Lori Teresa Yearwood se culpaba por haber acabado en la calle. Pero, gracias a la ayuda que encontró en los lugares más insospechados, ha vuelto a ponerse de pie. Entre junio y noviembre de 2020, cerca de ocho millones de personas en EE. UU. acabaron en situación de pobreza
A principios de este invierno, di un largo paseo por el parque de Salt Lake City (EE. UU.) en el que me habían arrestado por bañarme en el río cuando estaba sin hogar. Cuando llevaba una media hora andando, me paré frente al templo de meditación del parque y pensé: "Hace tres años y medio, dormí bajo el toldo de ese edificio".
Todavía puedo sentir lo duro que era el frío suelo de piedra de aquel templo; recuerdo cómo la gente pasaba junto a mi improvisado lecho de cartón y ropa y me miraba con lo que me parecía una mezcla de preocupación, desprecio y lástima. Ahora veo que estos son también los cristales a través de los cuales a menudo he juzgado mi propio progreso en mi nueva vida, que aún no llega a ser de clase media.
Estos días, me pregunto con frecuencia: "¿Realmente estoy tan bien como debería después de todo este tiempo? ¿Cómo me dejé caer tanto? ¡Tratar de recuperar la seguridad económica que tenía antes del declive es muy difícil! ¿Acaso es siquiera posible?".
Soy la hija del inmigrante panameño negro Vernon Yearwood-Drayton, que llegó a Estados Unidos en la década de 1940 (la era de las leyes segregacionistas de Jim Crow) para convertirse en microbiólogo en el Centro de Investigación Ames de la NASA. Mi padre se esforzó para que me graduara de la universidad. Comió mucho arroz y alubias para poder dejarme una herencia que con la que creía que podría mantendría a salvo en un mundo sin él.
Sin embargo, también soy una mujer que, después de una rápida sucesión de traumas, salió de los reinos protegidos de la clase media y pasó dos años sin hogar. Mi experiencia es sorprendentemente común. Entre junio a noviembre de 2020, cerca de ocho millones de personas en EE. UU. acabaron en situación de pobreza ante la pandemia de coronavirus (COVID-19) y la limitada ayuda del Gobierno, según una investigación de la Universidad de Chicago y la Universidad de Notre Dame (ambas en EE. UU.).
La pobreza es un tema complejo. Puede ser generacional o situacional y temporal, o cualquier cosa intermedia. Para mí, salir de la pobreza ha tenido tanto que ver con mi mentalidad como con el saldo de mi cuenta bancaria. Una y otra vez me digo: "Voy a conseguirlo. He heredado la fuerza de mi padre para lograrlo".
En la primavera de 2017, por fin dejé mi última casa improvisada: un banco de madera en ese mismo parque. Mi primer trabajo durante mi recuperación fue como dependienta de alimentación con un sueldo de nueve euros la hora en la tienda Whole Foods donde mis jefes de veintitantos años me cronometraban cada vez que tomaba un descanso para ir al baño. Como antigua periodista crecida en las filas del Miami Herald donde escribía artículos de portada para la revista dominical del periódico, me quedaba de pie frente a mi caja, luchando por contener las lágrimas.
Entre junio y noviembre de 2020, cerca de ocho millones de personas en EE. UU. acabaron en situación de pobreza
Algunas personas bien intencionadas intentaron animarme señalando lo lejos que había llegado. Decían cosas como: "¡Estás trabajando! ¡Tienes alojamiento!", y la declaración que me parecía más humillante: "¡Estoy muy orgulloso de ti!"
Tenía 52 años y no podía medir mi progreso de acuerdo con esas medidas. En lugar de eso, solo podía ver lo mucho que me había hundido. ¿Qué significaba ganar lo suficiente para alquilar una habitación en la casa de alguien cuando, hacía solo unos años, era dueña de un rancho de caballos de 1,2 hectáreas?
Uno de los síntomas más debilitantes del estrés postraumático es que las personas que lo padecen evitan las cosas que más les duelen. Para mí, eso significaba que me evitaba a mí misma.
Estaba llena de vergüenza y odio hacia mí misma. Odiaba que una persona como yo, alguien que antes había tenido cientos de miles de euros en la bolsa de valores, se hubiera derrumbado. Me odiaba por haberme convertido en una de "esas personas".
Entre lágrimas, le conté a mi terapeuta cómo el hombre que trabajaba en el mostrador del centro de asistencia para personas sin hogar donde recogía mis kits de higiene diaria me acosaba y pegaba regularmente. Él me contestó: "Si no amas esa parte de ti misma de la que te has distanciado con tanto éxito, no podrás curarte por completo".
Poco a poco, después de muchas sesiones, llegué a sentir una gran compasión por la mujer desesperada en la que me había convertido. Me imaginé sentada a su lado en la calle, abrazándola y diciéndole: "Lo siento mucho. Nunca más me separaré de ti. Yo te cuidaré".
Mis pasos, progresivos, pero firmes, hacia adelante no provienen de los habituales recursos gubernamentales o comunitarios, sino de una serie de desconocidos que se preocuparon por mi bienestar. Los sistemas que nuestra sociedad tiene para sacar a la gente de la pobreza son frágiles y están llenos de agujeros, así que aprendí a buscar ayuda en otros sitios.
Mi primer hogar después de sufrir el sinhogarismo, por ejemplo, me lo ofreció la directora ejecutiva de una pequeña organización sin ánimo de lucro de Salt Lake City. En aquel momento, las viviendas tenían listas de espera de uno a dos años, por lo que me ofreció una habitación en una casa de mujeres exconvictas a cambio de encargarme de organizar a las demás residentes.
Esa casa tuvo problemas de financiación y cerró seis meses después. Pero otra desconocida que conocí por casualidad en una reunión de la comunidad de vecinos me ofreció alojamiento gratuito en su Airbnb durante un mes y luego me alquiló una pequeña habitación en su casa por 330 euros al mes, lo que estaba unos 85 euros por debajo del precio del mercado. Mi trabajo de cajera de nueve euros la hora fue suficiente para pagar mis gastos y cubrir la terapia que sabía que necesitaba para poder seguir adelante.
Si hay algún consejo que puedo dar a alguien que esté sufriendo un derrumbamiento, sería este: No importa lo que el mundo intente proyectar sobre ti, deja de juzgarte a ti mismo. Hay que aprender de los traumas y de su impacto en nuestra mente y cuerpo.
En muchos sentidos, mi vida actual podría volver a considerarse un éxito. Mis empleos se han ido adaptando cada vez más a lo que ahora veo como mi propósito: ayudar a las personas, incluyéndome a mí misma, a decir las cosas que deben ser escuchadas. En la actualidad soy periodista independiente especializada en integrar la conciencia del trauma en mis artículos. Tengo un contrato con el Economic Hardship Reporting Project y mis reportajes han sido publicados en algunos de los principales medios de comunicación, como The Washington Post, Slate y The Guardian. Me encanta mi piso de una sola habitación en Salt Lake City, donde vivo con mis dos gatos, Iggy y Kanab.
Pero, si empecé este artículo con mi paseo por el parque fue por una razón. Para una persona que me observara, le habría parecido algo completamente ordinario. Pero, para mí, pasear por ese parque sin resentimientos por todo lo que me había ocurrido en él, fue un logro tan grande como cualquier trabajo que hubiera conseguido. Cuando me paré frente a ese templo de meditación de piedra blanca y pensé en mi yo del pasado tumbada en ese suelo, me di cuenta de que me había aceptado.
Eso es sí progresar.