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Computación

Lecciones tecnológicas aprendidas de la saga de Wikileaks

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El gobierno puede hacer poco para detener las fugas digitales—aunque podría hacer un mejor trabajo a la hora de hacer un seguimiento de las fuentes.

  • por Jonathan Zittrain | traducido por Francisco Reyes (Opinno)
  • 05 Agosto, 2010

Ya se ha generado un debate sobre si la publicación de 92.000 documentos clasificados sobre la guerra en Afganistán en Wikileaks supone un mayor hito histórico en los anales de la seguridad nacional y la prensa que la fuga de los Papeles del Pentágono en 1971, el informe clasificado del gobierno de los EE.UU. sobre la guerra de Vietnam. Está bastante claro, sin embargo, que el panorama tecnológico actual limita gravemente el rango de opciones del gobierno en la lucha contra tales filtraciones, aunque también proporciona una gama de herramientas para la protección contra fugas futuras.

Frente a la publicación de documentos clasificados en la página web Wikileaks—seguida de cerca por una cantidad similar de noticias sobre el fenómeno—la reacción del gobierno de los EE.UU. ha sido calculadamente leve. Los funcionarios del gobierno parecen haber llegado a la conclusión de que no había manera de volver a meter al genio en la botella. En vez de luchar contra la tormenta, el gobierno enfatizó su descontento al tiempo que afirmaba que no había mucho que ver—los documentos no desvelan muchas cosas que el público ya no sepa. Y en cuanto a la gran cantidad de informes militares contenidos en la publicación, el Pentágono dio a entender que el contenido de dichos informes no fue considerado como verdades literales e instantáneas en el momento de su presentación.

En el caso de los Papeles del Pentágono, el poder ejecutivo no se resignó de igual modo—y los diarios que causaron la fuga, aunque defendieron con fuerza su derecho a hacerlo, entendieron que los tribunales debían ser parte de la solución del conflicto. Una orden judicial se emitió brevemente para prevenir que el Times publicase más material, y el Times respetó la orden, permitiendo de forma implícita que fuera el gobierno de EE.UU.—a través del poder judicial—quien decidiera qué secretos eran de tanta importancia como para no poder ser publicados. (Por supuesto, durante ese período el Washington Post se encargó de publicar los Papeles del Pentágono, con lo que acabó uniéndose al litigio.)

Wikileaks no sólo es más difícil de demandar en la práctica, teniendo en cuenta que sus directores están fuera de las fronteras de EE.UU. y sus servidores están situados en Suecia, sino también en la teoría: su fundador parece estar desinteresado en lo que los tribunales de EE.UU. pudieran tener que decir acerca de sus actividades. Sorprendentemente, la página web se ajusta a las características de la Web 1.0. A pesar de los parecidos con las wikis, donde cualquiera puede editar contenidos, su fama radica simplemente en que han adquirido los documentos y los han publicado después, utilizando tecnologías y configuraciones de servidor que no han cambiado durante los últimos 10 ó 15 años. Sin embargo, internet sí ha cambiado, y un método similar al de 1971 para hacer frente a la fuga probablemente habría estado condenado al fracaso: una vez que la información se publica, más y más sitios podrían replicarla, o podría acabar en redes de peer-to-peer. El hecho de que Wikileaks afirme que no publica todo lo que encuentra arroja cierta esperanza: si sus servidores tuvieran que ser cerrados debido a, por ejemplo, una orden de la corte sueca o incluso un ataque ciber-hostil o de otro tipo, las fugas futuras podrían ir directamente a las redes peer-to-peer, sin una presencia mediadora ante la que recurrir. (Wikileaks afirma que no publicó algunos documentos para así minimizar los "daños colaterales").

¿De qué tipo de daño pueden estar hablando? En cuanto a los informes de campo militares, podrían darse formas sencillas de identificar las fuentes de información, que más tarde podrían enfrentarse a represalias por haber cooperado con las autoridades de los EE.UU.. En ese sentido, el gobierno de los EE.UU. tiene razón cuando afirma que los documentos quizá no sean muy interesantes, aunque su publicación de hecho podría perjudicar la seguridad nacional—y la seguridad de las personas que en su día trataron de ayudar. Eso es lo peor de ambos mundos. Con los análisis actuales a veces es fácil pasar por alto que incluso en una democracia pueda existir información que realmente deba mantenerse en secreto.

Entonces, ¿qué debería hacer el gobierno de los EE.UU. a largo plazo para hacer frente al problema? Una respuesta sería facilitar la identificación y procesamiento de los informadores. Los documentos digitales pueden pasar de mano a mano con facilidad, e incluso los documentos clasificados suelen ser más útiles cuanta más gente dentro del gobierno los pueda ver. En lugar de restringir aún más la distribución—exacerbando los problemas derivados del intercambio de inteligencia—podrían establecerse marcas de agua de forma más habitual. La observación de un documento por un funcionario puede diferenciarse de forma sutil e imperceptible en comparación con las demás, de forma que no cambie su uso y significado. Si el documento acaba siendo filtrado, su propia existencia podría ayudar a identificar qué copia en particular fue la que originó la fuga. Esta es una solución tecnológica a medio plazo—las marcas de agua esteganográficas—y enfrentaría a los responsables a la aceptación de las consecuencias que pudieran resultar de ser identificados como quienes originaron la fuga. (Incluso de este modo, la gran cantidad de documentos, junto con el examen de lo que no fue publicado, probablemente ponga a las autoridades en una buena posición para identificar a las personas que actuaron como fuente de la fuga.)

Más importante aún, no parece haber consenso en cuanto a que haya mucho material clasificado, ni durante demasiado tiempo. A medida que esas etiquetas proliferan en materiales cuya publicación no amenazaría la seguridad nacional, esto puede hacer que incluso el usuario de información clasificada más diligente tenga una menor percepción de por qué dicha distinción es importante. Lo que resulta aún peor, las filtraciones a menudo son un instrumento utilizado dentro de la política oficial del gobierno. Esto no siempre implica la fuga de información clasificada, pero a medida que se convierte en una práctica común, aprobada o iniciada a los niveles más altos, la filtración de información en lugar de entregarla directamente hace que resulte más difícil implantar la ética de que los secretos deben guardarse. Al unir una cultura de clasificación excesiva con una de fugas "aprobadas" y estratégicas, el resultado nos da lo peor de ambos mundos.

Esto sugiere que la clasificación sería más eficaz si se aplicase como una excepción y no como regla, y sólo en tipos de información reducidos y específicamente enumerados cuya divulgación podría afectar la seguridad nacional de forma muy específica: fuentes de inteligencia (como por ejemplo aquellas que comparten un secreto con el gobierno ), métodos de inteligencia (como el modo en que el gobierno puede vigilar en silencio a un enemigo), y secretos sobre bombas nucleares. (Incluso esta última categoría parece estar sobreprotegida, dada la cantidad de información existente al alcance del dominio público. El mayor obstáculo contra la proliferación nuclear podría encontrarse en el material físico, y no en conocimientos técnicos.)

Por último: una lección para cualquier grupo o institución que desee guardar un secreto importante y revelador de identidades: la distancia entre la cara que uno presenta al mundo y la cara que presentamos ante nosotros mismos ya no puede ser demasiado grande. Como el agua cuando quiere encontrar su nivel, la cara interna acabará siendo conocida. La verdad, o al menos una mayor cantidad de sus partes constituyentes, saldrá a la luz. En general, esto es algo bueno. Aquellos que tienen más que temer de un entorno abierto son los que mantienen agendas cerradas, para quienes el debate público es una amenaza en vez de una oportunidad. La fortaleza a largo plazo radica en la persuasión basada en hechos, y no en el artificio cuidadosamente construido.

Jonathan Zittrain es profesor de derecho de internet en la Escuela de Derecho de Harvard y cofundador y codirector de la facultad del Centro Berkman para Internet y Sociedad de la Universidad de Harvard.

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