Desde hace años, el Gobierno corta el acceso a internet y ralentiza las conexiones en la disputada región de Cachemira para reprimir a los disidentes, unos apagones que han llegado a otras partes del país. La polémica estrategia está siendo especialmente perjudicial para los ciudadanos durante la pandemia
Una vez más, la primavera llegó al valle de Cachemira (India) con la nieve derretida y los cerezos en flor. Pero este año sucedió algo nuevo. El 18 de marzo, en la ciudad más grande de la región himalaya de Cachemira, Srinagar, un hombre dio positivo por COVID-19. Fue el primero en el valle. El alcalde pidió a todos los ciudadanos que se quedaran en casa, pero su mensaje no se difundió de forma amplia. La comunicación en Cachemira era limitada, los servicios de telefonía móvil a menudo sufrían interrupciones y las velocidades de internet se quedaron en la lenta red 2G.
Por ello, aunque algunos habitantes de Cachemira respetaron la orden de quedarse en casa, muchos no tenían ni idea de que estaban en peligro. "No sabíamos nada sobre el virus", rememora el urólogo del Government Medical College en Srinagar, Omar Salim Akhtar. "Incluso los sanitarios estábamos indefensos. Tuvimos que pedir a las personas que viajaban fuera de Cachemira que descargaran las pautas médicas y trajeran las copias impresas".
El Gobierno indio había impuesto el corte de las comunicaciones en Cachemira en agosto del año pasado para intentar reprimir la disidencia en esa inestable región. El bloqueo fue total: no había servicio de internet móvil, banda ancha, teléfonos fijos ni televisión por cable. Akhtar fue detenido durante una manifestación (en su pancarta se podía leer "Esto no es una protesta, es una solicitud, los pacientes están sufriendo"), pero fue puesto en libertad sin cargos finalmente. La desconexión duró hasta enero, lo que le convierte en el apagón de internet más prolongado jamás visto en el mundo democrático.
Después de reactivar parcialmente la conexión a internet, el Gobierno prohibió el uso de las redes sociales y varias personas que violaron esa prohibición ocultando su ubicación fueron arrestadas bajo las leyes antiterroristas. Cuando se escribió este artículo, las velocidades de la red seguían siendo muy limitadas.
Antes del confinamiento, la mayor parte de la India buscaba formas para seguir operando online. En Cachemira, debido al apagón, el cambio hacia las escuelas y negocios digitales era imposible.
A medida que se propagaba el coronavirus, ese bloqueo de información se ha convertido en una amenaza para la seguridad pública. El día siguiente al primer diagnóstico positivo por el virus en el valle, Amnistía Internacional pidió al Gobierno que restableciera el acceso. "El derecho a la salud", resaltaba en su comunicado, "proporciona el derecho a acceder a la atención médica, [y] a la información relacionada con la salud". El Gobierno no cambió de opinión.
Faltaba entonces una semana para el confinamiento de la India, pero fuera de Cachemira la mayoría de las personas no tenían problemas con el acceso a internet. Ya trabajaban para encontrar formas de trasladar su trabajo y sus clases al online. Sin embargo, en Cachemira, donde incluso descargar Zoom era un problema, trasladar las aulas o los negocios a internet no era una opción.
La falta de información dejó a la gente desconcertada y propensa a creer en los rumores. "Por un lado, decían que el virus era un complot para ganar dinero con una vacuna y que todos debían seguir visitando la mezquita y asistiendo a las bodas", cuenta Akhtar. "Otros empezaron a escribir sus testamentos y querían cavar fosas comunes".
El Gobierno indio afirma que las conexiones lentas, las limitaciones del servicio y los apagones son necesarios para mantener la paz. Cachemira, una disputada región en la frontera entre India y Pakistán, vive brotes regulares de violencia, y algunos habitantes de Cachemira que apoyan el movimiento por la independencia utilizan las redes sociales para organizarse. El Gobierno en Delhi defiende que, sin conectividad, el movimiento independentista se detendrá.
Incluso si eso fuera cierto, ya que el movimiento empezó varias décadas antes de las redes sociales, lo cierto es que los cortes también paralizan la vida normal. Después de que la región sufriera pérdidas económicas por valor de miles de millones de dólares debido al corte de agosto, resultó difícil para la población local considerar las acciones del Gobierno como algo más que un castigo colectivo.
A sus 30 años, la ingeniera mecánica Samreen Hamdani es una de las personas que sintió ese castigo. Cuando se impuso el bloqueo, enseñaba matemáticas aplicadas en una escuela politécnica para mujeres en Srinagar. Su vida era ajetreada (también dirigía una organización sin ánimo de lucro para llevar la educación a las áreas rurales) y los días no parecían lo suficientemente largos. Entonces tuvo lugar el apagón.
"Perder internet es como perder la capacidad de hablar", opina Hamdani. "Es como perder la capacidad de caminar".
Foto: Samreen Hamdani. Créditos: Abid Bhat
La escuela canceló las clases y ella tuvo que despedir a sus empleados en la ONG. No tenía un plan B: su vida estaba demasiado vinculada a la red de redes. Sus días, antes ocupados por completo, se convirtieron en un ciclo de despertarse, comer y dormir, con poco más que hacer o que esperar.
Durante años, muchos indios creyeron en esa línea del Gobierno sobre que los cortes de internet en Cachemira frenaban la violencia y salvaban vidas. Pero en 2018, en lugar de limitarse a ese inestable valle, comenzaron a ocurrir en toda la India. Según las cifras informadas por los usuarios, hubo 134 apagones de internet en más de media docena de estados ese año, y en 2019 se produjeron otros 106 en más de 10 estados. Cientos de millones de personas se vieron afectadas.
Eso hace que la India, una democracia, sea el líder mundial en esos cortes, por delante de China, Irán y Venezuela. Y se ha vuelto más difícil para los indios comunes pensar que las personas afectadas eran una amenaza para la seguridad nacional, porque les pasaba lo mismo a ellos, en sus propias ciudades, en sus propias casas.
A las 3:50 horas de la madrugada del 19 de diciembre de 2019, a Kishi Arora le despertó un mensaje de texto de su compañía de telefonía móvil. El Gobierno, decía el mensaje, estaba bloqueando el acceso a internet en su barrio. Arora había seguido los muchos apagones en Cachemira, pero nunca se había imaginado que experimentaría uno en Delhi, la capital del país.
Aunque no había amanecido, inmediatamente empezó a pensar en lo que significaría ese bloqueo para ella y para su trabajo. Popular repostera, Arora había creado un negocio online: tenía 160.000 seguidores en Twitter, 17.000 en Facebook y 24.000 en Instagram. Su equipo trabajaba todos los días recibiendo pedidos, muchos de ellos a través de las redes sociales, cocinando y entregando la comida a los clientes por toda la ciudad. El mensaje de texto no mencionaba cuánto tiempo duraría el bloqueo, y mientras Arora pensaba que los pedidos digitales de su famosa tarta de queso se acumulaban, sintió que sus preocupaciones palpitaban como un dolor de cabeza.
¿Cómo se mantendría en contacto con su madre, una viuda enferma, mientras trabajaba? Sus hermanos vivían en el extranjero y la familia más cercana charlaba durante todo el día por WhatsApp, ¿qué harían ellos?
Estaba claro por qué ocurría ese apagón: miles de personas estaban en las calles protestando por la aprobación de una nueva y controvertida ley de inmigración, la enmienda a la Ley de la Ciudadanía de 2019, y la situación en la capital se había vuelto conflictiva. La enmienda era un proyecto para que las minorías perseguidas procedentes de Bangladesh, Pakistán y Afganistán tuvieran vía rápida para obtener la nacionalidad, a menos que fueran musulmanes, en cuyo caso tenían que pasar por los complejos canales habituales.
Para colmo, el Gobierno afirmó que comenzaría a realizar controles de inmigración en todo el país, incluso en los estados con pocos o ningún caso de inmigración indocumentada, y planeaba enviar a campos de detención masiva a aquellos no pudieran demostrar que eran ciudadanos indios o que no podían optar por la vía rápida de obtención de papeles. En un país donde muchas personas pobres no tienen documentos que demuestren su existencia (según un informe, solo el 62 % de los niños indios menores de cinco años tienen certificado de nacimiento), millones de personas estaban en peligro de no pasar ese control.
La potencial consecuencia para muchos de los 200 millones de musulmanes de la India era obvia: podrían convertirse en apátridas, tratados como la minoría musulmana uigur en China. La India es una república laica, pero el primer ministro, Narendra Modi, declarado nacionalista hindú, que incluso se unió a un conocido grupo supremacista cuando tenía solo ocho años, estaba convirtiendo este país en un estado de mayoría hindú.
Cuando empezaron las protestas contra la mencionada enmienda, el Gobierno recurrió a la táctica que había utilizado en otros lugares: cortar internet. Los apagones tuvieron lugar en el estado más grande de la India, Uttar Pradesh; en el estado natal de Modi, Gujarat, e incluso en Karnataka, cuya capital tecnológica, Bengaluru, es conocido como el Silicon Valley de la India.
Cuando Arora se dio cuenta de la magnitud del apagón de Delhi, se preocupó por su propia seguridad y por su negocio. La ciudad ya era notoriamente insegura para las mujeres, y mientras continuaban las protestas contra el Gobierno, la policía uniformada de color caqui respondía a los cánticos pacíficos de las manifestaciones con munición real, gases lacrimógenos y granadas de humo. En todo el país, la policía mató a al menos a 25 manifestantes.
Ese día se planeó una importante marcha hacia el histórico Fuerte Rojo, donde el primer ministro de la India tradicionalmente iza la bandera el Día de la Independencia. Por la mañana, el amigo de Arora y activista de derechos digitales Nikhil Pahwa tuiteó: "Los operadores de telecomunicaciones nos lo han confirmado: Internet se está bloqueando en algunas partes de Delhi. No sé seguro en qué zonas. Espero noticias".
No todos los operadores de estos servicios habían hecho el esfuerzo de informar a los usuarios con anticipación. Muchas de las 1,7 millones de personas afectadas comenzaron su día en un agujero negro de información.
El apagón no llegó a toda la ciudad, sino solo a las áreas con una gran población musulmana. "La idea era evitar que se comunicaran mientras recorrían la ciudad", explica el reportero del periódico Economic Times Danish Khan. Su barrio sufrió el corte esa mañana. "No querían que la gente se movilizara rápidamente o compartiera fotos y vídeos", añade.
Las noticias de lo que el Gobierno había hecho subrepticiamente solo animaron más a la gente. Se reunieron centenares de manifestantes, pero muchos fueron detenidos de inmediato. Mientras Arora seguía en la calle intentando captar la señal wifi, pensó en las dos jóvenes musulmanas que trabajaban para ella. ¿Estarían a salvo en casa sin internet o fuera en la calle donde patrullaba la policía? A veces, asegura, se hacía difícil recordar que vivía en una democracia.
Un bloqueo desde el siglo XIX
Cuando el Gobierno indio quiere sumergir a sus ciudadanos en la oscuridad digital, todo lo que tiene que hacer es invocar una ley.
La Ley de Telégrafos de la India de 1885 otorga al Gobierno federal y estatal el derecho a "impedir la transmisión de cualquier mensaje telegráfico o de una serie de mensajes durante una emergencia pública o por el interés de la seguridad pública". Los británicos crearon esa ley como una herramienta útil para frenar los levantamientos durante la era colonial. Más adelante, los siguientes gobiernos de la India la utilizaron para realizar escuchas telefónicas a sus ciudadanos, incluidos los políticos de la oposición y periodistas. En 2017, la ley fue enmendada para especificar que permitía "la suspensión temporal de los servicios de telecomunicaciones".
El grupo de derechos digitales con sede en Delhi Software Freedom Law Center (SFLC) resalta que hay dos explicaciones oficiales para realizar un apagón: seguridad pública y emergencia pública. El Gobierno afirma que la desinformación que circula en las redes sociales y en WhatsApp provocaría probablemente violencia, o que la situación violenta en curso solo se puede controlar bloqueando las comunicaciones.
Frenar la violencia era en ocasiones el objetivo cuando los cortes comenzaron a aumentar en 2018. En junio de ese año, dos turistas fueron asesinados en el estado nororiental de Assam, tras los rumores en WhatsApp sobre unos secuestradores de niños al acecho. Cuando dos personas más fueron apaleadas al día siguiente, aparentemente bajo la misma sospecha, el Gobierno bloqueó el acceso a internet de ese estado para detener la difusión de los rumores.
Si otros países se inspiran en los amplios y generalizados bloqueos de la India, el mundo podría enfrentarse a una "corriente continua de apagones efímeros que nunca terminaría".
Durante los siguientes meses, otros mensajes similares y vídeos falsos de los llamados "ladrones de niños" aparecieron reenviados por WhatsApp en muchos otros estados. A finales de 2019, esos rumores estaban vinculados a, al menos, 70 incidentes violentos, según el análisis de la página web de periodismo de datos IndiaSpend.
El episodio puso de relieve la creciente epidemia de noticias falsas en la India, avivada por la guerra de precios en 2016 entre los operadores de telefonía que habían reducido el coste de los datos móviles y atraído a cientos de millones de nuevos usuarios online. Internet, utilizado antes por personas formadas y ricas, ahora estaba en todas partes: los vendedores de verduras veían películas de Bollywood mientras empaquetaban tomates y cebollas, y los conductores de rickshaws veían vídeos de YouTube mientras esperaban a su próximo cliente. Hoy en día, los datos móviles de la India son los más baratos del mundo, y el usuario promedio de las redes sociales pasa 17 horas en las plataformas cada semana, incluso más que en China.
Esta enorme expansión mostró la falta generalizada de alfabetización sobre la información. El concepto de desinformación online es, en gran parte, desconocido para los indios fuera de las principales ciudades, y aunque WhatsApp ha tomado medidas para limitar la propagación de noticias falsas, el Gobierno sigue resolviéndolo mediante apagones en vez de intentar educar, invertir en educación informática o incluso simplemente usar las redes sociales para dejar las cosas claras.
Como muestran los cortes en Delhi y otros lugares, las autoridades están utilizando cada vez más esa táctica no solo para frenar la violencia, sino también para reprimir la disidencia. No hay un recurso legal real: la Ley de Telégrafos no limita cuánto tiempo puede durar un apagón, y aunque existe un comité que revisa esas acciones, está compuesto por burócratas que rara vez se oponen a la línea del Gobierno.
Las propias empresas de telecomunicaciones se ven seriamente afectadas por los cortes: según una estimación perdieron unos 300.000 euros por cada hora del bloqueo de internet durante las protestas de 2019. Sin embargo, no muestran prácticamente ninguna resistencia. Una empresa, Airtel, incluso retrocedió y borró los tuits en los que había informado a los clientes del apagón de Delhi.
Los tribunales responden a medias. Cuando SFLC presentó una demanda argumentando que el apagón de Delhi violó los derechos fundamentales a la libertad de expresión y de vida, el caso fue desestimado con el argumento de que el bloqueo ya se había levantado. En enero de este año, la Corte Suprema declaró ilegal el apagón de Cachemira, pero cuando el Gobierno volvió a activar las comunicaciones y mantuvo internet a velocidades inservibles, no se enfrentó a ninguna consecuencia.
El analista sénior de políticas de la organización sin ánimo de lucro de derechos digitales Access Now, Berhan Taye, destaca que existe una "correlación directa entre los apagones y las violaciones de los derechos humanos".
En Cachemira, incluso ahora, resulta difícil saber exactamente cuántas personas han sido detenidas durante los meses del apagón. Las cifras del propio Gobierno aseguran que hubo 5.116 "arrestos preventivos", pero los activistas creen que fueron más. En Uttar Pradesh, la policía arrestó a más de 100 personas en un solo día de protestas en enero y golpeó brutalmente a algunas de ellas a la vista de la gente. Sin embargo, sin internet, no era fácil dar a conocer la noticia.
Foto: El urólogo Omar Akhtar ha expresado su opinión sobre el impacto de los apagones. En 2019, fue detenido por protestar. En 2020, le preocupan los nuevos cortes durante la crisis. Créditos: Atul Loke / The New York Times / Redux
El analista de investigación de la organización sin ánimo de lucro de derechos humanos Ranking Digital Rights, Jan Rydzak, considera que es importante que los ciudadanos continúen protestando por los excesos del Gobierno. "Debemos seguir demostrando que los cortes no son efectivos para los propósitos del Gobierno", destaca. De lo contrario, advierte, podrían seguir en cascada. Primero, otras democracias de la región podrían formalizar sus sistemas para bloquear internet en vez de depender de las leyes generales de seguridad pública. Después, a medida que se extiendan esas tácticas, podría cambiar el equilibrio en todo el mundo. En lugar de uno o dos cortes en todo el planeta, podrían producirse bloqueos prolongados similares a un asedio y "una corriente continua de apagones efímeros que nunca terminaría".
Este año, la pandemia ha reducido el número de estos cortes, pero no los ha eliminado. El Gobierno indio ya ha bloqueado el acceso a internet en 35 ocasiones distintas, 26 de ellas en Cachemira. Incluso cuando el número de casos confirmados de COVID-19 en Jammu y Cachemira superó los 13.000 y el número de muertes alcanzó más de 200 a mediados de julio, el Gobierno se negó a restaurar las velocidades de internet a 4G. En mayo, la Corte Suprema derivó la sentencia sobre la petición del restablecimiento del servicio completo a un comité de funcionarios designados por el Gobierno, en esencia solicitando que decida si sus propias acciones eran legales o no. No fue una sorpresa que el comité declaró que la velocidad actual de 2G no "representaba ningún obstáculo para las medidas de control de la COVID-19".
Akhtar, el médico de Srinagar, no está de acuerdo. El 19 de mayo, unos dos meses después de la pandemia, salió del quirófano y miró su teléfono móvil, pero se dio cuenta de que no podía cargar sus correos electrónicos. De inmediato entendió que la ciudad estaba en medio de otro apagón de internet.
Normalmente, en esas situaciones, llamaba para ver si alguien sabía lo que estaba pasando. Pero esta vez le fue imposible incluso realizar una llamada telefónica. El personal de seguridad había matado a tiros a dos militantes sospechosos en el centro de Srinagar y el Gobierno había desactivado todas las conexiones para evitar que las noticias circularan y los manifestantes se reunieran.
Con su bata quirúrgica aún puesta, Akhtar no tenía ni idea de cuándo volvería a tener red. Desde el inicio de la pandemia, Akhtar se había sentido indefenso, ya que dependía casi por completo de otras personas para que le informaran sobre la atención médica. No tenía acceso las últimas investigaciones. Ahora, ni siquiera su teléfono era útil. El mundo se encontraba en medio de una crisis mortal, pero enfrentándose a esa violencia cotidiana, rodeado por las fuerzas de seguridad y sin acceso a las fuentes de información, Akhtar ha sentido que Cachemira está en medio de dos crisis.