El 'Cyberplasm', un híbrido construido con fibras musculares y microelectrónica avanzada, se movería en el interior del organismo recogiendo datos de utilidad médica.
Un minúsculo robot con forma de lamprea, un animal alargado y resbaladizo que se desplaza serpenteando por el agua, podría convertirse en el próximo explorador del interior del cuerpo humano. Este centinela incansable se movería través de los tejidos recogiendo datos y detectando enfermedades sin riesgo de agotar su batería. Sus músculos, fabricados con tejido vivo, se alimentarían de forma autónoma transformando la glucosa y el oxígeno como hacen las células del cuerpo humano.
“Nada es capaz de igualar la habilidad natural de las criaturas vivas de observar y oler su entorno y de recopilar datos de lo que sucede a su alrededor”, afirma Daniel Frankel, bioingeniero de la Universidad de Newcastle (Reino Unido) que lidera la construcción de este microrrobot al que él y sus compañeros han bautizado como ‘Cyberplasm’.
Su proyecto, junto a otros cuatro, fue seleccionado en 2009 de entre diez candidatos que luchaban por una inversión de cinco millones de dólares a tres años aportados por la Fundación Nacional de la Ciencia (NSF) norteamericana y por el Consejo de Investigación en Ingeniería y Ciencias Físicas (EPSRC) de Reino Unido.
En el prototipo que están construyendo, el sistema nervioso de este pequeño robot es sencillo -como el del animal al que imita- y electrónico, lo que plantea a los científicos el reto de conectarlo a las células vivas que confeccionan sus músculos y a los sensores sintéticos que captan estímulos químicos y lumínicos. Todo el sistema está coordinado por un cerebro también electrónico en el que unos microchips recogen las señales procedentes de los sensores y coordinan los movimientos ondulatorios del aparato.
La versión inicial del Cyberplasm dispone de una cantidad limitada de respuestas ante distintos estímulos, pero su comportamiento podría aumentar en complejidad en el futuro. Para ello, los investigadores imitarían el sistema nervioso de insectos como las abejas que, tal y como señala José David Fernández, investigador del Grupo de Estudios en Biomimética de la Universidad de Málaga (España), son capaces de conseguir “comportamientos extraordinariamente complejos por medio de redes neuronales relativamente simples”.
Esta idea de la inteligencia basada en la interconexión de elementos sencillos es uno de los enfoques principales del Cyberplasm. Antonio Barrientos, coordinador del grupo de Robótica y Cibernética de la Universidad Politécnica de Madrid (España) explica que para lograr un robot operativo, en lugar de “complicados algoritmos de control monolíticos” pueden utilizarse muchos elementos con capacidades muy simples y muy interconectados, de forma que “la inteligencia resida en las conexiones”.
Tras tres años de trabajo en este desarrollo, el equipo de Frankel está ultimando y probando los componentes individuales del dispositivo. “Esperamos alcanzar la fase de ensamblado en un par de años y podría empezar a utilizarse en situaciones reales en un plazo de cinco”, pronostica el investigador.
La idea de disponer de microrrobots para distintos usos sanitarios -como la cirugía o la detección de enfermedades- supondría un verdadero adelanto, pero hasta ahora los prototipos construidos con materiales sintéticos funcionan con energía eléctrica y necesitan baterías o algún tipo de cable para ser autónomos.
Para esquivar esta limitación, los investigadores han propuesto que el Cyberplasm obtenga la energía del mismo modo que lo hacen las células del cuerpo: de la glucosa y el oxígeno de la sangre. “Pretenden que los actuadores que se mueven sean músculos cultivados en lugar de sintéticos”, explica Fernández. “Utilizarían precursores de células musculares para crear fibras que se alimentarían y harían su función usando glucosa y oxígeno”. De esta forma el paciente, al comer y respirar, abastecería al robot que navegaría por su cuerpo con un caudal de energía inagotable.
No obstante, para que esto sea posible, el primer reto que tienen que superar concierne al tamaño del robot, que es demasiado grande para viajar por los vasos sanguíneos más delgados. En 2010, el biólogo de la Universidad Northeastern Joseph Ayers, uno de los miembros del equipo, construyó un robot lamprea electrónico de unos 80 centímetros de largo. Ahora, el objetivo es que el Cyberplasm mida un centímetro, y después, reducirlo hasta un milímetro.
En teoría, miniaturizar los componentes electrónicos hasta estos tamaños sería sencillo, sin embargo, una de las novedades del robot es que obtiene la energía eléctrica para su circuitería mediante una pila integrada por bacterias, por lo que también habría que reducir el tamaño de ésta y el de sus electrodos. ”Sería muy difícil alimentar un dispositivo que necesite una producción continua de energía a escala milimétrica”, considera Abraham Esteve, profesor del departamento de Química Analítica e Ingeniería Química de la Universidad de Alcalá de Henares (España) y líder del grupo de Bioelectrogénesis.
Esteve participa en el proyecto europeo BACWIRE, que estudia cómo mejorar mediante nanotecnología la conductividad entre las bacterias y los electrodos en este tipo de pilas. Para este investigador, conseguir los 900 milivoltios que requieren los componentes electrónicos del microrrobot para funcionar es ”muy difícil pero factible con unas buenas condiciones”.
El equipo de Frankel propone colocar una sola capa de bacterias entre los dos electrodos de la pila mediante “una nueva metodología de unión”. Sin embargo, para producir electricidad, cada uno de ellos debe estar en un ambiente diferenciado: uno muy anaerobio, y el otro, muy oxigenado. En este sentido, Esteve advierte que "si los electrodos están a una distancia de una micra, que sería el ancho de una capa de bacterias, es complicado que esto suceda”.
Además, las dos sustancias básicas que utilizarían los investigadores en el Cyberplasm para obtener electricidad serían las disponibles en el cuerpo: la glucosa como combustible y el oxígeno como aceptor de los electrones que se generan al oxidarse la primera. El problema radica en que la solubilidad del oxígeno en sangre es relativamente baja, ya que se transporta asociado a la hemoglobina que se encuentra dentro de los glóbulos rojos. “No sé hasta qué punto el electrodo va a tener acceso a oxígeno real si éste está dentro de un glóbulo rojo”, comenta Esteve. “Esta circunstancia haría que bajara mucho el rendimiento del sistema”, añade.
Otra de las incertidumbres es si con electrodos de superficies tan pequeñas podrían generarse los microvatios de potencia que necesitan los circuitos de esta lamprea robótica (entre 100 y 160). Actualmente, los rendimientos más altos que se consiguen son de unos 100 microvatios por centímetro cuadrado de electrodo, usando bacterias muy eficientes del género Geobacter (que no serían viables en el caso del Cyberplasm) y acetato en lugar de glucosa. “Es complicado conseguir una potencia igual o superior en un sistema a priori mucho menos optimizado”, considera Esteve.
Por otra parte, aunque en su conjunto el robot completo no midiera más de un milímetro, esto no sería suficiente para garantizar su movilidad por el interior del cuerpo. “Podría tragarse y utilizarse para estudiar el tracto digestivo, pero no podría entrar en el torrente sanguíneo”, asegura Montserrat Calleja, investigadora del departamento de Dispositivos, Sensores y Biosensores del Instituto de Microelectrónica de Madrid (IMM-CSIC), en España. Fernández coincide con la investigadora y apunta que el Cyberplasm “podría moverse por los espacios que hay entre los tejidos, pero no por la sangre”. Para esto, sus creadores tendrían que bajar a la nanoescala (algo que no descartan) y sería necesario adaptar todos los componentes a estas nuevas condiciones. “Es posible que tuvieran que hacer nanoelectrónica basada en biomoléculas o electrónica en esa escala”, considera Calleja.
A este nivel también sería prácticamente inviable alimentar los componentes electrónicos con una pila microbiana ya que las propias bacterias serían más grandes que el robot. “Necesitarían electrodos que fueran más pequeños que una bacteria”, afirma Esteve.
Aunque la perspectiva de disponer del Cyberplasm ensamblado y operativo resulta aún lejana, este proyecto podría generar de forma más inmediata avances en otros campos como el cultivo de tejidos o las interfaces entre células vivas y materiales sintéticos. “Al tratar de adherir las células al robot van a descubrir mecanismos con los que éstas no rechacen una superficie inorgánica y eso se puede aplicar después en prótesis”, explica Calleja.
Del mismo modo, Fernández coincide en que una vez que se conozca la técnica de cultivo de células musculares se abrirá un campo muy prometedor para la reconstrucción de músculos dañados. “Sería una aplicación revolucionaria ya que su regeneración es muy difícil”, concluye el investigador.