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Yoshi Sodeoka

Tecnología y Sociedad

Si quiere acabar con la humanidad, siga pensando a corto plazo

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Nuestra comprensión del futuro y el tiempo se ha expandido y contraído a lo largo de la historia. En la sociedad actual, marcada por el consumismo y la inmediatez, el cortoplacismo es palpable en los negocios, la política populista y nuestra incapacidad de abordar el cambio climático. Pero no todo está perdido. Existen formas de ampliar nuestra visión de la existencia y empezar a pensar a largo plazo

  • por Richard Fisher | traducido por Ana Milutinovic
  • 11 Noviembre, 2020

De vez en cuando, le pregunto a mi hija sobre el futuro. Cuando tenía solo tres años, su concepto del tiempo era muy básico, con poco conocimiento sobre relojes o calendarios. Entendía el cuento de La oruga muy hambrienta (un libro clásico para niños sobre una criatura que se llenaba de comida durante una semana), pero cuando mi hija me contaba esa historia, mezclaba los días. El tiempo, para ella, estaba desordenado. Pero, cuando cumplió cinco años ya era consciente de que ayer iba detrás y mañana, delante. Un día, durante el desayuno, le pregunté hasta dónde podía imaginar el futuro. "Hasta cuando tenga 10 años", respondió. El mañana existía para ella, pero, al parecer, después de unos cinco años en adelante se queda a oscuras. 

Mi hija ahora tiene siete años. Recientemente, le pregunté con qué frecuencia pensaba en el futuro. Me respondió: "No a menudo. Pero a veces me preocupa lo que pueda pasar". "¿De qué te preocupas?", le respondí. "De hacerme daño o acabar arrestada o algo así", contestó. "¿Te imaginas tener la misma edad que mamá y yo?", añadí. "No", me dijo. "¿Te imaginas ser una adolescente?", le contesté. "Sí", afirmó. "¿Te imaginas tener tus propios hijos?", le pregunté. "Eso me asusta", concluyó mi hija.

Cuanto mayor se vuelve, más capacidad tiene de contemplar los años venideros en su imaginación. La cultura ayuda a llenar gran parte de ese lienzo y, a menudo, no tengo ni idea de dónde saca algunas ideas. Hace poco me dijo: "La Singulación es donde la gente será miserable en el futuro. Y alguien diría '¿Qué sentido tiene?' Los robots se apoderan de la Tierra". Yo le contesté: "Espera, ¿estás hablando de la Singularidad? ¡¿Dónde aprendiste eso?!", y me dijo: "De los dibujos animados del Capitán Calzoncillos".

Igual que los niños expanden su percepción del tiempo a medida que crecen, lo mismo ha hecho nuestra especie durante milenios. Como los niños pequeños, nuestros antepasados prehumanos no tenían idea de un futuro lejano. Solo vivían en el presente. La trayectoria de la humanidad desde los homínidos que manejaban sus herramientas hasta los arquitectos de las grandes metrópolis se ha entrelazado con nuestra percepción del tiempo en constante expansión. A diferencia de otros animales, tenemos mentes capaces de imaginar un futuro profundo y podemos concebir la desalentadora verdad de que nuestra vida es un mero destello en una cronología inconmensurable. 

Sin embargo, aunque tengamos esta capacidad, rara vez se utiliza en la vida diaria. Si nuestros descendientes quisieran diagnosticar los males de la civilización del siglo XXI, observarían un peligroso cortoplacismo: un fracaso colectivo para escapar del momento presente y mirar más allá. El mundo está saturado de información y los estándares de vida nunca han sido tan altos, pero, a menudo resulta difícil ver más allá del próximo ciclo de noticias, período político o trimestre económico. 

¿Cómo explicar esta contradicción? ¿Por qué hemos llegado a estar tan estancados en el "ahora"? 

El futuro no es lo que era

La capacidad de manejar el concepto del tiempo podría ser lo que nos diferencia de otros animales. En el Pleistoceno, nuestros antepasados desarrollaron lo que los biólogos evolutivos denominan "viajes mentales en el tiempo". Somos capaces de construir teatros en nuestras mentes que nos permiten representar escenas y personajes del pasado, así como historias hipotéticas sobre el futuro.

No obstante, aunque los primeros humanos tenían este talento, su concepto de un futuro más profundo era rudimentario. En el pensamiento occidental, fue así al menos hasta la Edad Media. Durante siglos, dominó una visión cíclica del tiempo, de estaciones y reinos. Más allá de esos marcos temporales, quizás el único cambio importante esperado en el futuro provino de las enseñanzas religiosas: el apocalipsis. Pero, hasta entonces, solo existía el presente extendido.

"En la época medieval, la mayoría de los asuntos humanos tenían forma de una repetición interminable: siembra y cosecha, enfermedad y salud, guerra y paz, el ascenso y la caída de los reinos; había pocas razones para creer en cambios a largo plazo o incluso en mejoras. El futuro a largo plazo, al menos en este mundo, no existía. Más bien, la gente vivía en una especie del presente extendido", escribió en un ensayo publicado en 2018 el historiador de la Universidad de Bochum (Alemania) Lucian Hölscher.

Los riesgos a largo plazo hacen que sea cada vez más importante ampliar nuestra perspectiva más allá de nuestra propia vida; ahora nuestras acciones repercuten en el futuro más que nunca.

Incluso los constructores de catedrales medievales, a menudo alabados como ejemplos de pensamiento a largo plazo para crear estructuras que duraran generaciones, no imaginaban un futuro radicalmente diferente con mucha previsión. El mundo del mañana que proyectaban era el mismo que suyo, constante y conocido. (Además, hay que mencionar que algunas catedrales se desmoronaron como resultado de un trabajo con escasa perspectiva. Se oía una oración durante los servicios: "Querido Señor, sostén nuestro techo esta noche, para que no caiga sobre nosotros y nos aplaste. Amén".)

En Occidente, la idea más profunda sobre el tiempo no surgió hasta el siglo XVIII. En la década de 1700, el geólogo James Hutton mostró cómo la cronología escrita en las rocas escocesas se extendía millones de años en el pasado. El filósofo Immanuel Kant escribió que habría "millones y millones de siglos, en los que se generarían nuevos mundos y órdenes mundiales", y añadió: "La creación nunca se acaba. Tuvo un inicio, pero nunca terminará". Y los escritores empezaron a soñar con mundos futuristas. En 1770, Louis Mercier publicó la novela utópica L'An 2440 (El año 2440) sobre un hombre que se despierta en París (Francia) con una visión idealizada del siglo XXV. El libro fue prohibido por la Iglesia católica y en España el rey supuestamente lo quemó él mismo.

Durante los siguientes 200 años, este alargamiento científico e intelectual del lapso de tiempo que podíamos imaginar allanó el camino para grandes avances en nuestra comprensión de nosotros mismos y del planeta. Le permitió a Darwin proponer su teoría de la evolución, a los geólogos determinar mediante carbono la verdadera edad de la Tierra y a los físicos simular la expansión del universo.

Nuestra conciencia del tiempo profundo llegó para quedarse, pero, que se haya quedado no significa que le prestemos atención. La reflexión europea del siglo XVIII de un futuro largo y brillante no iba a durar. Periódicamente, las perspectivas se acortaban, a menudo a causa de crisis como la Revolución Francesa. Hölscher sostiene que es posible ver esta transformación en lo que se escribía desde finales del siglo XVIII hasta los inicios del siglo XIX: las predicciones optimistas y de largo alcance sobre el mundo dieron paso a las descripciones más prudentes del futuro, centradas en los próximos pasos y mejoras del nivel de vida a corto plazo. Algo similar, sostiene, tuvo lugar con la Primera Guerra Mundial, tras la esperanzadora mirada al futuro de principios del siglo XX. 

Según el historiador François Hartog, autor de Régime d'historicité, ahora mismo estamos en medio de otro acortamiento. Sostiene que en algún momento entre finales de la década de 1980 y el cambio de siglo, una convergencia de tendencias sociales nos llevó a un nuevo régimen de tiempo que él llama "presentismo". Lo define como "la sensación de que sólo existe el presente, un presente caracterizado a la vez por la tiranía del instante y por la rutina de un ahora interminable". En el siglo XXI, escribe, "el futuro no es un horizonte radiante que guía nuestros pasos, sino una línea de oscuridad que se acerca". 

En la escala de la civilización, resulta difícil comprobar empíricamente las afirmaciones de los que aseguran que vivimos en una época cortoplacista. Los futuros historiadores tendrán una visión más clara. Pero sí que podemos percibir la falta del pensamiento a largo plazo que sufre nuestra sociedad.

El cortoplacismo se puede ver en los negocios, en la política populista y en nuestro fracaso colectivo en abordar los riesgos a largo plazo como el cambio climático, las pandemias, la guerra nuclear o la resistencia a los antibióticos.

Eso se puede ver en los negocios, donde los informes trimestrales animan a los CEO a priorizar la satisfacción de los inversores a corto plazo sobre la prosperidad a largo plazo. También se ve en la política populista, donde los líderes están más enfocados en las próximas elecciones que en la salud de la nación a largo plazo. Y se puede ver en nuestro fracaso colectivo en abordar los riesgos a largo plazo: el cambio climático, las pandemias, la guerra nuclear y la resistencia a los antibióticos. 

Estos riesgos a largo plazo hacen que sea cada vez más importante ampliar nuestra perspectiva más allá de nuestra propia vida; nuestras acciones repercuten el futuro más que nunca. Pero como explica el filósofo de la Universidad de Oxford (Reino Unido) Toby Ord, este poder de dar forma al futuro aún no se ha acompañado de anticipación o sabiduría. 

Puede que haya varias fuerzas que fomenten la mentalidad cortoplacista de nuestra época. Algunos señalan a esa lacra a la que a menudo se culpa: internet. Otros se quejan de la interacción de los medios de comunicación y la política las 24 horas del día, algo que motiva a los tomadores de decisiones a centrarse más en los titulares o en las encuestas que en las generaciones futuras. Hartog culpa a las normas capitalistas y consumistas que empezaron a dominar la cultura occidental a finales del siglo XX. Durante este período, escribe, "el progreso tecnológico siguió avanzando y la sociedad de consumo creció sin parar, y con ella, la categoría del presente, que esta sociedad buscaba y, en cierta medida, se apropió de ella como su marca particular". 

Como ocurre con muchos males, probablemente no haya una única causa: más bien, la responsable es la convergencia de muchas. Pero no debemos desesperar. Si esta explicación es correcta, entonces el cortoplacismo es una propiedad emergente del momento cultural, económico y tecnológico. No tiene por qué durar para siempre, ni está totalmente fuera de nuestro control. La suposición de que las cosas deben permanecer siempre como son en la actualidad es en sí misma una forma de presentismo. Pero, si entendemos algunas de las presiones psicológicas que nos empujan hacia el cortoplacismo en la vida diaria, podemos encontrar formas de combatirlas.

Tensiones temporales

Durante mi reciente beca en el MIT, investigué cómo puede cambiar nuestra experiencia psicológica del futuro. Me interesaba saber qué papel tiene el futuro lejano en nuestra vida diaria, si es que lo tiene. También quería descubrir qué presiones psicológicas podrían hacernos perder de vista el largo plazo en las decisiones cotidianas. A estas presiones las denomino "tensiones temporales". 

Algunas surgían una y otra vez y les he dado el conveniente acrónimo SHORT (CORTO): 

S - Salience - Transcendencia
H – Habits - Hábitos
O - Overload - Sobrecarga
R – Responsibility - Responsabilidad
T - Targets - Objetivos

Primero, la transcendencia. Los sucesos llamativos y con carga emocional tienden a dominar nuestro pensamiento más que los acontecimientos abstractos. Es una faceta de la "heurística de disponibilidad", un sesgo cognitivo que implica que es más probable que las personas imaginen el futuro a través de la lente de los eventos recientes. 

Significa que los problemas lentos y progresivos como el calentamiento global no aparecen en el radar de nuestra atención hasta que ocurre un incendio o inundación. Antes de la pandemia de coronavirus (COVID-19), incluso los científicos especializados en enfermedades estaban más centrados en los peligros más destacados del Ébola y del Zika que en los coronavirus. 

Los hábitos arraigados pero invisibles influyen bastante. Es más difícil superar los efectos cortoplacistas de trascendencia cuando navegamos en nuestros teléfonos a través de controversias políticas, crímenes, guerras entre culturas, desastres o ataques. Estos acontecimientos, aunque importantes, influyen en nuestra imaginación del futuro a un nivel desproporcionado. 

El comportamiento cortoplacista también puede afectar a las organizaciones. Por ejemplo, el grupo de expertos de Boston (EE. UU.) FCLT Global revisó recientemente los hábitos de las corporaciones y advirtió contra la práctica de dejar que las reuniones de la junta se centren en el cumplimiento de los objetivos en lugar de la estrategia a largo plazo, o de no informar a los accionistas sobre los planes a largo plazo. Los líderes empresariales que establecen diferentes hábitos, como Jeff Bezos, quien con regularidad comunica a los accionistas los principios a largo plazo de Amazon, pueden crear una cultura entre empleados e inversores que fomente la visión más a largo plazo.

Todo esto lo complica la sobrecarga de una vida conectada. No hace falta explicar la aceleración del cambio tecnológico y su efecto en el ecosistema de la información, pero, si quiere una prueba, tenga en cuenta que la mitad de la población estadounidense tardó 71 años en adoptar los teléfonos. Por el contrario, los teléfonos móviles tardaron solo 14 años en alcanzar lo mismo. E internet se masificó en una sola década. 

A medida que el ritmo de la tecnología se acelera, la rapidez inherente de la vida, el trabajo y la información ha sobrecargado aún más nuestra atención. Una investigación realizada en 2005 sugirió que la idea de las personas sobre el futuro se vuelve "oscura" pasados 15 a 20 años. El cosmólogo Martin Rees cree que resulta difícil pensar como un "creador de catedrales" cuando la vida de nuestros hijos promete ser tan radicalmente diferente a la nuestra, un problema que nuestros antepasados medievales simplemente no tenían.

La naturaleza acelerada de la vida del siglo XXI también ha diluido la responsabilidad por nuestras acciones. El mundo moderno nos ayuda cada vez más desvincularnos de las consecuencias y la responsabilidad de nuestras acciones. Por ejemplo, la hamburguesa. Un solo consumidor en una compleja cadena de suministro global comparte solo una pequeña parte de la responsabilidad por los males involucrados en llevar esa hamburguesa a la mesa: las emisiones de carbono, las granjas industriales, la contaminación del agua, etcétera. 

Los problemas lentos y progresivos como el calentamiento global no aparecen en el radar de nuestra atención hasta que ocurre un incendio o inundación.

Cuando las comunidades eran pequeñas, los bienes eran locales y las obligaciones sociales eran más tangibles, las cosas eran diferentes. Hace siglos, la gente no tenía que pensar en el daño causado por la agricultura industrial, ni en los residuos atómicos, en el plástico en el océano, en el carbono atmosférico ni en las otras reliquias malignas de las que somos colectivamente responsables, pero no individualmente culpables. (E incluso en ese mundo mucho más simple, algunas civilizaciones a veces colapsaban tras agotar sus recursos naturales, entre otros comportamientos equivocados). Necesitamos formas de hacer más visibles esas responsabilidades y, lo que es más importante, hacer que las personas asuman su responsabilidad. 

La última tensión temporal, y es una de las principales, tiene que ver con los objetivos. Hoy en día, las métricas dominan todos los ámbitos de la vida. Las estadísticas del crecimiento. La valoración de la eficiencia. Los rendimientos de los accionistas. KPI, PIB, ROI. Si están mal definidos, estos objetivos fomentan el presentismo o incluso el mal comportamiento. 

El sociólogo Robert Jackall describió un escenario en el que esto sucede con regularidad. Lo llamó "ordeñar la planta": un gerente llegaba a una planta o fábrica con un ambicioso conjunto de objetivos de la junta directiva, e inmediatamente provocaba un efecto de latigazo. La productividad aumentaría en consecuencia. Meses después, se alcanzarían los objetivos y el gerente sería ascendido o se iría a otro lado. Sin embargo, dejaría un desastre detrás de él: trabajadores descontentos y maquinaria mal gestionada. El próximo gerente tendría que reparar los daños con un nuevo conjunto de objetivos a corto plazo, y el ciclo se repetiría. 

El problema con las métricas está reflejado en la Ley de Goodhart, denominada así por un economista británico, que a menudo se describe de esta manera: "Cuando una medida se convierte en un objetivo, deja de ser una buena medida". Para escapar del cortoplacismo, debemos reevaluar los objetivos con los que medimos el éxito. ¿Esos objetivos fomentan el pensamiento a largo plazo o solo dan prioridad a las ganancias más rápidas? 

Podríamos comenzar pensando en cómo las empresas lograrían un mayor equilibrio entre los objetivos anuales o trimestrales y las aspiraciones a largo plazo que duran toda una vida, o incluso la superan, como los compromisos que algunas compañías petroleras han asumido para alcanzar cero emisiones netas. Ya lo manejamos a nivel personal hasta cierto punto, a través de nuestra carrera, educación y metas familiares.

También se están haciendo algunos intentos en el ámbito político para definir métricas que se extienden varias décadas o siglos, como los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, cuyas partes se han incorporado a las leyes y políticas de empresas de todo el mundo. (Gales, por ejemplo, aprobó la Ley de Bienestar de las Generaciones Futuras: basada en los objetivos de la ONU, requiere que los organismos públicos tengan en cuenta ciertos objetivos a largo plazo en su toma de decisiones). 

Combatir las tensiones temporales puede ser complicado, pero los objetivos que elijamos dependen totalmente de nosotros. Parafraseando aquel aforismo ya usado: sobrestimamos lo que podemos hacer en un día, pero subestimamos lo que podemos lograr en un siglo.

El epicentro de la historia

Identificar las tensiones temporales que provocan el cortoplacismo en nuestras vidas es solo el punto de partida. Nuestro mayor desafío de este siglo es transformar nuestra relación con el tiempo. La historia sugiere que nuestros horizontes ya se habían acortado antes, pero que pueden expandirse de nuevo. Durante la pandemia, nuestro "presentismo" se ha vuelto aún más extremo, pero las normas culturales también han sido desafiadas. Puede que nunca haya un mejor momento para preguntarnos qué futuro queremos. 

Algunos sugieren que estamos viviendo en el "epicentro de la historia", una época de influencia única para el futuro de la humanidad. Nunca habíamos tenido tantas formas de destruirnos a nosotros mismos a través de los peligros creados por nosotros mismos, desde las armas nucleares hasta los patógenos bioterroristas. Pero el argumento consiste en que si logramos trazar un camino a través de este período basándonos en el largo plazo, entonces nuestra especie, como la de otros mamíferos, tiene el potencial de sobrevivir durante millones de años. 

Si la percepción del tiempo de la humanidad en evolución refleja la de un niño como mi hija, entonces nuestra madurez como especie en relación con el tiempo podría estar por llegar. Quizás estemos simplemente en un período turbulento de la adolescencia, y la edad nos traerá la idea de un futuro más profundo. Como los adolescentes que se enfrentan de repente a las consecuencias de sus acciones, nos enfrentamos a una crisis provocada por nuestro cortoplacismo. Esperemos que resulte ser simplemente el impacto que necesitamos para crecer.

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