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Tecnología y Sociedad

La tecnología no nos ha salvado del coronavirus y la culpa es nuestra

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La tendencia de Occidente de externalizar sus fábricas y dejar la responsabilidad de innovar al sector privado nos ha dejado sin mascarillas, respiradores artificiales y test de diagnóstico. Pero la historia demuestra que con financiación y apoyo público sostenido, la innovación puede volver a traer productividad

  • por David Rotman | traducido por Ana Milutinovic
  • 29 Junio, 2020

La tecnología ha fracasado en su función más importante: mantenernos vivos y sanos. Mientras escribo esto, más de 380.000 personas han muerto por coronavirus (COVID-19), la economía global está en ruinas y la pandemia todavía sigue causando estragos. En la era de la inteligencia artificial (IA), la medicina genómica y los coches autónomos, nuestra respuesta más efectiva al brote ha sido la cuarentena colectiva, una técnica de salud pública prestada de la Edad Media. 

El fracaso tecnológico más evidente está relacionado con la realización de las pruebas de diagnóstico. Los test de diagnóstico estándar para enfermedades como la COVID-19 utilizan la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), una técnica química creada hace más de 30 años que se aplica habitualmente en los laboratorios de todo el mundo. Sin embargo, a pesar de que los científicos identificaron y secuenciaron el nuevo coronavirus a las pocas semanas de su aparición a finales de diciembre, que fue un paso esencial para crear un diagnóstico, la mayoría de países ha tenido dificultades para ofrecer pruebas de PCR de uso generalizado. Incluso se han visto casos de compras de test que posteriormente se descubrió que no funcionaban.

Además, los hisopos nasofaríngeos de 15 centímetros, necesarios para llegar hasta el punto más profundo de la nariz de una persona con el fin de recoger muestras para los test de PCR, también escasearon, al igual que los reactivos químicos obligatorios para procesar las muestras. En las primeras semanas críticas, cuando el coronavirus aún se pudo haber contenido, muchas personas, enfermos graves incluidos, no pudieron acceder a pruebas de diagnóstico del virus mortal. Incluso cuatro meses después de la pandemia, EE. UU. todavía no está equipado para realizar test masivos y frecuentes, algo necesario para poner fin de manera segura al confinamiento general. 

Además de la escasez de test, la fragmentación de los sistemas de recogida de datos de salud pública hizo que los epidemiólogos y los hospitales supieran muy poco sobre la propagación del contagio. En tiempos de big data en los que las empresas como Google y Amazon utilizan todo tipo de información personal para sus operaciones de publicidad y compras, las autoridades sanitarias tomaban decisiones a ciegas. 

Por supuesto, la escasez de pruebas de diagnóstico y datos no fue lo único que condenó a tanta gente. Tampoco había respiradores ni mascarillas de protección suficientes, ni fábricas para producirlos. "La pandemia ha arrojado mucha luz sobre cuánta capacidad de fabricación de Estados Unidos se ha externalizado", destaca la experta en la producción industrial de la Universidad Carnegie Mellon (EE. UU.) Erica Fuchs. 

¿Por qué la dominante industria tecnológica y el gran sector biomédico estadounidense no fueron capaces de proporcionar todo esto? Es tentador limitarse a culpar a la falta de acción de la administración Trump. La economista y experta en gestión de la Universidad de Harvard (EE. UU.) Rebecca Henderson afirma que muchas empresas que la Administración fuera quien movilizara los esfuerzos y estableciera las prioridades. Explica: "Yo seguía pensando: 'Centremos la atención de Estados Unidos en los test y lo conseguiremos'. Esperaba que eso sucediera". Pero nunca ocurrió: "Sencillamente hubo un vacío", añade. 

Pero Henderson y otros expertos que en innovación señalan un problema más profundo que la falta de intervención del Gobierno. El ecosistema de innovación que antes era saludable en Estados Unidos, capaz de identificar y crear tecnologías esenciales para el bienestar del país, lleva décadas en declive.

La capacidad de cualquier país para inventar e implementar las tecnologías que necesita está determinada por la financiación pública y las políticas gubernamentales. En Estados Unidos, la inversión pública en la fabricación, nuevos materiales, vacunas y diagnósticos no ha sido una prioridad, y casi no existe un sistema de gestión gubernamental, respaldo financiero ni soporte técnico para muchas nuevas tecnologías de fundamental importancia. Sin eso, el país quedó desprevenido. 

En cambio, como escribe Henderson en su libro Reimagining Capitalism, durante el último medio siglo, EE. UU. ha ido confiando cada vez más en el libre mercado para la creación de la innovación. Ese enfoque ha dado lugar a la riqueza de Silicon Valley y a las gigantes compañías tecnológicas que son la envidia de los empresarios de todo el mundo. Pero también ha significado poca inversión y apoyo a los sectores críticos como la fabricación y la infraestructura, tecnologías relevantes para las necesidades más básicas de cualquier país.

El libro de Henderson, aunque escrito antes del brote de la COVID-19, se publicó a mediados de abril, cuando la pandemia crecía en muchas partes de Estados Unidos. En él describe el papel que podrían desempeñar las empresas si abordan los grandes problemas como el cambio climático y la desigualdad, pero también documenta varias décadas de falta de apoyo al sector privado por parte del Gobierno en llevar eso a cabo. La autora asegura que en estos días se siente como si estuviera "viviendo el libro". 

La parálisis de Occidente frente a la COVID-19 no solo ha condenado a cientos de miles de personas a una muerte prematura y dañado a las mayores economías del mundo, también ha revelado un profundo y fundamental fallo en la forma en su forma de abordar la innovación.

Fabricar lo importante

A los economistas les gusta medir el impacto de la innovación en términos del crecimiento de la productividad, en concreto, de la "productividad total de los factores (PTF)", la capacidad de obtener mayor producción de los mismos insumos (como trabajo y capital). El crecimiento de la productividad es lo que hace que las naciones avanzadas sean más ricas y prósperas a largo plazo. Pero la realidad es que, en la mayoría de los países ricos, esta forma de medir la innovación ha resultado pésima durante casi dos décadas. 

Existen muchas teorías sobre por qué la innovación se ha desacelerado. Tal vez los tipos de inventos que antes transformaban a la economía dejaron de aparecer, como los ordenadores e internet, o el motor de combustión interna anteriormente. O a lo mejor aún no hemos aprendido a usar las últimas tecnologías, como la inteligencia artificial, para mejorar la productividad en muchos sectores. Pero un factor bastante probable es que, desde la década de 1980, los gobiernos de muchos países han reducido significativamente sus inversiones en tecnología

Según el economista del MIT (EE. UU.) John Van Reenen, la financiación de I+D por parte del Gobierno de EE. UU. bajó del 1,8 % del PIB a mediados de la década de 1960, cuando estaba en su apogeo, al 0,7 % en la actualidad. Los gobiernos tienden a financiar las investigaciones de alto riesgo que las empresas no pueden pagar y de tal investigación suelen surgir las nuevas tecnologías transformadoras. 

El problema de dejar que la inversión privada sea la única que impulsa la innovación consiste en que el dinero se inclina hacia los mercados más lucrativos. Los principales usos prácticos de la IA se han dirigido a optimizar la búsqueda web, segmentar anuncios, el reconocimiento facial y de voz y las ventas al por menor. La investigación farmacéutica se ha centrado principalmente en la búsqueda de nuevos medicamentos de gran éxito. Las vacunas y las pruebas de diagnóstico, tan desesperadamente necesarias actualmente, resultan menos lucrativas. Una mayor inversión gubernamental pudo haber incrementado esos esfuerzos. 

Inventar nuevas tecnologías no es suficiente: el apoyo público también es vital para ayudar a las empresas a adoptarlas. Esto es especialmente cierto en los grandes sectores de la economía que se mueven lentamente, como la atención médica y la fabricación, precisamente donde el deterioro de las capacidades de EE. UU. ha sido más evidente durante la pandemia. 

En una publicación de blog muy difundida, el pionero de internet e ícono de Silicon Valley Marc Andreessen lamentó la incapacidad de Estados Unidos de "construir" y producir suministros necesarios como mascarillas, alegando que "elegimos no tener los mecanismos, las fábricas, los sistemas para crear estos productos". Muchos estuvieron de acuerdo: Estados Unidos, con su fabricación deteriorada, parecía incapaz de producir productos como mascarillas y respiradores, mientras los países con un fuerte e innovador sector de fabricación, como China, Japón, Taiwán y Alemania reaccionaron mucho mejor. 

Pero Andreessen se equivoca al definir la falta de voluntad para construir como una elección deliberada. Y la capacidad de un país para producir no es algo que se pueda revolucionar rápidamente. La reducción de la capacidad de fabricación en Estados Unidos ha sido causada por varios años de presiones del mercado financiero, por la indiferencia del Gobierno federal y por la rivalidad de las economías con salarios más bajos. 

¿Adónde se fue todo el dinero?

Por Tate Ryan-Mosley

Los fondos federales de EE. UU. para I+D se han reducido. Esa es una de las causas del lento crecimiento de la productividad.

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En Estados Unidos, el empleo en el sector de la fabricación disminuyó en casi un tercio entre 2000 y 2010 y apenas se ha recuperado desde entonces. La productividad en la producción ha sido especialmente baja en los últimos años. No solo se han perdido los puestos de trabajo, también el conocimiento integrado en una sólida base de la fabricación, y con eso la capacidad de crear nuevos productos y encontrar formas avanzadas y flexibles de producirlos. Durante años, Occidente cedió a China y a otros países su experiencia en la fabricación competitiva de muchos productos, incluidos los paneles solares y baterías avanzadas, y ahora resulta que ahí también se encuentran los hisopos y las pruebas de diagnóstico. 

Ningún país no debería aspirar a producirlo todo, sostiene Fuchs, pero "Estados Unidos tiene que desarrollar la capacidad de identificar las tecnologías, así como los recursos físicos y humanos, que resultan fundamentales para la seguridad nacional, económica y sanitaria, e invertir estratégicamente en esas tecnologías y activos".

Independientemente de dónde se fabrican los productos, según Fuchs, los fabricantes necesitan más coordinación y flexibilidad en las cadenas de suministro mundiales, en parte, para no depender de unas pocas fuentes de producción. Eso se hizo evidente desde el principio de la pandemia. Por ejemplo, los fabricantes estadounidenses de mascarillas tuvieron dificultades para conseguir el suministro limitado de la fibra fundida por soplado necesaria para fabricar las mascarillas N95 que protegen contra el virus. 

El problema se agrava porque los fabricantes mantienen pocas existencias, para ahorrar dinero, y suelen depender de envíos concretos de un único proveedor. La politóloga del MIT y experta en la fabricación avanzada Suzanne Berger afirma: "La gran lección de la pandemia es cómo hemos intercambiado la capacidad de recuperación por una producción de bajo coste y justo a tiempo". 

Berger cree que el Gobierno estadounidense debería fomentar un sector manufacturero más flexible y apoyar la producción nacional invirtiendo en la formación de la fuerza laboral, en la investigación básica y aplicada, y en los organismos como los avanzados institutos de fabricación que se crearon a principios de 2010 para ofrecer a las empresas el acceso a las últimas tecnologías de producción. Y detalla: "Debemos apoyar el sector de la fabricación no solo para tener productos críticos como mascarillas y respiradores, sino también para reconocer que la relación entre la fabricación y la innovación es crítica para el aumento de la productividad y, a partir de ahí, para el crecimiento económico".

La buena noticia es que Estados Unidos ha tenido este debate durante otras crisis anteriores. Ya existe una guía de procedimientos a seguir.

Declarar la guerra al virus

En junio de 1940, el entonces director de la Carnegie Institution for Science de Washington (EE. UU.), Vannevar Bush, se reunió en la Casa Blanca con el entonces presidente del país, Franklin D. Roosevelt. La guerra ya estaba en marcha en Europa, y Roosevelt sabía que Estados Unidos pronto acabaría involucrándose. Como los economistas del MIT Simon Johnson y Jonathan Gruber escriben en su reciente libro Jump-Starting America, el país no estaba preparado, apenas era capaz de fabricar un tanque. 

Bush le presentó al presidente estadounidense un plan con los preparativos para la guerra, ideado por científicos e ingenieros, y que dio lugar al Comité para la Investigación de la Defensa Nacional (NDRC, por sus siglas en inglés). Durante la guerra, Bush dirigía a unas 30.000 personas, incluidos 6.000 científicos, para gestionar el desarrollo tecnológico del país. 

Los inventos resultantes de ese esfuerzo son bien conocidos, desde el radar hasta la bomba atómica. Pero como escriben Johnson y Gruber, la inversión en ciencia e ingeniería continuó mucho después del final de la guerra. "La principal lección, y ahora casi olvidada, del período posterior a 1945 es que la empresa privada moderna demuestra ser mucho más efectiva cuando el Gobierno ofrece un fuerte apoyo subyacente a la ciencia básica y aplicada y a la comercialización de las innovaciones resultantes", escriben. 

Para Johnson,"lo que necesitamos claramente ahora sería" un impulso parecido para aumentar la inversión gubernamental en la ciencia y tecnología. Eso podría crear beneficios inmediatos tanto para las tecnologías cruciales para gestionar la actual crisis, con los test y vacunas, como para la creación de nuevos empleos y la reactivación económica. Johnson reconoce que muchos de los empleos creados serán para científicos, pero también habrá bastantes para los técnicos con formación y para otros cuyo trabajo se necesitaría para construir y mantener una amplificada infraestructura científica.

Esto es especialmente importante, según él, porque con una administración que se está alejando de la globalización y con poco gasto de los consumidores, la innovación será una de las pocas opciones para impulsar el crecimiento económico. "La inversión científica debe ser de nuevo una prioridad estratégica. Eso se ha perdido. Se ha convertido en algo sobrante. Hay que cambiar eso", afirma Johnson.

Johnson no es el único que opina así. A mediados de mayo, un grupo bipartidista de congresistas estadounidenses propuso lo que denominaron como el Proyecto de Ley de la Frontera Infinita, con el objetivo de ampliar los fondos para "el descubrimiento, la creación y la comercialización de los campos tecnológicos del futuro". Argumentaron que Estados Unidos no estaba "adecuadamente preparado" para la COVID-19 y que la pandemia "puso de relieve las consecuencias de una gran falta" de inversión en investigación científica. Los legisladores pedían 100.000 millones de dólares (casi 90.000 millones de euros) durante cinco años para apoyar una "gestión de tecnología" que financiaría IA, robótica, automatización, fabricación avanzada y otras tecnologías críticas. 

Casi al mismo tiempo, los economistas Ben Jones de la Universidad de Northwestern (EE. UU.) y Pierre Azoulay del MIT publicaron un artículo en Sciencecalling sobre el "Programa de I+D contra la Pandemia" dirigido por el Gobierno estadounidense para financiar y coordinar el trabajo en todos los ámbitos, desde las vacunas hasta la ciencia de materiales. Jones considera que los posibles beneficios económicos y sanitarios son tan grandes que incluso pagarían por sí mismos las enormes inversiones para acelerar el desarrollo de las vacunas y de otras tecnologías. 

El método de Vannevar Bush durante la guerra confirma que es viable, aunque la financiación debe ser sustancial, destaca Jones. Pero una mayor financiación es solo una parte de lo que se requiere, asegura. Esa iniciativa necesitará una autoridad central como la NDRC de Bush para identificar una variedad de nuevas tecnologías para apoyar, una función que falta en los esfuerzos actuales para abordar la COVID-19. 

Lo que hay que destacar sobre todas estas propuestas es que están dirigidas a problemas a corto y largo plazo: piden un aumento inmediato de la inversión pública en la tecnología, pero también un mayor papel del Gobierno estadounidense en guiar la dirección del trabajo de los tecnólogos. La clave será gastar al menos parte del dinero de la gigantesca Ley de estímulo fiscal de EE. UU. no solo en impulsar la economía, sino también para reactivar la innovación en los sectores descuidados como la fabricación avanzada y fomentar el desarrollo de las áreas prometedoras como la IA. Henderson añade: "Vamos a gastar una gran cantidad de dinero, ¿podremos llevarlo a cabo de manera productiva? Sin rebajar el enorme sufrimiento que ha ocurrido, ¿podríamos aprovechar la situación vivida en la pandemia como una llamada de atención?".

"Históricamente, se ha logrado muchas veces", asegura. Además del esfuerzo de la Segunda Guerra Mundial, otros ejemplos incluyen a Sematech, la organización de la década de 1980 que revivió la industria de semiconductores en Estados Unidos, que tenía dificultades frente al creciente dominio de Japón, compartiendo las innovaciones tecnológicas e impulsando la inversión en el sector. ¿Podremos conseguirlo de nuevo? Henderson "espera que sí, aunque no es optimista".

La prueba del sistema de innovación estadounidense consistirá en si en los próximos meses será capaz de inventar vacunas, tratamientos y pruebas de diagnóstico, y producirlos a la escala masiva necesaria para derrotar a la COVID-19. Fuchs detalla: "El problema no ha desaparecido. La pandemia global será una realidad en los próximos 15 o 30 meses, y nos ofrece una oportunidad increíble para repensar la solidez de nuestras cadenas de suministro, nuestra capacidad de fabricación y la innovación que la rodea". 

También será necesario reconsiderar cómo EE. UU. utiliza la IA y otras nuevas tecnologías para abordar los problemas urgentes. Pero para que eso suceda, el Gobierno estadounidense deberá asumir un papel de liderazgo en la gestión de la innovación para satisfacer las necesidades más apremiantes de la sociedad. Eso no se parece al Gobierno que Estados Unidos tiene en la actualidad.

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