La fuga de varias empresas tecnológicas sugiere que la cuna de la innovación está en las últimas. Pero, no se equivoque, hay muchos factores involucrados
"El último en salir de SEATTLE, que apague la luz". Ha pasado medio siglo desde que este mensaje ubicado en una valla publicitaria despedía a los viajeros que se dirigían hacia el aeropuerto Sea-Tac (Seattle-Tacoma, EE. UU.), en medio de la grave recesión de la década de 1970 que afectó al fabricante de aviones Boeing.
Pero, al final, Seattle consiguió escapar del destino de Detroit (EE. UU.). Antes de que acabara la década, dos siatelitas nativos llamados Bill Gates y Paul Allen regresaron a su ciudad desde Albuquerque (EE. UU.), renombraron su empresa de software abandonando el Micro-Soft original y se instalaron en un barrio residencial a un lado del lago Washington (EE. UU.).
¿Cómo le habría ido a la ciudad si Gates y Allen hubieran decidido abrir Microsoft en otro sitio? Nunca lo sabremos. Pero la recuperación de Seattle dependía más de la suerte de lo que la gente suele estar dispuesta a admitir.
Nos gusta buscar las razones que explican por qué o cómo ocurren algunos cambios. En este caso, hemos escuchado afirmaciones grandilocuentes sobre la cultura innovadora y las ventajas geográficas de Seattle. Pero, lo cierto es que, la casualidad tuvo un papel enorme en la reestructuración de la fortuna económica de esta región. Este tipo de historias están llenas de decisiones personales aleatorias sobre cosas como dónde vivir, de sucesos tipo "cisne negro" como la crisis financiera de 2008, así del propio destino. Y aunque pueden parecer características menos satisfactorias para predecir el futuro (algo que no gusta demasiado a los futuristas profesionales), representan el caso real tanto de Seattle, como del propio Silicon Valley (EE. UU.).
Siempre ha habido muchísimo debate en torno a cómo se creó y en qué consiste la singularidad de Silicon Valley, que, casualmente, recibió ese nombre del periodista de tecnología Don Hoefler en 1971, el mismo año en el que apareció la valla publicitaria con la frase "que apague la luz" en Seattle.
Sean cuales sean las razones por las que Silicon Valley se ha mantenido desde entonces como el centro dominante de innovación tecnológica en el mundo, sus raíces se encuentran claramente en una serie de acontecimientos fortuitos.
Primero, William Shockley decidió dejar Bell Labs y crear su nueva empresa de semiconductores en Palo Alto (EE. UU.) porque quería estar cerca de su madre ya mayor. Luego, un par de años después, la demanda antimonopolio del Departamento de Justicia estadounidense contra AT&T la obligó a conceder licencias gratuitas de su tecnología de circuitos integrados. Esto provocó la explosión de los transistores y ordenadores, y varias olas de cambio.
Pero, a pesar de la creencia casi religiosa en su propia reputación como sede de la innovación, Silicon Valley se ha mantenido gracias a una serie de conceptos relativamente escasos, pero enormes y drásticos, que han generado formas completamente nuevas de vivir y trabajar, como el hipertexto y el ratón de Doug Engelbart, Dynabook de Alan Kay (el precursor del ordenador portátil), y la computación ubicua de Marc Weiser. El valle prosperó gracias a la ingeniería de productos y a su habilidad para detectar nuevas ideas rentables.
"Siempre que aparece una nueva idea, Silicon Valley la atrapa. Solo hay que esperar a que surja una buena, algo que no pasa todos los días", me dijo el director ejecutivo del fabricante de chips Nvidia, Jensen Huang.
Ese enfoque se ha multiplicado por la fortaleza del sector de capital de riesgo de Silicon Valley y su eficiencia para financiar nuevas start-ups. En 2019, los beneficios de 41.560 millones de euros de los fondos de riesgo del Área de la Bahía (EE. UU.) excedieron con creces el total de cualquier otra región de Estados Unidos.
Todo esto explica la transformación que ha logrado que la región evolucionara de la fabricación a la ingeniería de hardware y el diseño de software. (La propia Nvidia se fundó para diseñar procesadores gráficos para videojuegos y luego redirigió sus energías hacia las aplicaciones de aprendizaje automático).
Pero las buenas ideas no solo son poco comunes, también son muy difíciles de predecir. La web, los motores de búsqueda y el aprendizaje automático pillaron por sorpresa a los gurús de Silicon Valley.
En gran medida, esto se debió a que, durante décadas, la potencia que se aceleraba rápidamente y la caída del coste de la computación posibilitaron cosas nuevas e inesperadas. Con cada nueva generación de chips silicio, las innovaciones aparecían metódicamente, como el mecanismo de reloj: ordenadores personales fijos y portátiles, audio y vídeo digital, teléfonos inteligentes e internet de las cosas.
Encontrar nuevas sorpresas se volvió mucho más difícil a partir de 2013, cuando la Ley de Moore, el principal dogma de fe de Silicon Valley, se desbarató. De hecho, se produjo una parálisis completa al menos en algún área importante. El coste de un transistor, que durante un tiempo se abarató a un ritmo tan exponencial como al que aumentaba su densidad, no ha cambiado durante más de tres generaciones de fabricación de chips.
Hace varios años, el físico que realmente acuñó el término "Ley de Moore", Carver Mead, me dijo: "Básicamente hemos estado viajando gratis. Fue una locura, pero por eso valió la pena". Pero este viaje gratuito ha terminado. Ahora, los grandes avances tecnológicos solo se producirán en respuesta al ingenio humano. Y eso significa que es hora de que Silicon Valley actúe o se calle.
Habrá que tener en cuenta especialmente la casualidad, cuando las empresas de alto perfil se dirigen hacia la salida. En diciembre pasado, Hewlett Packard Enterprise y Oracle anunciaron que iban a reubicar sus sedes en Texas (EE. UU.), y Tesla dio señales de que podría seguir su ejemplo. Sus decisiones han desencadenado una nueva ronda de lamentos y especulaciones sobre si Silicon Valley ha perdido su atractivo.
Pero esta no es la primera vez que esta cuestión se pone sobre la mesa. En el pasado, hubo momentos en los que, aunque el progreso parecía lento, de repente volvía a rugir gracias a algún descubrimiento que parecía surgir completamente de la nada.
En 2006, por ejemplo, parecía que la innovación menguaba en Silicon Valley y que los mayores avances en el hardware para móviles empezaban a concentrarse en Europa, gracias a empresas como Nokia y Psion. Pero al año siguiente, Steve Jobs presentó el iPhone, reinventando los dos mayores fracasos de Apple: el asistente digital personal Newton y el comunicador personal General Magic. Silicon Valley resurgió casi de la noche a la mañana como región líder mundial para la innovación en la tecnología de la información.
El norte de California (EE. UU.) ha sido una economía de prosperidad y caídas desde la Fiebre del oro. Como adolescente que creció en Palo Alto, escuché historias de despidos masivos en el laboratorio de investigación Ames de la NASA y en la Lockheed Missiles and Space Company que obligaron a muchos ingenieros a abandonar la ciudad
Me acordé de esto después del colapso de las puntocom, cuando me encontré a un veterano de una start-up en una conferencia y me di cuenta de que no lo había visto en varios años. Le pregunté que dónde había estado. Me contó que había abandonado el estado para vivir con su familia, pero la situación estaba mejorando y había vuelto.
Esto no quiere decir que la supervivencia en Silicon Valley sea fácil. Actualmente, a pesar de que las fuertes inversiones y el capital de riesgo se mantienen, existen nuevos motivos de incertidumbre además del estancamiento del ciclo de los semiconductores.
Eso tiene que ver con la capacidad de importar talento. Silicon Valley, en muchos sentidos, debe su existencia a una mística surgida por primera vez en la década de 1970, la cual creó una fuerza magnética que ha atraído continuamente a los mejores y más brillantes cerebros de todo el mundo. De hecho, eso podría ser la clave para comprender qué distingue a esta región de otros centros de innovación.
Lo descubrí cuando era editor técnico de la revista Byte a mediados de la década de 1980. Un diseñador de hardware local me llevó a una panadería india en Sunnyvale (EE. UU.), llena de mujeres con saris, cuyos maridos trabajaban como ingenieros. Habían llegado a Silicon Valley como fuerza laboral intelectual clave para la industria de unidades de disco que crecía rápidamente. (¡Diez megabytes de almacenamiento en disco duro fue un enorme éxito!) También vinieron europeos, asiáticos y latinoamericanos, que trajeron su poder intelectual y el espíritu empresarial. En una década, era posible conducir por Silicon Valley de un barrio a otro y ver diferentes idiomas en los letreros de las tiendas y vallas publicitarias en cada uno.
Pero, actualmente en Estados Unidos rigen poderosas leyes antinmigración, y es muy posible, incluso bajo la administración del presidente, Joe Biden, que las nuevas barreras para los trabajadores técnicos y empresarios extranjeros acaben con uno de los principales ingredientes del éxito de Silicon Valley.
Otro motivo de incertidumbre es que el próximo gran cambio tecnológico aún no está claro. Cuando el ritmo de la Ley de Moore se desaceleró durante la última década, Silicon Valley vivió una transición entre las dos generaciones más recientes de innovación: desde las plataformas de redes sociales hasta el software y servicios basados en la inteligencia artificial. El capital de riesgo dio un giro y la financiación de las redes sociales, que había alcanzado su punto máximo en 2012, cayó a casi cero en 2016, ya que los inversores apostaron por las start-ups de aprendizaje automático.
No obstante, actualmente hay poco consenso sobre cuál podría ser el "próximo gran descubrimiento" o cuándo podría ocurrir. Los futuristas apuntan a la realidad aumentada (los más optimistas creen que toda la industria asiática de pantallas planas está en riesgo) como un posible candidato a plataforma capaz de iniciar el próximo ciclo de inversión. O quizás el software y la biología finalmente se fusionarán: y es que la biología sintética ha recibido un gran impulso gracias al éxito de las recientes vacunas de ARNm contra la COVID-19. O puede que la computación cuántica se convierta en una realidad comercial, reduciendo drásticamente el coste de los centros de datos de Google. O podríamos imaginar lo que significaría si un coche de Apple resultara tan exitoso como el iPhone. (Pero yo no contaría con eso).
Todavía parece poco aconsejable apostar contra la casualidad o contra Silicon Valley. Las predicciones de su inminente desaparición han sido constantes, pero con poca visión de futuro.
Sin embargo, es igualmente probable que haya una racha de sequía prolongada y que Silicon Valley se encuentre en una situación similar a la que se enfrentó Seattle cuando confió demasiado en Boeing. Preocupa aún más la posibilidad de que China pueda llegar a convertirse en el feroz competidor que Silicon Valley siempre creyó que sería Japón.
Es muy probable que la próxima plataforma tecnológica surja primero en Shanghái, Shenzhen o Beijing (todas en China). Es imposible que cualquiera que haya visitado el distrito Zhongguancun de la capital china obvie su similitud con Silicon Valley en su concentración de talento y capital.
Dicho esto, todavía parece poco aconsejable apostar contra la casualidad ni contra Silicon Valley. Las predicciones de su inminente desaparición han sido constantes, pero con poca visión de futuro. Aprendí esta lección personalmente después de ayudar a escribir el libro El alto coste de la alta tecnología, publicado en 1985, en el que argumentaba que los costes ambientales y laborales del crecimiento estaban a punto de limitar la expansión de Silicon Valley. El coautor del libro fue Lenny Siegel, quien se convirtió en el alcalde de Mountain View (EE. UU.), la ciudad donde Google actualmente tiene su sede.
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