La Gran Depresión provocó una batalla dentro de la financiación federal de la ciencia.
En el otoño de 1933, mientras Estados Unidos se hundía en las profundidades de la Gran Depresión, Karl T. Compton, el presidente de MIT y de la Junta Consejera sobre Ciencia recientemente creada por Franklin Delano Roosevelt, propuso destinar 16 millones de dólares de los 3 mil millones de presupuesto de la Public Works Administration (PWA en inglés, o Administración de Obras Públicas) a financiar el “Programa de Recuperación de la Ciencia.” El propósito era dar impulso a los presupuestos de aquellos programas de investigación que hubiesen quedado reducidos, así como proporcionar empleo a las legiones de científicos e ingenieros sin trabajo. Los fondos fueron denegados puesto que no existía ninguna autoridad legislativa con capacidad para financiar investigaciones a través de la PWA
Impertérrito, Compton pasó los años siguientes elaborando una propuesta más ambiciosa que no sólo proveería alivio a corto plazo para los científicos en apuros, sino también establecería un programa nacional para la investigación científica. Hoy día, el gobierno dedica decenas de miles de millones de dólares de los 787 mil millones del paquete de estímulo a financiar proyectos científicos básicos, y decenas de miles de millones para llevar las tecnologías más avanzadas a los mercados. Esto hace que las ideas de Compton resulten relativamente modestas. Sin embargo sus esfuerzos marcaron el comienzo de un cambio profundo en la relación entre la ciencia y el gobierno, y durante su lucha Compton tuvo que hacer frente a una gran oposición desde distintos frentes.
En primer lugar, se enfrentó al escepticismo por parte del público ante la consternación de la clase profesional de científicos e ingenieros, que durante el boom de los años 20 habían sido una clase privilegiada. De hecho, mucha gente pensaba que la tecnología era en gran parte culpable del alto nivel de desempleo en el país, debido a que las máquinas habían reemplazado a la mano de obra humana en las fábricas. La indiferencia del público hacia la ciencia, y no tanto su hostilidad, era compartida por los miembros del gabinete, que no acababan de ver el valor político o económico de la aplicación de recursos en el sector científico.
Compton también tuvo que lidiar con la oposición proveniente de su propio campo. La generación más mayor de líderes científicos, habituados en gran medida a políticas de no intervención, temía que si se incrementaba el papel del estado federal en la financiación de investigaciones científicas, todo eso acabaría por provocar interferencias federales en el desarrollo científico.
Cuando Compton desveló finalmente su propuesta de 75 millones de dólares para el “Fondo Científico,” ya estaba claro que el plan no iría a ninguna parte. Frustrado por el tipo de política que se llevaba a cabo en Washington, Compton hizo público su caso en un artículo titulado “La Ciencia aún resulta prometedora,” publicado por primera vez en el New York Times y después, con un título distinto, en la edición de enero de 1935 de Technology Review.
Existen algunas anomalías chocantes en nuestra política nacional que sugieren que, hasta ahora, hemos estado negando la existencia de un requisito previo importante para alcanzar una recuperación económica sana y permanente. Me refiero a las contribuciones que se espera que otorgue la Ciencia al bienestar nacional, en caso de que la Ciencia se utilice como herramienta de trabajo.
Es de sobra conocido que la Ciencia ha logrado crear una gran cantidad de empleo. Sin embargo, la ciencia no se fomenta y no se logra la creación de nuevos empleos en una época en que necesitamos crear trabajos de forma desesperada. Quizá esto se deba a que nos hemos dado cuenta de que se necesita tiempo para desarrollar los descubrimientos científicos y convertirlos en una industria operativa, tiempo para el desarrollo técnico y para la “creación” del mercado…
Quizá esta falta de interés viene provocada por la histeria de la depresión, la cual, en su búsqueda de un chivo expiatorio, se cebó en la “tecnología” y la culpó de la caída, olvidándose de que la sobreproducción viene provocada a raíz de la competencia por obtener beneficios, y no de la ciencia en sí, de que el infraconsumo está provocado por la escasez en vez de por una plétora de productos científicos, de que los dispositivos de reducción de empleo que provoca la ciencia son inherentemente positivos si se usan apropiadamente y, lo más importante, olvidándose de la sobrecogedora influencia de la ciencia para crear empleos, negocios, riqueza, salud y satisfacción…
Se ha autorizado un colosal programa para la construcción de obras públicas, diseñado para proporcionar empleo útil y, al mismo tiempo, para mejorar la “planta física” del país con puentes, presas, carreteras, edificios públicos y cosas por el estilo; sin embargo, en este programa no se han hecho provisiones para desarrollar investigaciones científicas o de ingeniería que mejoren las obras públicas del futuro… La imagen de todos este gasto de dinero y esfuerzo destinados a la construcción, sin ni siquiera una pequeña provisión destinada al progreso técnico, resulta desgarradora a los ojos del científico creativo, el ingeniero o el industrialista, todos ellos acostumbrados por experiencia a darse cuenta y a aprovecharse del valor continuado que ofrece la investigación.