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El 21 de noviembre de 1963, el historiador Richard Hofstadter pronunció la conferencia anual Herbert Spencer en la Universidad de Oxford (Reino Unido). profesor de Historia Estadounidense en la Universidad de Columbia (EE UU), Hofstadter solía recurrir a la psicología social para interpretar la historia política, con el objetivo de defender el liberalismo frente a los extremismos de cualquier signo. Su intervención llevaba por título The Paranoid Style in American Politics.

«Lo llamo estilo paranoico«, comenzó diciendo, «simplemente porque ningún otro término evoca con tanta precisión las cualidades de exageración encendida, suspicacia y fantasía conspirativa que tengo en mente».

Menos de 24 horas después, el presidente John F. Kennedy fue asesinado en Dallas (Texas, EE UU). Aquel acontecimiento devastador, y los intentos posteriores por explicarlo, popularizaron un término que, aunque no aparece en el texto de Hofstadter, resume su esencia: teoría de la conspiración.

Más tarde, la conferencia fue revisada y convertida en un ensayo que sigue siendo esencial, incluso tras décadas de estudios sobre teorías de la conspiración. Su valor reside en la capacidad de Hofstadter para trazar, con rigor y concisión, una continuidad histórica en la política conspirativa. «El estilo paranoico es un fenómeno antiguo y recurrente en nuestra vida pública, que ha estado frecuentemente vinculado a movimientos de descontento y sospecha», escribió, remontándose a los primeros años de la república. Aunque cada oleada de teorías conspirativas parece alarmantemente nueva —narrativas inéditas difundidas por tecnologías emergentes a gran escala— todas siguen un patrón similar. Como demostró Hofstadter, los nombres cambian, pero la plantilla fundamental permanece.

Su lectura psicológica de la política ha sido objeto de controversia, pero es precisamente la psicología —más que la economía u otras circunstancias externas— la que mejor explica la proliferación de las teorías de la conspiración. Investigaciones posteriores han demostrado que tendemos a percibir intencionalidad y patrones donde no los hay, y que esto nos ayuda a sentirnos personas relevantes. Identificar y desenmascarar un complot secreto genera una sensación de heroísmo y la ilusión de controlar el caos de la vida. Como muchas teorías pioneras sometidas al escrutinio del tiempo, la de Hofstadter tiene defectos y puntos ciegos. Su principal error fue minimizar el papel del estilo paranoico en la política convencional hasta entonces, y subestimar su capacidad de expansión futura.

En 1963, las teorías de la conspiración eran aún un fenómeno marginal, no porque fueran inusuales, sino porque tenían escasa difusión y estaban estigmatizadas por quienes ostentaban el poder. Hoy, ninguna de esas condiciones se mantiene, y resulta evidente lo contagiosas que pueden ser. Hofstadter no pudo imaginar las tecnologías de la información que se han integrado en nuestras vidas, ni el ecosistema mediático fragmentado del siglo XXI, que ha permitido que el pensamiento conspirativo se propague, se transforme y florezca como el moho. Tampoco pudo prever que un conspiranoico declarado sería elegido presidente —dos veces— y que en su segundo mandato se rodearía de defensores del estilo paranoico. Sin embargo, el concepto de Hofstadter sigue siendo útil —y cada vez más pertinente— porque también describe una forma de leer el mundo. Como él mismo escribió: «Lo que distingue al estilo paranoico no es que sus exponentes vean conspiraciones aquí y allá en la historia, sino que consideran que una conspiración ‘inmensa’ o ‘gigantesca’ es la fuerza motriz de los acontecimientos históricos. La historia es una conspiración, puesta en marcha por fuerzas demoníacas de poder casi trascendente, y lo que se considera necesario para derrotarla no son los métodos habituales del toma y daca político, sino una cruzada total».

Esta visión mística y unificada de la historia, huelga decirlo, no solo es falsa, sino imposible. No tiene sentido en ningún plano. Entonces, ¿por qué ha resultado tan seductora durante tanto tiempo? ¿Y por qué parece ganar popularidad cada día?

¿Qué es, en realidad, una teoría de la conspiración?

El primero en definir la teoría de la conspiración como fenómeno generalizado fue el filósofo austrobritánico Karl Popper, en su conferencia de 1948 Towards a Rational Theory of Tradition. No se refería a una teoría sobre una conspiración concreta, sino a lo que llamó »teoría conspirativa de la sociedad»: una forma particular de interpretar el curso de los acontecimientos.

Más adelante la definió como «la idea de que la explicación de un fenómeno social consiste en descubrir a los hombres o grupos interesados en que dicho fenómeno ocurra (a veces se trata de un interés oculto que primero debe revelarse), y que han planeado y conspirado para provocarlo».

Tomemos una catástrofe inesperada que genera miedo, ira y dolor: un colapso financiero, un incendio devastador, un atentado terrorista, una guerra. El historiador convencional tratará de desentrañar una maraña de factores diversos, entre los que la malicia es solo uno, y quizá menos relevante que el azar.

El conspiranoico, en cambio, solo verá cálculo siniestro tras esos hechos terribles: un complot endiabladamente complejo, concebido y ejecutado con precisión. La intención lo es todo. La observación de Popper coincide con la de Hofstadter: «La interpretación paranoica de la historia es… marcadamente personal: los acontecimientos decisivos no se consideran parte del curso histórico, sino consecuencia de la voluntad de alguien».

Según Michael Barkun, en su libro de 2003 A Culture of Conspiracy, la interpretación conspirativa de los hechos se basa en tres supuestos: todo está conectado, todo está premeditado y nada es lo que parece. Seguir esta tercera ley implica que la historia aceptada y documentada es, por definición, sospechosa, y que las explicaciones alternativas —por extravagantes que sean— tienen más probabilidades de ser ciertas. Como escribió Hannah Arendt en The Origins of Totalitarianism, el propósito de las teorías de la conspiración en las dictaduras del siglo XX «siempre fue revelar la historia oficial como una burla, demostrar la existencia de una esfera de influencias secretas en la que la realidad histórica visible, rastreable y conocida era solo una fachada erigida explícitamente para engañar al pueblo». (Esos dictadores, por supuesto, eran conspiradores que proyectaban su afición por los complots secretos sobre los demás.)

Conviene recordar, sin embargo, que conspiracy theory puede significar cosas distintas. Barkun distingue tres tipos, que se encajan como muñecas rusas.

La »teoría conspirativa de evento» se refiere a una catástrofe concreta y delimitada, como el incendio del Reichstag en 1933 o el origen de la covid-19. Estas teorías son relativamente plausibles, aunque no puedan demostrarse.

La »teoría conspirativa sistémica» es mucho más ambiciosa: pretende explicar numerosos hechos como fruto de un complot internacional clandestino. Por descabelladas que parezcan, al menos se centran en grupos con nombre propio, como los Illuminati o el Foro Económico Mundial.

La »teoría conspirativa suprema» es esa fantasía imposible en la que la historia misma es una conspiración, orquestada por fuerzas invisibles de poder y malevolencia casi sobrenaturales. Las variantes más extremas de QAnon plantean precisamente ese tipo de conspiración universal. Su objetivo es abarcar y explicar nada menos que el mundo entero.

Estamos ante géneros narrativos muy distintos. Si la primera categoría se asemeja a una novela de detectives, las otras dos se acercan más a las fábulas. Sin embargo, una puede transformarse en otra. Pensemos en las teorías que rodean el asesinato de Kennedy. La primera oleada de investigadores aficionados elaboró »teorías conspirativas de evento»: tramas relativamente acotadas con asesinos plausibles como exiliados cubanos o miembros de la mafia.

Con el tiempo, estas teorías comenzaron a parecer provincianas. Para cuando se estrenó la película JFK de Oliver Stone en 1991, las tramas que antes gozaban de popularidad habían sido eclipsadas por ficciones elaboradas sobre conspiraciones gigantescas y prolongadas, en las que el asesinato del presidente era solo una pieza más. Una de las fuentes principales de Stone fue el periodista Jim Marrs, quien más tarde escribió libros sobre los masones y los ovnis.

¿Por qué limitarse a una hipótesis laboriosamente investigada sobre un solo hecho cuando un gran complot dramático puede explicarlo todo?

La teoría del todo

En toda »teoría conspirativa sistémica» o »suprema», el mundo es corrupto, injusto y está en decadencia. Una élite de individuos improbablemente poderosos, movidos por una maldad pura, es responsable de la mayoría de las desgracias de la humanidad. Solo mediante la revelación de conocimientos ocultos y la decodificación de mensajes por parte de una minoría justa pueden desenmascararse y derrotarse los malhechores. La moralidad es tan simplista como la narrativa es compleja: se trata de una lucha entre el bien y el mal.

¿Notas algo? Este no es el lenguaje de la política democrática, sino el de los mitos y la religión. De hecho, es el mensaje fundamental del Libro del Apocalipsis. El pensamiento conspirativo puede entenderse como una derivación —a menudo secularizada, aunque no siempre— del cristianismo apocalíptico, con su seductora red de profecías, señales y secretos, y su promesa de una resolución violenta. Tras estudiar varias sectas milenaristas para su libro de 1957 The Pursuit of the Millennium, el historiador Norman Cohn enumeró algunos rasgos comunes, entre ellos: «la visión megalómana de uno mismo como el Elegido, completamente bueno, abominablemente perseguido pero seguro del triunfo final; la atribución de poderes gigantescos y demoníacos al adversario; el rechazo a aceptar las limitaciones y las imperfecciones ineludibles de la experiencia humana».

Popper también consideraba la »teoría conspirativa de la sociedad» como «un resultado típico de la secularización de la superstición religiosa», y añadía: «Los dioses han sido abandonados. Pero su lugar lo ocupan hombres o grupos poderosos… cuya maldad es responsable de todos los males que sufrimos».

La mutación de QAnon, que pasó de ser una teoría conspirativa en un foro de internet a convertirse en un movimiento con rasgos de culto, deja explícita la relación entre las teorías de la conspiración y la religión apocalíptica.

Este modo de pensar facilita la creación de chivos expiatorios deshumanizados, uno de los rasgos más antiguos y constantes de las teorías conspirativas. Durante la Edad Media y más allá, líderes políticos y religiosos lanzaban rutinariamente el término “Anticristo” contra sus adversarios. En las Cruzadas, los cristianos acusaron falsamente a las comunidades judías de Europa de colaborar con el islam o de envenenar pozos, y las masacraron. Los cazadores de brujas implicaron a decenas de miles de mujeres inocentes en una supuesta conspiración satánica que pretendía explicar desde enfermedades hasta malas cosechas. «Las teorías de la conspiración no son, en el fondo, tanto una explicación de los hechos como un intento de asignar culpas», escribe Anna Merlan en su libro de 2019 Republic of Lies.

La »teoría conspirativa sistémica» tal como la conocemos hoy —es decir, en su versión aparentemente secular— se consolidó tres siglos después, y lo hizo con una rapidez sorprendente. Algunos opositores horrorizados por la Revolución francesa no podían aceptar que semejante agitación fuera simplemente una revuelta popular, y necesitaban atribuirla a fuerzas siniestras e invisibles. Encontraron su explicación en los Illuminati, una sociedad secreta bávara formada por intelectuales ilustrados, influida en parte por los rituales y la jerarquía de la masonería.

El grupo fue fundado por un joven profesor de derecho llamado Adam Weishaupt, quien utilizaba el alias Hermano Espartaco. En realidad, los Illuminati eran pocos, divididos, sin poder, y para cuando estalló la revolución en 1789, ya estaban disueltos. Pero en la imaginación de dos escritores influyentes que publicaron “revelaciones” sobre los Illuminati en 1797 —el escocés John Robison y el francés Augustin Barruel— estaban en todas partes. Cada uno construyó una torre tambaleante de suposiciones salvajes y disparates febriles sobre una base de afirmaciones plausibles y hechos verificables. Robison sostenía que la revolución era solo una parte de «un gran y perverso proyecto» cuyo objetivo final era «abolir toda religión, derrocar todos los gobiernos y convertir el mundo en un saqueo general y una ruina».

La figura del Illuminati como hombre del saco se desvaneció durante el siglo XIX, pero la narrativa central persistió y sirvió de base para el infame fraude Los protocolos de los sabios de Sion, publicado por primera vez en un periódico ruso en 1903. El autor anónimo del documento reinventó el antisemitismo al injertarlo en la historia del gran complot, presentando a los judíos como los gobernantes secretos del mundo. En esta versión, los Sabios orquestan cada guerra, recesión y demás calamidades con el fin de desestabilizar el mundo hasta el punto de poder imponer una tiranía.

Uno podría preguntarse por qué, si ya poseen un poder capaz de moldear el mundo, necesitarían instaurar una dictadura. También cabría cuestionar cómo un mismo grupo puede ser responsable tanto del comunismo como del capitalismo monopolista, del anarquismo y de la democracia, de la teoría de la evolución y de muchas otras cosas. Pero es precisamente la incoherencia vasta y contradictoria del complot lo que lo hace imposible de refutar. Nada queda excluido, así que cualquier acontecimiento puede interpretarse como prueba de la acción de los Sabios.

En 1921, Los protocolos fueron desenmascarados como lo que The Times de Londres calificó de «burda falsificación», plagiada de dos novelas oscuras del siglo XIX. Sin embargo, siguieron siendo el texto clave del antisemitismo europeo: esencialmente “verdadero”, a pesar de ser demostrablemente falso. «Creo en la verdad interior, aunque no en la verdad factual de Los protocolos», dijo Joseph Goebbels, quien más tarde sería ministro de propaganda de Hitler. En Mein Kampf, Hitler afirmaba que los intentos por desacreditar el documento eran en realidad «pruebas a favor de su autenticidad». Alegaba que, si no se les detenía, los judíos «devorarían algún día a las demás naciones y se convertirían en los señores de la Tierra».

Tanto Popper como Hofstadter utilizaron el Holocausto como ejemplo de lo que ocurre cuando un conspiranóico llega al poder y convierte el estilo paranoico en principio de gobierno.

El papel destacado de bolcheviques judíos como León Trotski y Grigori Zinóviev en la Revolución rusa de 1917 permitió la fusión del antisemitismo con el anticomunismo, una alianza ideológica que sobrevivió incluso a la era fascista. Durante la Guerra Fría, agitadores como el senador Joseph McCarthy y la John Birch Society atribuyeron a los comunistas niveles de malicia y omnipresencia muy superiores a la amenaza real del espionaje soviético. De hecho, presentaban esta visión como la única lógica posible. McCarthy llegó a afirmar que una serie de fracasos en materia de seguridad nacional solo podían explicarse si George C. Marshall —secretario de Defensa y exsecretario de Estado— era literalmente un agente soviético. «¿Cómo podemos explicar nuestra situación actual si no creemos que hombres en lo más alto del gobierno están confabulados para entregarnos al desastre?», preguntó en 1951. «Esto debe ser producto de una gran conspiración tan inmensa que eclipsa cualquier empresa similar en la historia de la humanidad».

La continuidad entre el antisemitismo, el anticomunismo y la paranoia del siglo XVIII sobre sociedades secretas es evidente. El general Francisco Franco, dictador de derechas en España, afirmaba estar combatiendo una conspiración “judeo-masónico-bolchevique”. Los nazis persiguieron a los masones junto con los judíos y los comunistas. Nesta Webster, simpatizante del fascismo británico que blanqueó Los protocolos de los sabios de Sion en la prensa británica, reavivó el interés por los libros de Robison y Barruel sobre los Illuminati, que luego fueron promovidos en EE UU por el predicador baptista pronazi Gerald Winrod. Incluso Winston Churchill fue brevemente convencido por los escritos de Webster, citándolos en sus afirmaciones sobre una «conspiración mundial para el derrocamiento de la civilización… desde los días de Espartaco-Weishaupt hasta los días de Karl Marx».

Si seguimos la cadena, el cóctel ideológico de Webster y Winrod —antisemitismo, anticomunismo y teorías contra los Illuminati— influyó directamente en la John Birch Society, cuyas publicaciones encenderían décadas más tarde la mecha del fundador de Infowars, Alex Jones, probablemente el teórico de la conspiración más influyente del siglo XXI.

Los villanos detrás del gran complot pueden ser los Illuminati, los Sabios de Sion, los comunistas o el New World Order, pero en esencia siempre son los mismos: aspirantes a dominar oficialmente un mundo que ya controlan en secreto. Los nombres se intercambian con facilidad. Mientras Winrod sostenía que «los verdaderos conspiradores detrás de los Illuminati eran los judíos», el anticomunista William Guy Carr argumentaba, en cambio, que la paranoia antisemita «juega directamente a favor de los Illuminati». Hoy en día, los sospechosos pueden ser el World Economic Forum o George Soros; los internacionalistas liberales con aspiraciones de transformar el mundo son fácilmente presentados como los nuevos Illuminati, supuestamente empeñados en instaurar un gobierno mundial.

Encontrar conexiones

La razón principal por la que los teóricos de la conspiración han perdido interés en el trabajo relativamente arduo de las »microconspiraciones» en favor de grandes esquemas globales es que ahora resulta mucho más fácil trazar líneas entre personas y hechos objetivamente no relacionados. La tecnología de la información es, al fin y al cabo, también tecnología de la desinformación. Y eso no es nada nuevo.

La fiebre de la caza de brujas no habría llegado tan lejos ni durado tanto sin la imprenta. Malleus Maleficarum (Martillo de las brujas), un tratado publicado en 1486 por el cazador de brujas alemán Heinrich Kramer, se convirtió en el manual más vendido del gremio, con 28 ediciones antes del año 1600. De forma similar, fueron los libros y panfletos que “desenmascaraban” a los Illuminati los que permitieron que esas ideas se difundieran tras la Revolución francesa. Y ya en el siglo XX, la llegada de la radio facilitó la propaganda fascista. Durante los años treinta, el sacerdote católico Charles Coughlin, simpatizante del nazismo y locutor de radio, difundió sus teorías conspirativas antisemitas a decenas de millones de estadounidenses a través de decenas de emisoras.

Internet, por supuesto, ha acelerado y amplificado enormemente la difusión de teorías conspirativas. Hoy cuesta recordarlo, pero en sus primeros años se asumía con ingenuidad que la red mejoraría el mundo al democratizar el acceso a la información. Aunque ese idealismo inicial sobrevive en enclaves resistentes como Wikipedia, la mayoría subestimó el apetito humano por la información falsa que confirma los prejuicios del consumidor.

Los políticos también tardaron en reconocer el poder corrosivo de las teorías conspirativas de libre circulación. Durante mucho tiempo, las afirmaciones más fantasiosas de McCarthy y la John Birch Society se mantuvieron al margen del discurso político convencional. Pero esa distancia comenzó a reducirse rápidamente en los años noventa, cuando activistas de derecha construyeron una industria casera de acusaciones escandalosas contra Bill y Hillary Clinton, con el objetivo de presentarles no solo como corruptos o deshonestos, sino como malvados activos e incluso satánicos. Esta idea se convirtió en un dogma dentro del ecosistema informativo de los foros de internet y la radio hablada, que con el tiempo se expandió para incluir Fox News, blogs y redes sociales. Así, cuando los demócratas nominaron a Hillary Clinton en 2016, una parte significativa del público estadounidense vio en ella a una figura monstruosa en el centro de una red criminal organizada, cuyas actividades incluían trata de personas y asesinatos.

Hoy nadie puede cometer el mismo error respecto a la desinformación. Sería difícil diseñar un terreno más fértil para las teorías conspirativas que las redes sociales. Los algoritmos de YouTube, Facebook, TikTok y X, que operan bajo el principio de que la ira genera interacción, se han convertido en máquinas de radicalización. Cuando estas plataformas despegaron en la segunda mitad de la década de 2010, ofrecieron un sistema fluido en el que los usuarios podían descubrir información “emocionante”, compartirla, conectarla con otras piezas de desinformación y tejer comunidades cerradas y autoafirmativas, sin salir de casa.

No cuesta imaginar cómo el problema seguirá creciendo a medida que la inteligencia artificial se integre aún más en nuestra vida cotidiana. Elon Musk ha manipulado el chatbot Grok para que produzca información alineada con sus creencias personales, en lugar de con los hechos. Y ni siquiera hace falta que sea intencionado. Se ha demostrado que los chatbots tienden a validar e intensificar las creencias de algunos usuarios, incluso cuando están basadas en la paranoia o la arrogancia. Si crees que eres el héroe de una épica batalla entre el bien y el mal, tu chatbot probablemente estará de acuerdo contigo.

Todo este ruido digital ha provocado el colapso virtual de la »teoría conspirativa de evento». La industria generada por el asesinato de JFK puede haber sido pseudo-scholarship, pero al menos sus investigadores se tomaban la molestia de revisar documentos, reunir pruebas y proponer hipótesis más o menos coherentes. Por erradas que fueran sus conclusiones, ese tipo de teoría conspirativa requería esfuerzo y compromiso.

A diferencia de los investigadores del pasado, los teóricos de la conspiración actuales en internet son descaradamente negligentes. Hechos como el ataque a Paul Pelosi —esposo de la expresidenta de la Cámara de Representantes de EE UU, Nancy Pelosi, en octubre de 2022—, los asesinatos de la presidenta de la Cámara de Minnesota, Melissa Hortman, y su esposo Mark en junio de 2025, o más recientemente el homicidio de Charlie Kirk, han generado teorías conspirativas de la noche a la mañana, que se desvanecen con la misma rapidez. El objetivo de estas teorías —si es que merecen tal nombre— no es buscar la verdad, sino difamar a los adversarios políticos y convertir a las víctimas en villanos.

Incluso antes de postularse a la presidencia, Donald Trump ya era conocido por difundir falsedades sobre el lugar de nacimiento de Barack Obama o la seguridad de las vacunas. Heredero de Joseph McCarthy, Barry Goldwater y la John Birch Society, Trump encarna de forma grotesca el estilo paranoico. Acostumbra a condenar a sus oponentes como “malvados” o “gente muy mala”, y habla del futuro de EE UU en términos apocalípticos. No sorprende, entonces, que todos los miembros de su administración deban suscribir la falsa afirmación de que le robaron las elecciones de 2020, ni que teóricos de la conspiración convertidos en celebridades estén al frente de áreas clave como inteligencia nacional, salud pública o el FBI. Exdemócratas como Tulsi Gabbard y Robert F. Kennedy Jr. han entrado en la órbita de Trump a través del portal de las teorías conspirativas. Son ejemplos de cómo esta mentalidad puede generar alianzas contraintuitivas que desdibujan las distinciones políticas tradicionales y alteran las nociones convencionales de derecha e izquierda.

Las implicaciones antidemocráticas de lo que está ocurriendo hoy son evidentes. «Dado que lo que está en juego es siempre un conflicto entre el bien absoluto y el mal absoluto, lo que se necesita no es disposición al compromiso, sino voluntad de luchar hasta el final», escribió Hofstadter. «Nada menos que la victoria total sirve».

Estar a la altura del momento

Es fácil sentirse impotente ante este caos epistemológico. Porque otro rasgo fundamental de la profecía religiosa es que puede ser refutada sin quedar desacreditada: quizá el mundo no se acabe en la fecha anunciada, pero ese gran día aún llegará. El profeta nunca se equivoca —simplemente no ha sido confirmado aún—. Las teorías conspirativas sistémicas gozan de la misma flexibilidad. Los conspiradores nunca triunfan del todo, ni son desenmascarados de forma definitiva, pero la teoría permanece intacta. Recientemente, las afirmaciones de que la covid-19 fue exagerada o directamente inventada para restringir las libertades civiles no desaparecieron tras el levantamiento de las medidas de confinamiento. ¿Acaso la llamada “plandemia” no fue un desastre total? No importa. Este tipo de teoría conspirativa no necesita tener sentido.

Los académicos que han intentado refutar metódicamente las teorías sobre los atentados del 11-S o el asesinato de JFK han comprobado que, incluso cuando se derriban todos los pilares que las sustentan, el edificio sigue en pie. Cada vez está más claro que »teoría de la conspiración» es un término erróneo, y que lo que realmente enfrentamos es una »creencia conspirativa» —como sugirió Hofstadter—, una visión del mundo sostenida por numerosos sesgos cognitivos e impermeable a la refutación. Como insinuó Goebbels, la “verdad factual” palidece frente a la “verdad interior”, que es aquello que alguien cree que es.

Pero al menos podemos identificar las realidades paralelas que construyen los creyentes y reconocer sus raíces comunes, sus tropos y sus motivaciones.

Esas realidades, al fin y al cabo, han demostrado ser sorprendentemente consistentes en su forma, aunque no en sus detalles. Lo que vimos entonces, lo vemos ahora. Los Illuminati eran idealistas ilustrados cuyo programa liberal para «disipar las nubes de la superstición y el prejuicio», en palabras de Weishaupt, fue demonizado como perverso y destructivo. Si se podía demostrar que habían instigado la Revolución francesa, entonces toda la revolución era una farsa. De forma similar, la derecha radical actual recodifica cada propuesta progresista como parte de una conspiración antiestadounidense. La Great Replacement Theory, por ejemplo, sostiene que la política migratoria es un esfuerzo calculado de las élites para sustituir a la población nativa por extranjeros. Todo esto fluye directamente de lo que pensadores como Hofstadter, Popper y Arendt diagnosticaron hace más de 60 años.

Lo verdaderamente novedoso —al menos en las democracias— es la ubicuidad, el alcance y el poder de las teorías conspirativas para afectar la vida de los ciudadanos comunes. Comprender el estilo paranoico nos permite enfrentarlo mejor en nuestra vida cotidiana. Como mínimo, este conocimiento nos da herramientas para detectar los sesgos y errores en nuestro propio pensamiento, y evitar caer por madrigueras peligrosas.

El 18 de noviembre de 1961, casi exactamente dos años antes de la conferencia de Hofstadter y de su propio asesinato, el presidente Kennedy ofreció su propia definición del estilo paranoico en un discurso ante el Partido Demócrata de California: «Siempre ha habido quienes, en los márgenes de nuestra sociedad, han buscado eludir su responsabilidad encontrando una solución simple, un eslogan atractivo o un chivo expiatorio conveniente», dijo. «A veces estos fanáticos han logrado un éxito temporal entre quienes carecen de voluntad o sabiduría para enfrentar hechos desagradables o problemas sin resolver. Pero con el tiempo, el buen sentido básico y la estabilidad del gran consenso estadounidense siempre han prevalecido».

Solo cabe esperar que ese consenso empiece a ver el caos constante y la agresión descarada de las dos administraciones de Trump como una prueba contundente contra la »teoría conspirativa de la sociedad». La idea de que un grupo pueda dirigir con éxito el desorden actual del mundo —y mucho menos el curso de la historia durante décadas— sin ser detectado, es manifiestamente absurda. Lo importante no es que los detalles de esta o aquella teoría conspirativa estén equivocados; es que la premisa entera de esa visión del mundo es falsa.

No todo está conectado, no todo está premeditado, y muchas cosas, de hecho, son exactamente lo que parecen.