Hace poco menos de un mes, me compré un MacBook nuevo. Estoy segura de que es superior a mi G4 que tiene cinco años en cientos de maneras que nunca se sabré ni que me importarán lo suficiente como para apreciar, pero hasta ahora sólo he logrado notar que ... no es igual. Escribir es más resbaladizo - no existe ese vestigio tranquilizador de resistencia como en las máquinas de escribir al teclear letras y números apenas elevados. Ambas teclas de mayúsculas están intactas, la pantalla no está manchada, y el aparato no está lleno de migas y pelos de gato. Hay una cámara incorporada para que pueda (sopesando la horrible perspectiva de participar en) tener vídeo chat con los amigos y seres queridos. Hasta hoy, nadie ha fotografiado este equipo para ilustrar una historia para una revista, que se llame algo como, "Bloggers: ¿Qué hay de nuevo con ellos?" Cuando lo uso para acceder a Internet, no hay un sonido de zumbido por el esfuerzo, no hay ruedas girando, no hay cavilaciones. Nunca tengo que cerrar a la fuerza la mitad de los programas que tengo abiertos con el fin de hacer que uno funcione. Realmente, no tendría que ser un problema - realmente, debería estar ansiosa - por transferir mi música y documentos y programas a mi ordenador nuevo para poder sacar al otro de mi vida para siempre.
Entonces, ¿por qué sigue estando mi ordenador viejo en mi mesa de luz (o, para ser honesta, es más probable que esté arropado entre las mantas a los pies de mi cama), listo para su pequeña misión ritual online - por mucho que me pese admitirlo- que realizo compulsivamente a diario, primera hora de la mañana al despertarme y como última cosa antes de dormirme? Es una cáscara amarillenta de lo que supo ser su blanco prístino, de aspecto trágicamente abultado comparado con su hermano menor, delgado y plateado. Claro, hemos atravesado momentos buenos y malos juntos - y los momentos malos fueron específicamente malos en el sentido informático. Por lo tanto, he pasado gran parte de mi vida mirando y tocando al ordenador, y, a continuación, gran parte de mi vida dedicándome a grabar lo que había pasado mirando y tocando esa máquina. La prueba concreta de esas experiencias se puede exportar fácilmente a mi máquina nueva. Después de que eso ocurra, lo que quede se parecerá tan poco al objeto que mis dedos han acariciando a diario estos últimos años, como un cadáver se asemeja al cuerpo vivo que solía ser. Pero incluso una vez que su almita mecánica haya reencarnado, la carcasa física de mi ordenador portátil viejo seguirá siendo un recordatorio de todas las cosas buenas, y todas las cosas malas, que yo hice con él.
Mi apego morboso a mi vieja máquina me confunde y me shockea, pero que probablemente no sorprendería a Sherry Turkle del MIT (Massachusetts Institute of Technology, Estados Unidos), quien, como psicóloga clínica y profesora de estudios sociales de la ciencia y la tecnología ha pasado varias décadas estudiando y escribiendo acerca de la forma en los que objetos mecánicos construyen y completan al ser.
En dos libros recientes, Objetos Evocativos: Cosas con las que Pensamos y La Historia Interior de los Dispositivos, Turkle ha invitado a etnógrafos, niños, psiquiatras, y a una gran cantidad de gente "normal" - un número desproporcionado de los que parecen ser académicos - a contribuir con ensayos acerca de los objetos más importantes en las vidas de sus pacientes, de sus estudiantes, de los sujetos de su investigación, y todos los sentimientos y recuerdos que estos objetos evocan. Los ensayos abarcan toda la gama desde los muy analíticos hasta los que parecen ser de un diario personal. Muchos de ellos realmente no son muy buenos: los académicos, sobre todo, a menudo escriben sobre cosas personales como si estuvieran redactando un ensayo de admisión a una universidad, y pocos de los demás contribuyentes parecen haber entendido que hay convencionalismos formales en los escritos personales que van más allá de "sucedió esto y después lo otro."
Pero luego hay momentos que hacen que el lector se dé cuenta de lo valioso que es el proyecto de Turkle. En Dispositivos, por ejemplo, nos enteramos de que algunos adictos al vídeo-poker usan pantalones de doble capa para que no tengan que levantarse a orinar. A veces se sorprenden al constatar, después de horas de juego, que han defecado o que vomitaron sobre sí mismos - por lo inmersos que estaban en las micro-decisiones que requiere el juego. Y todos ellos utilizan el mismo idioma de transporte y transformación para describir su relación con la máquina que los induce a este trance incorpóreo. "Mi cuerpo estaba allí, fuera de la máquina, pero al mismo tiempo yo estaba en el interior de la máquina, en el rey y reina al girar las cartas, casi hipnotizado al punto de ser esa máquina." "Tu estás allí en la máquina, como si estuvieras caminando en su interior, dando vueltas en las cartas." Aquí es donde cualquier persona que haya encontrado dificultades para levantarse de la computadora - que a estas alturas debe ser todo el mundo - se avergüenza.
Aunque Turkle se abstiene, en su introducción y conclusiones, de transmitir juicios sobre las relaciones biomecánicas, ella incluye numerosos ensayos que vuelven al tema de la dependencia con la máquina al tipo cyborg. Aquí es donde los libros se tornan más íntimos y más interesantes. Yo nunca había entendido la mecánica escalofriante y visceral de la diálisis, o la preocupación secundaria constante implícita en la vida diaria de un diabético, pero en los capítulos sobre las máquinas de diálisis y glucómetros, estos detalles - pequeños, precisos, desgarradores - brillaron de un modo que no lo hubieran hecho en ningún otro contexto. Una revista para la mujer o de interés general podría publicar una narrativa triunfalista sobre "Mi batalla con la Diabetes", pero al explorar, relatando cada hecho simple, su intimidad diaria con un glucómetro, Joseph Cevetello escribe de manera positiva sobre su enfermedad sin moralizar.
El glucómetro es su infierno y paraíso, y tanto atesora su utilidad como se resiente por su dependencia de él. En última instancia, es sólo una parte ineludible de su vida, tan accesoria y tan importante como un grupo de pecas o una cicatriz.
Por supuesto que no soy la primer persona que dota a un ordenador con un poder más allá de su utilidad técnica. En Objetos, la escritora de tecnología Annalee Newitz escribe acerca de cómo sus primeras experiencias con internet fueron coloreadas por el romance, con un resultado tal de que incluso ahora, "los ordenadores me hacen pensar en el amor". Este fue uno de los pocos ensayos en estas colecciones que sentí que era una repetición: "Sobre los Beneficios del Mundo Físico", el relato tragicómico maravillosamente carente de ego de Meghan Daum sobre su decepción cuando una historia de amor virtual no se concretó en el mundo real, abarcaba el mismo territorio sin llegar a conclusiones tan prolijas sobre la "comunidad" y el "compartir" que Newitz dice que infunden los sueños de los nerds sobre el amor perfecto, desinteresado y mutuamente beneficioso. Pero hubo aspectos del ensayo del ordenador portátil que le hablaron a mi propio amor, nacido de una intensa familiaridad, por el aspecto físico de mi antiguo equipo. "Reconocía su teclado al tacto bajo mis dedos en una habitación oscura", escribe Newitz. Jaque.
Turkle afirma que este tipo de apego mecánico nos enseña algo importante - quizás esencial - de ser humano. Los objetos, explica, son los lugares donde las nubes desordenadas de los sentimientos se pueden fusionar y adoptar una forma. Mi equipo viejo, mediante esta forma de pensar, es menos una máquina para acceder online que una reliquia reverenciada, pulida por las atenciones diarias de un suplicante y henchida de una energía mística que ciertamente no proviene de la batería (que, por cierto, está tan agotada que debo mantener esa cosa estúpida enchufada todo el tiempo, un verdadero incordio en una cafetería). Puedo transferir mis archivos, pero no puedo transferir mis sentimientos a mi máquina nueva, al menos no inmediatamente. En lugar de ello, tengo previsto seguir haciendo lo que estoy haciendo, aunque no tenga sentido - utilizar ambos ordenadores portátiles un poco todos los días, con la esperanza de eventualmente crear una cantidad suficiente de apego al nuevo para destetarme completamente de su predecesor sucio y lento.
Este modo ilógico, elaborado, de hacer frente a la dependencia emocional y física respecto de una máquina tiene sentido para Turkle, que concluye Objetos imaginando un futuro tipo cyborg, cuando los ordenadores dejen de sentirse sólo parte de nuestros cuerpos y empiecen a ser nuestros cuerpos. "A medida que comenzamos a vivir con objetos que desafían los límites entre lo nacido y lo creado y entre los humanos y todo lo demás, necesitaremos contarnos historias diferentes", escribe. Estos libros, por más incoherentes y poco elegantes que sean, son el inicio de ese tipo de narraciones.
Emily Gould bloggea en Emilymagazine.com. Su primer libro de ensayos se publicará por Free Press a principios de 2010.