saliera a bolsa, y el propio Thiel pasó de poseer el 2,5% de la compañía en 2012 al 0,000004% menos de una década después (casi al mismo tiempo que Facebook alcanzó su valoración de un billón de dólares –mil millones de euros, aproximadamente–). Si a esto añadimos sus objetivamente terribles apuestas en 2008, 2009 y más allá, cuando recortó en el que resultó ser uno de los mercados alcistas más largos de la historia del mundo, da la impresión de que es menos un oráculo y más un ideólogo que asumió grandes riesgos que resultaron rentables.
Uno de los mantras favoritos de Lalka a lo largo de The Venture Alchemists es que "las palabras importan". De hecho, utiliza muchas de las propias palabras de estos empresarios para exponer su hipocresía, intimidación, tendencia juvenil a contrariar, racismo casual y, desde luego, avaricia y egoísmo. No es una imagen muy halagadora, por no decir otra cosa.
Por desgracia, en lugar de dejar que las palabras y los hechos hablen por sí solos, Lalka a menudo siente la necesidad de intervenir con los propios, recomendando con frecuencia a los lectores que no señalen con el dedo o juzguen con demasiada dureza a estos hombres, incluso después de haber relatado sus muchas transgresiones. Ya sea con la intención de aparentar objetividad o simplemente para recordar a los lectores que estos empresarios son hombres complejos y complicados que toman decisiones difíciles, el resultado no funciona. En absoluto.
Por un lado, Lalka tiene claramente sus propias opiniones sobre el comportamiento de estos empresarios, opiniones que no intenta disimular. En un momento del libro sugiere que el enfoque de macho alfa y dominante a toda costa de Kalanick para dirigir Uber es "casi, pero no del todo" como una violación, que no es la comparación que uno haría si quisiera parecer un árbitro de la imparcialidad. Y si realmente pretende que los lectores lleguen a una conclusión diferente sobre estos hombres, lo cierto es que no da muchas razones para hacerlo. Decirnos simplemente que "juzguemos menos y discernamos más" resulta peor que una evasiva. Parece "casi, pero no del todo", una culpabilización de las víctimas, como si de alguna manera fuéramos tan culpables como ellos por usar sus plataformas y creer en su "automitologización".
“En muchos sentidos, Silicon Valley se ha convertido en la antítesis de lo que sus pioneros se propusieron ser”.
Marietje Schaake
Igualmente frustrante es el crescendo de tópicos vacíos con que termina el libro. "Las tecnologías del futuro deben perseguirse con reflexión, ética y cautela", dice Lalka después de pasar 313 páginas mostrando a los lectores cómo estos empresarios han ignorado voluntariamente los tres adverbios. Lo que han construido en su lugar son enormes máquinas de creación de riqueza que nos dividen, distraen y espían. Tal vez sea cosa mía, pero ese tipo de comportamiento debería considerarse no solo para el juicio, sino también para la acción.
Entonces, ¿qué podemos hacer con un grupo de hombres aparentemente incapaces de reflexionar seriamente sobre sí mismos, hombres que creen inequívocamente en su propia grandeza y que se sienten cómodos tomando decisiones en nombre de cientos de millones de personas que no los han elegido y que no comparten necesariamente sus valores?
Regularlos, por supuesto. O, al menos, regular las empresas que dirigen y financian. En The Tech Coup, de Marietje Schaake, se presenta a los lectores una hoja de ruta sobre cómo podría tomar forma esa regulación, junto con un relato revelador de cuánto poder se ha cedido ya a estas corporaciones en los últimos 20 años.
NSO Group ha vendido su potente programa espía Pegasus a autócratas que, a su vez, lo han utilizado para reprimir la disidencia y vigilar a sus críticos. Los multimillonarios toman ahora decisiones de seguridad nacional en nombre de Estados Unidos y utilizan sus empresas de redes sociales para difundir propaganda de derechas y teorías de la conspiración, como hace Musk con sus satélites Starlink y X. Las empresas de vehículos de uso compartido utilizan sus propias aplicaciones como herramientas de propaganda y canalizan cientos de millones de dólares en iniciativas electorales para deshacer leyes que no les gustan. La lista es interminable. Según Schaake, este poder desmesurado y, en gran medida, irresponsable, está cambiando los fundamentos del funcionamiento de la democracia en Estados Unidos.
"En muchos sentidos, Silicon Valley se ha convertido en la antítesis de lo que sus primeros pioneros pretendían ser: de desestimar al gobierno a asumir literalmente funciones equivalentes; de alabar la libertad de expresión a convertirse en controladores y reguladores de la expresión; y de criticar las extralimitaciones y abusos del gobierno a acelerarlos mediante herramientas de espionaje y algoritmos opacos", escribe.
Schaake, exmiembro del Parlamento Europeo y actual directora de política internacional del Centro de Política Cibernética de la Universidad de Stanford (California, EE UU), es la cronista perfecta de la toma de poder de las grandes tecnológicas. Más allá de su clara experiencia en los ámbitos de la gobernanza y la tecnología, también es neerlandesa, lo que la hace inmune a la enfermedad claramente estadounidense que parece equiparar la riqueza extrema, y el poder que esta conlleva, con la virtud y la inteligencia.
Esta resistencia a las diversas distorsiones de la realidad que emanan de Silicon Valley desempeña un papel fundamental en su capacidad para ver a través de las muchas justificaciones y soluciones interesadas que provienen de los propios líderes tecnológicos. Schaake entiende, por ejemplo, que cuando alguien como Sam Altman, de OpenAI, se pone delante del Congreso y suplica una regulación de la IA, lo que está haciendo en realidad es pedir al Congreso que cree una suerte de foso regulador entre su empresa y cualquier otra start-up que pueda amenazarla, y no actuando movido por un deseo genuino de responsabilidad o de límites gubernamentales.
Al igual que Shoshana Zuboff, autora de The Age of Surveillance Capitalism, Schaake cree que "lo digital" debe "vivir dentro de la casa de la democracia", es decir, que las tecnologías deben desarrollarse en el marco de la democracia, y no al revés. Para lograr este reajuste, ofrece una serie de soluciones, desde la prohibición de lo que ella considera tecnologías claramente antidemocráticas (como el software de reconocimiento facial y otras herramientas de espionaje) hasta la creación de equipos independientes de asesores expertos para los miembros del Congreso (que a menudo no son capaces de entender las tecnologías y los modelos de negocio).
Como era de esperar, todo este renovado interés por la regulación ha inspirado su propia reacción en los últimos años: una especie de "revanchismo tecnológico", en palabras del periodista James Hennessy. Además de los ataques ya conocidos, como intentar pintar a los partidarios de la "techlash" como antitecnológicos (no lo son), las empresas también están gastando enormes cantidades de dinero para reforzar sus grupos de presión.
Algunos inversores de capital riesgo, como el cofundador de LinkedIn Reid Hoffman, que hizo grandes donaciones a la campaña presidencial de Kamala Harris, querían desalojar a la presidenta de la Comisión Federal de Comercio, Lina Khan, alegando que la regulación está matando la innovación (no es así) y eliminando los incentivos para crear una empresa (no es así). Y luego, por supuesto, está Musk, que parece jugar en otra liga cuando se trata de cuánta influencia puede ejercer sobre Donald Trump y el gobiernocon el que sus empresas tienen contratos de gran valor.
Lo que todas estas tentativas de victimización y los subsiguientes esfuerzos por librarse de la supervisión reguladora pasan por alto es que, en realidad, existe un vasto terreno intermedio entre el simple tecnooptimismo y el tecnoescepticismo. Es perfectamente posible apoyar las innovaciones que pueden mejorar significativamente nuestras vidas sin aceptar que todos los inventos populares son buenos o inevitables, como señalan Cal Newport, colaborador de The New Yorker, y otros autores.
Regular las grandes empresas tecnológicas será crucial para nivelar el terreno de juego y garantizar el cumplimiento de los principios básicos de la democracia. Pero, como sugieren Lalka y Schaake, hay otra batalla que puede resultar aún más difícil y polémica: la de deshacer la lógica errónea y las filosofías cínicas e interesadas que nos han llevado al punto en el que nos encontramos.
¿Y si admitiéramos que las constantes celebraciones de la disrupción no son tan buenas para nuestro planeta ni para nuestros cerebros? ¿Y si en lugar de la "destrucción creativa" empezáramos a fetichizar la estabilidad y en lugar de "hacer mella en el universo" centráramos nuestros esfuerzos en arreglar lo que ya está roto? ¿Y si admitiéramos que la tecnología podría no ser la solución a todos los problemas a los que nos enfrentamos como sociedad y que, aunque la innovación y el cambio tecnológico pueden aportar indudables beneficios a la sociedad, no tienen por qué ser la única medida del éxito económico y la calidad de vida? Cuando ideas como estas empiecen a parecernos menos radicales y más de sentido común, sabremos que el "techlash" habrá conseguido ser verdaderamente revolucionario por fin.