Si analizamos en retrospectiva, la cita de Neil Armstrong debió ser más bien al revés. Aunque la tecnología espacial ha cambiado el mundo, no lo ha cambiado como se esperaba. La vida actual no se entiende sin los satélites, pero el coste de llevar personas al espacio sigue estancado
Cincuenta años después de que Neil Armstrong pisara la Luna, podría decirse que el astronauta se equivocó un poco. Llegar a la Luna fue un gran salto para un hombre, ya que la vida de Armstrong cambió para siempre, pero, en retrospectiva, no fue más que un pequeño paso para la humanidad.
No es que enviar a la gente a la Luna no fuera enorme reto colectivo, sí lo fue. Pero la llegada del hombre al satélite no ha contribuido demasiado a cambiar la sociedad humana a largo plazo.
Como el conocido historiador del espacio Roger Launius escribe en su nuevo libro El legado de Apolo (Apollo’s Legacy): "Básicamente, la decisión del presidente de EE. UU. sobre la misión Apolo fue para Estados Unidos lo mismo que para Egipto, el empeño de los faraones de construir las pirámides". Su impacto más importante no se basaba en una tecnología en particular sino una simple metáfora: si podemos enviar a un hombre a la Luna, ¿por qué no podemos hacer X?
Todas las "X" que suelen aparecer en los debates sobre cómo resolver el cambio climático o la pobreza "tienen alguna posibilidad de aplicar soluciones técnicas", señala Launius. "Pero, en gran parte, se trata de problemas políticos y sociales", añade. Y el programa Apolo no resolvió ningún problema político o social. Otras "X", como la curación del cáncer, dependen del desarrollo de las nuevas formas del conocimiento científico.
En cambio, el éxito del programa Apolo, que en su apogeo daba trabajo a 400.000 personas, se basó en una buena gestión de ingeniería de innumerables innovaciones técnicas interdependientes, en lugar de en las revoluciones científicas. El Proyecto Manhattan, que empleó a 125.000 personas y costó aproximadamente una cuarta parte de lo que costó Apolo en dólares (de acuerdo con la inflación), cambió el mundo mucho más con la creación de la bomba atómica. Eso sí que fue un gran salto, aunque tal vez no en una dirección tan buena.
Lo que se puede decir del impacto para la humanidad del programa Apolo es que nos ayudó a mejorar muchísimo en la gestión de los complejos sistemas técnicos requeridos para la misión. Los aviones modernos y los ordenadores son increíblemente complejos. Pero, no obstante, no funcionan gracias al Apolo, sino por las mismas razones.
Aunque la humanidad no ha regresado a la Luna desde 1972, este tipo de sistemas han permitido un progreso lento y constante en los vuelos espaciales humanos, una notable exploración robótica del sistema solar y, quizás lo más importante, una profunda reorganización de la vida en la Tierra gracias a los satélites que la orbitan.
Para tener una idea de cómo se ha generalizado la actividad espacial, basta con ver algunas estadísticas. Desde el año 2000, EE. UU., Rusia, China, India y Europa han realizado 1.125 lanzamientos de grandes cohetes veces con éxito, mientras que solo 39 han fracasado. Es una tasa de fallo cercana al 3,5 %. Muchos, si no la mayoría, de estos fallos ocurrieron en los primeros lanzamientos de un nuevo modelo, lo que significa que la tasa de fallos de los cohetes probados es incluso menor. En cambio, desde el lanzamiento de Sputnik en 1957 hasta julio de 1969, falló el 20 % de los lanzamientos.
Cuando Armstrong y Buzz Aldrin llegaron a la Luna, 37 hombres y una mujer, de EE. UU. y la URSS, ya habían orbitado la Tierra. Actualmente, lo han hecho 495 hombres y 63 mujeres, de unos 40 países. No hay duda de que los transbordadores espaciales fueron un desastre: se suponía que cada vuelo costaría menos de nueve millones de euros, pero terminaron costando 1.400 millones de euros. Catorce personas murieron cuando los transbordadores espaciales Columbia y Challenger se desintegraron. No obstante, los transbordadores espaciales llevaron a muchas más personas al espacio que cualquier otro vehículo. La Estación Espacial Internacional (EEI) también tiene un presupuesto ridículamente por encima del originalmente prometido a pesar de que su rendimiento científico es poco importante. Pero si el vuelo espacial humano consigue volverse algo habitual, los datos de la EEI sobre cómo mantener a las personas vivas y sanas en el espacio durante largos períodos de tiempo empezarán a ser valiosos.
Antes del 20 de julio de 1969, Estados Unidos solo había enviado dos sondas espaciales a Venus para estancias cortas, y una a Marte. La Unión Soviética había recibido con éxito los datos de tres sondas desde Venus. Nadie había enviado naves espaciales a través del cinturón de asteroides al sistema solar exterior, y los datos de Marte y Venus solo ofrecían visiones parciales.
Actualmente, todos los planetas del sistema solar han sido visitados por sondas espaciales: Marte y Venus muchas veces; Júpiter por un par de orbitadores; Mercurio y Saturno por un orbitador cada uno; Urano, Neptuno y Plutón en breves visitas. También tuvieron lugar varias misiones a los cometas y asteroides.
En 1969, solo un telescopio espacial había sido lanzado con éxito; hoy en día, docenas de tales instrumentos han analizado los cielos. En particular, el telescopio espacial Kepler descubrió 2.343 exoplanetas, más de la mitad de los 3.972 que se han encontrado hasta la fecha. En 1969, nadie sabía que los exoplanetas existían; hoy sabemos que superan a las estrellas en número, y también aproximadamente cuántos de ellos es probable que tengan el tamaño y la distancia a una estrella adecuados para poder albergar vida.
El 20 de julio de 1969, había 116 satélites orbitando la Tierra, sin contar la Luna ni el Apolo 11. Mientras se escribía este artículo, había más de 2.100. Pero estos dispositivos han crecido más en importancia que en número: ningún aspecto de la vida del siglo XXI es imaginable sin ellos.
Las Fuerzas Aéreas de EE. UU. se han convertido en el intermediario de los millones de personas que usan aplicaciones como Tinder, Grindr y Bumble.
Los satélites de comunicación ya cubren todo el globo. Incluso los más modestos quedan fuera de cobertura más por una elección deliberada que por logística. La comunicación por satélite sigue siendo relativamente cara, pero si Elon Musk y otros empresarios cumplen sus objetivos, eso cambiará pronto. Por otro lado, el GPS es gratuito gracias a las Fuerzas Aéreas de EE. UU., que han acabado desempeñando, sin querer, el papel de quitarle el negocio a las compañías de taxis, y de intermediario para los millones de usuarios de las aplicaciones como Tinder, Grindr, y Bumble. Las acciones militares, desde los ataques con drones hasta los grupos de portaaviones de combate por los océanos, están mediadas fundamentalmente por los satélites de comunicación y reconocimiento, así que es imposible imaginar las últimas décadas de la historia mundial sin ellos.
Los Cubesats y pequeños otros satélites han comenzado a cambiar la economía de la órbita baja de la Tierra de una manera importante. Como son hábiles y ligeros, y por lo tanto, van camino a volverse ubicuos, se podría decir que estamos elevando la superficie de la Tierra en cientos o unos pocos miles de kilómetros. De la misma manera que el viaje en avión antes parecía ficción y se ha vuelto común, lo mismo ha ocurrido con los dispositivos de la órbita terrestre.
Pero a diferencia de los satélites, las personas no se pueden hacer más pequeñas. Así que, mientras los costes de lanzamiento sigan siendo altos, los viajes humanos al espacio seguirán siendo escasos. Esos costes llevan sin reducirse desde hace mucho tiempo, en parte debido a las relaciones entre la tecnología de cohetes, los gobiernos y los militares. Musk y Jeff Bezos, con sus miles de millones, están intentando atravesar ese nudo. Pero queda por ver si sus esfuerzos producirán un impulso del turismo espacial para las élites o un gran salto duradero al espacio, hacia los primeros pasos de las colonias en Marte o cilindros gigantes en órbita alrededor del Sol.
El programa Apolo no logró dar ese salto. Su éxito consistió en llevar la tecnología de la época lo más lejos posible, igual que los faraones construyeron las pirámides más grandes que pudieron. Fueron un monumento al ingenio y a la determinación. Pero los monumentos son, por diseño y por definición, algo que simboliza el final y no el comienzo.