Ni la humanidad está condenada sin remedio ni la tecnología es la panacea milagrosa contra todos nuestros males. Nos enfrentamos a problemas muy graves, pero la historia demuestra que, aunque debemos verlos de forma brutalmente honesta, también tenemos que confiar en la innovación
Los debates sobre tecnología y progreso a menudo se definen en términos de "optimismo" frente a "pesimismo". Por ejemplo, Steven Pinker, Matt Ridley, Johan Norberg, Max Roser y el fallecido Hans Rosling han sido denominados los "Nuevos Optimistas" por su postura relacionada con el progreso económico, científico y social de los últimos dos siglos. Sus oponentes, como David Runciman y Jason Hickel, los acusan de estar ciegos ante los problemas reales del mundo, como la pobreza, y los riesgos de las catástrofes, como la guerra nuclear.
El historiador económico Robert Gordon se considera a sí mismo "el profeta del pesimismo". En su libro The Rise and Fall of American Growth advirtió que los días de alto crecimiento económico han terminado para Estados Unidos y no volverán. Los contrarios a Gordon son un grupo al que él denomina los "tecnoptimistas", como Andrew McAfee y Erik Brynjolfsson, quienes han predicho un crecimiento acelerado en la productividad de la tecnología de la información.
Resulta tentador elegir bando. Pero, aunque podría resultar racional ser optimista o pesimista en cualquier cuestión específica, estos términos son demasiado imprecisos para adoptarse como identidad intelectual general. Los que se identifican como optimistas podrían descartar demasiado rápido o minimizar los problemas de la tecnología, mientras que los autodenominados tecnopesimistas o escépticos del progreso pueden ser demasiado reacios a creer en las soluciones.
Mientras esperamos con ganas la recuperación pospandémica, volvemos a encontrarnos entre los optimistas, que destacan todas las enfermedades que pronto podrán ser vencidas con las nuevas vacunas, y los pesimistas, que advierten que la humanidad nunca ganará la carrera evolutiva contra los microbios. Pero se trata de una elección equivocada. La historia nos ofrece poderosos ejemplos de personas que fueron brutalmente honestas al identificar una crisis, pero igualmente activas en la búsqueda de soluciones.
A finales del siglo XIX, el físico, químico e inventor del tubo de Crookes (una versión temprana del tubo de vacío), William Crookes, era el presidente de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. El 7 de septiembre de 1898, utilizó el tradicional discurso anual en la Asociación para lanzar una terrible advertencia. Según él, las Islas Británicas corrían un grave riesgo de quedarse sin comida.
Su razonamiento era simple: la población crecía exponencialmente, pero la cantidad de tierra cultivada no podía seguir ese ritmo. La única forma de continuar aumentando la producción era mejorando el rendimiento de los cultivos. Pero el factor limitante de los rendimientos era la disponibilidad del fertilizante nitrogenado, y las fuentes de nitrógeno, como las sales rocosas del desierto chileno y los depósitos de guano de las islas peruanas, se estaban agotando. Su argumento fue detallado y completo, basado en las cifras de producción de trigo y la disponibilidad de terreno de cada uno de los principales países europeos y colonias; Crookes se disculpó de antemano por aburrir a su audiencia con estadísticas.
Criticó el desperdicio "inexcusablemente desmesurado" de los recursos no renovables de nitrógeno. Señaló a los que miraban con miopía sólo los últimos años de la cosecha (que habían sido suficientes), que esos años habían sido inusualmente fructíferos, lo que enmascaraba el problema. La generosidad del pasado reciente no era garantía de la prosperidad en el futuro.
En cierto sentido, Crookes era un "alarmista". Su propósito era llamar la atención sobre un problema causado por el progreso y el crecimiento. Intentó abrir los ojos de los complacientes. Comenzó diciendo que "Inglaterra y todas las naciones civilizadas corren un peligro mortal", refiriéndose de diversas formas a "un problema colosal" de "importancia urgente", una "catástrofe inminente" y "una cuestión de vida o muerte para las generaciones venideras". Para los que lo llamarían alarmista, Crookes insistió en que su mensaje estaba "basado en hechos innegables".
Causó sensación y muchos críticos hablaron contra su mensaje. Señalaron que el trigo no era el único alimento, que la gente moderaría su consumo si fuera necesario, y que el suelo para el trigo se podía quitar del que se usaba para la producción de carne y lácteos, especialmente a medida que subían los precios. Resaltaban que Crookes había subestimado las posibilidades de los agricultores estadounidenses para suministrar alimentos a otros países, adaptando mejor sus métodos al suelo y al clima para aumentar la producción.
Un tal R. Giffen, en su artículo publicado en Nature en 1899, comparó a Crookes con Thomas Malthus, y con otros que habían predicho la escasez de varios recursos naturales, como Eduard Suess, quien había avisado que el oro se acabaría, y el economista William Stanley Jevons, quien advirtió sobre el Pico del Carbón. El tono de Giffen es el de estar harto cuando señala que "ha habido mucha experiencia sobre estas discusiones desde la época de Malthus". Explica que nunca hemos sido capaces de hacer pronósticos precisos porque los límites previstos para el crecimiento están demasiado lejos en el futuro o sabemos muy poco sobre sus causas.
Pero Crookes tenía la intención de que sus comentarios tomaran "la forma de una advertencia más que de una profecía". En el discurso, afirmó: "Es el químico quien debe venir al rescate... Antes de llegar a la escasez real, el químico intervendrá y pospondrá el día de la hambruna a un período tan lejano que nosotros y nuestros hijos y nietos podremos vivir sin demasiadas preocupaciones por el futuro".
El plan de Crookes era aprovechar una fuente prácticamente ilimitada de nitrógeno: la atmósfera. Las plantas no pueden usar nitrógeno atmosférico directamente; en cambio, utilizan otros compuestos que contienen nitrógeno, que en la naturaleza son fabricados por ciertas bacterias a partir del nitrógeno atmosférico, un proceso llamado fijación. Crookes pensaba que la fijación artificial de nitrógeno atmosférico era "uno de los grandes descubrimientos para el ingenio de los químicos", y se mostró optimista de que podría suceder pronto, calificándolo como "algo de un futuro no muy lejano".
Dedicó una gran parte de su discurso a explorar esta solución. Señaló que el nitrógeno se podía quemar a temperaturas suficientemente altas para crear compuestos de nitrato, y que esto se podía hacer con electricidad. Incluso estimó los detalles prácticos, como el coste de los nitratos producidos de esta manera, que era competitivo con los precios de mercado, y si el proceso podría ampliarse a niveles industriales: la nueva central hidroeléctrica en las Cataratas del Niágara proporcionaría toda la electricidad necesaria para compensar la brecha que había pronosticado, concluyó.
Sabía que los fertilizantes sintéticos no eran una solución permanente, pero estaba convencido de que cuando el problema volviera a surgir en un futuro lejano, sus sucesores podrían resolverlo. Su alarmismo no fue una posición filosófica, sino contingente. Cuando la situación cambió gracias a la invención de la tecnología adecuada, se alegró de poder retirar el aviso.
¿Acaso Crookes tenía razón? En 1931, el año en el que pensaba que podríamos quedarnos sin comida, estaba claro que sus predicciones no habían sido perfectas. La cosecha había aumentado, pero no porque los rendimientos de los cultivos mejoraran. En cambio, la superficie había crecido, hasta un punto que Crookes había calculado como imposible. Esto sucedió en parte debido a las mejoras en la mecanización, incluido el tractor con motor de gasolina. La mecanización redujo los costes laborales, lo que volvió rentables las tierras con rendimientos marginales. Como suele ocurrir, la solución vino de un lugar inesperado, invalidando las suposiciones de los pronosticadores optimistas y pesimistas.
Pero si Crookes no tenía razón con sus detalladas predicciones, acertó en lo esencial. Sus dos puntos clave resultaron precisos: uno, que la comida en general y los rendimientos en particular eran problemas que deberían tenerse en cuenta en la próxima generación; dos, ese fertilizante sintético a partir de la fijación de nitrógeno atmosférico sería un aspecto clave de la solución.
Menos de dos décadas después de este discurso, el químico alemán Fritz Haber y el empresario industrial Carl Bosch desarrollaron un proceso para sintetizar amoníaco a partir de nitrógeno atmosférico e hidrógeno gaseoso. El amoníaco es un precursor químico de los fertilizantes sintéticos, y el proceso Haber-Bosch sigue siendo uno de los logros industriales más importantes en la actualidad, proporcionando fertilizante para casi la mitad de la producción mundial de alimentos.
El químico, al final, sí que vino al rescate. Entonces, ¿Crookes era optimista o pesimista? Era pesimista sobre el problema, no se complacía. Pero era optimista en cuanto a encontrar una solución, no derrotista.
En el siglo XX, volvieron a surgir los temores sobre la superpoblación y el suministro de alimentos. En 1965, la tasa de crecimiento de la población mundial alcanzó un máximo histórico del 2 % anual, suficiente para duplicarse cada 35 años; y se estimaba que hasta 1970, más de un tercio de las personas en los países en desarrollo estarían desnutridas.
El libro de Paul y Anne Ehrlich, The Population Bomb, publicado en 1968, empieza con un llamamiento a la rendición: "La batalla para alimentar a toda la humanidad ha terminado. En la década de 1970, cientos de millones de personas morirán de hambre a pesar de los programas de emergencia que se hayan emprendido en la actualidad. Ya es tarde para evitar el aumento sustancial en la tasa de mortalidad mundial". En 1970, Paul Ehrlich reforzó el derrotismo, asegurando que en unos pocos años "más esfuerzos serían en vano" y "lo mejor sería cuidarse a sí mismo y a los amigos y disfrutar del poco tiempo que nos queda". Como vieron la situación tan desesperada, los Ehrlich apoyaron la propuesta para quitar sus ayudas a países como la India que se consideraba que no hacían lo suficiente para limitar el crecimiento de la población.
Afortunadamente para la India y para el resto del mundo, otros no estaban dispuestos a rendirse. El científico Norman Borlaug, trabajando en México en un programa financiado por el Instituto Rockefeller, desarrolló variedades de trigo de alto rendimiento que resistían las enfermedades fúngicas, usaban fertilizantes de manera más eficiente y podían crecer en cualquier latitud. En la década de 1960, gracias en parte a los nuevos cereales, México se transformó de un importador a un exportador de trigo e India y Pakistán casi duplicaron sus rendimientos, evitando la hambruna que los Ehrlich consideraban inevitable.
No obstante, incluso después de ganar el Premio Nobel de la Paz por sus logros, Borlaug nunca perdió de vista el desafío de que la agricultura siguiera el crecimiento de la población y sabía que no lo había resuelto del todo. En su discurso del Nobel de 1970, calificó los aumentos en la producción de alimentos como "modestos en cuanto las necesidades totales", señaló que la mitad del mundo sufría desnutrición, resaltó que "no había lugar para la complacencia". Advirtió que "la mayoría de la gente aún no comprendía la magnitud y la amenaza del 'Monstruo de la población'". "Sin embargo", continuó, "soy optimista para el futuro de la humanidad". Borlaug confiaba en que la razón humana al final tendría la población bajo control (y, efectivamente, la tasa global de natalidad ha estado disminuyendo desde entonces).
El riesgo de adoptar una mentalidad "optimista" o "pesimista" consiste en la tentación de tomar partido en un tema en función del estado de ánimo general, en vez de formar una opinión basada en los hechos. "No hay que preocuparse", dice el optimista; "Hay que aceptar las desgracias", contraataca el pesimista.
Básicamente, no deberíamos ser ni optimistas ni pesimistas, sino solucionistas.
Es algo que se puede ver en los debates sobre la COVID-19 y el confinamiento, sobre el cambio climático y el uso de la energía, sobre la promesa y el peligro de la energía nuclear y, en general, sobre el crecimiento económico y el consumo de recursos. A medida que se intensifican los debates, cada lado profundiza: los "optimistas" cuestionan si la amenaza es real; los "pesimistas" ridiculizan cualquier solución tecnológica propuesta como un falso "arreglo rápido" que simplemente nos permite racionalizar posponiendo los difíciles pero inevitables recortes. (Como ejemplo de lo último, están los argumentos del "riesgo moral" en contra de la geoingeniería como estrategia para abordar el cambio climático).
Para abarcar tanto la realidad de los problemas como la posibilidad de superarlos, básicamente no deberíamos ser ni optimistas ni pesimistas, sino solucionistas. El término "solucionismo", que se suele usar como "solucionismo tecnocrático", se ha utilizado desde la década de 1960 para representar la creencia de que todos los problemas se pueden solucionar con la tecnología. Esto es un error, por lo que el "solucionismo" ha sido un término de burla. Pero si descartamos cualquier supuesto sobre la forma que deben tomar las soluciones, podemos reclamarlo para que signifique simplemente la creencia de que los problemas son reales, pero que se pueden resolver.
Los solucionistas pueden parecer optimistas porque el solucionismo es fundamentalmente positivo. Aboga por avanzar enérgicamente contra los problemas, sin retroceder ni rendirse. Pero está tan lejos del optimismo panglossiano, de "todo es para mejor" como del pesimismo fatalista y apocalíptico. Es una tercera vía que evita tanto la complacencia como el derrotismo, y deberíamos usar ese término con orgullo.