Hoy día podemos abordar el tráfico como si fuera un complejo problema de red.
Más de la mitad de la población mundial y el 80 por ciento de los estadounidenses viven en áreas urbanas, donde la tierra para crear nuevas infraestructuras de transporte es relativamente escasa. La mayoría de las carreteras no tiene peajes, y la mayoría de los vehículos lleva un solo ocupante. No resulta sorprendente que la congestión vial se haya convertido en una experiencia cotidiana para muchos.
A nivel mundial, la gente pasa un promedio de 60 minutos viajando cada día, y gran parte de ellos se consumen en paradas o desaceleraciones. Algunos retrasos son normales y recurrentes, otros inesperados. Son algo más que un inconveniente personal: el capital humano se ve infrautilizado, la distribución de mercancías se retrasa, se pierden reuniones, se malgasta combustible y los nervios se crispan.
Muchas carreteras funcionan a niveles cercanos a su máximo
Muchas carreteras importantes funcionan con regularidad cerca de sus niveles máximos, y a medida que las poblaciones y las economías siguen en expansión la demanda de viaje sube y se alargan las esperas. Los sistemas de transporte que aguantan este tipo de tensión se vuelven menos flexibles y generan una cadena de costes reales. Por ejemplo, a medida que el transporte de carga se hace más lento, los precios de los alimentos suben. Además, cuando los tiempos de viaje superan los umbrales aceptables, determinados destinos pierden su atractivo.
Gracias a las nuevas tecnologías ahora somos capaces de observar estos sistemas -y los efectos de la congestión en tiempo real- a las grandes y complejas escalas a las que se produce. También estamos en condiciones de intervenir a esa misma escala y no solo a nivel local, un enfoque que plantea la posibilidad de hacer que los atascos sean cosa del pasado.
Hoy en día los gestores de los sistemas de transporte pueden recurrir a una combinación de sensores, algoritmos y simuladores de sistemas para predecir la demanda de tráfico minuto a minuto, día a día y año a año. En un sistema altamente instrumentado como el de la ciudad de Nueva York, los tiempos de señal, los peajes y los permisos de giro a la izquierda pueden ajustarse en tiempo real.
Reducir los atascos, en vez de solo administrarlos, requiere una intervención activa para cambiar el comportamiento del viajero y sacar el máximo provecho de la escasa posibilidad de construir carreteras. Variar los peajes a lo largo del día en respuesta a los patrones de tráfico, ofreciendo reservas de espacio para algunos carriles, y compensar a los que usen alternativas a su propio vehículo son algunas opciones. Los teléfonos inteligentes habilitados con GPS y otras tecnologías hacen este tipo de estrategias algo mucho más realista, ya que los conductores pueden recibir y actuar en base a la información rápidamente. La llegada de los vehículos autónomos y autoconducibles capaces de viajar juntos con seguridad debería facilitar aún más la mejora del flujo del tráfico.
Debido a las limitaciones de espacio en carretera, los viajeros a largo plazo tendrán que cambiarse a vehículos más pequeños, transporte público y modos no motorizados de transporte. No obstante, al reconocer los verdaderos costes y complejidad de la congestión vial podemos moderarla de forma bastante eficaz.