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Era octubre de 2024 y el huracán Helene acababa de arrasar el sureste de EE UU. La congresista Marjorie Taylor Greene, representante por Georgia, encontró un blanco abstracto al que culpar: «Sí, pueden controlar el clima», publicó en X. «Es ridículo que alguien mienta y diga que no se puede hacer».

No aclaró quiénes eran esos “ellos”, pero quizá era mejor así.

Greene repetía una teoría conspirativa ya bastante conocida y popular: que existen fuerzas ocultas que manejan tecnologías desconocidas para manipular el clima y causar estragos entre sus supuestos enemigos. Esta afirmación, científicamente absurda, ha ganado fuerza y presencia en los últimos años. Aparece una y otra vez tras fenómenos meteorológicos extremos: en Dubái en abril de 2024, en Australia en julio de 2022, en EE UU tras las inundaciones en California y huracanes como Helene y Milton. En Reino Unido, algunos conspiranoicos aseguraron que el gobierno había manipulado el clima para que fuera soleado y sin lluvias durante el primer confinamiento por covid en marzo de 2020. Más recientemente, las teorías volvieron a circular tras las devastadoras inundaciones en el centro de Texas este pasado julio. La idea ha llegado incluso a inspirar amenazas y ataques contra torres de radar meteorológico por parte de extremistas antigubernamentales.

Esta historia forma parte de la serie “The New Conspiracy Age” de MIT Technology Review, que analiza cómo el auge actual de las teorías conspirativas está transformando la ciencia y la tecnología.

Pero aquí viene lo interesante: aunque Greene y quienes creen en estas teorías no tienen razón, lo cierto es que, como ocurre con muchas conspiraciones, hay un pequeño núcleo de verdad detrás de las afirmaciones exageradas. Es cierto que no existe hoy en día una forma de controlar el clima a gran escala. No podemos provocar inundaciones masivas ni desviar huracanes o sistemas de tormentas potentes, simplemente porque la energía que implican es demasiado grande para que los humanos puedan alterarla de forma significativa.

Sin embargo, sí existen formas de modificar el clima. La diferencia clave está en la escala de lo que es posible.

La práctica más común de modificación climática se llama cloud seeding o »siembra de nubes», y consiste en inyectar pequeñas cantidades de sales u otras sustancias en las nubes para intentar aumentar la lluvia o la nieve. Se utiliza sobre todo en zonas secas con poca precipitación. Las investigaciones demuestran que puede funcionar, aunque los avances tecnológicos indican que su impacto es limitado: se logra extraer entre un 5% y un 10% más de humedad de nubes que, de otro modo, serían poco productivas.

El hecho de que los humanos puedan influir en el clima, aunque sea mínimamente, da a los conspiranoicos un punto de apoyo en la realidad. Si a eso se suma el historial irregular de intentos reales por parte de gobiernos y ejércitos para controlar tormentas, junto con tecnologías emergentes —aún no aplicadas a gran escala— que buscan combatir el cambio climático, se entiende por qué el tema genera confusión. Así que, aunque las afirmaciones más ambiciosas sobre el control del clima son científicamente ridículas, no pueden descartarse como completamente absurdas.

Todo esto contribuyó a que las teorías conspirativas tras las recientes inundaciones en Texas fueran especialmente intensas. Días antes, a unos 160 kilómetros del epicentro de las lluvias, en un pueblo llamado Runge, la empresa Rainmaker había volado un avión monomotor y liberado unos 70 gramos de yoduro de plata en algunas nubes. Lo que siguió fue una llovizna de menos de medio centímetro. Pero en cuanto la empresa vio que se acercaba un frente de tormenta, suspendió sus operaciones: no hacía falta sembrar nubes si ya venía la lluvia.

La tormenta perfecta para una teoría conspirativa sobre el clima

«Realizamos una operación el 2 de julio, completamente dentro del marco regulatorio que nos permite la ley», me explicó recientemente Augustus Doricko, fundador y director ejecutivo de Rainmaker. Aun así, cuando poco después cayeron hasta 50 centímetros de lluvia en una zona cercana y más de 100 personas murieron, el engranaje de las teorías conspirativas se puso en marcha.

Como contó Doricko al Washington Post tras la tragedia, él y su empresa enfrentaron un «caos constante» en redes sociales. Alguien llegó incluso a publicar fotos del exterior de las oficinas de Rainmaker, junto con su dirección. Según Doricko, varios factores contribuyeron a esa reacción desmedida: desde el desconocimiento sobre los detalles técnicos de la siembra de nubes, hasta lo que él llama »mensajes deliberadamente incendiarios por parte de políticos». De hecho, las teorías sobre Rainmaker y la modificación del clima se difundieron en internet a través de figuras públicas como Marjorie Taylor Greene y el exasesor de seguridad nacional Mike Flynn.

Todo esto ocurre en un momento en que el calentamiento global está haciendo que las lluvias intensas y las inundaciones sean cada vez más frecuentes. «Estos eventos van a ser más habituales», afirma Emily Yeh, profesora de geografía en la Universidad de Colorado, que ha estudiado las reacciones y enfoques sobre la modificación del clima en distintos países. «Hay un grupo numeroso y muy vocal de personas dispuestas a creer cualquier cosa, menos que el cambio climático sea la causa de las inundaciones en Texas o de los huracanes».

El aumento de fenómenos extremos, el crecimiento de las prácticas de modificación climática, el avance tecnológico y un historial a veces turbio han creado las condiciones ideales para que una teoría conspirativa, antes marginal, se extienda entre quienes buscan explicaciones simples a eventos cada vez más desastrosos.

Aquí desglosamos qué es realmente posible hacer con el clima, qué no lo es, y por qué algunas personas creen en ideas que van mucho más allá de los hechos.

Qué podemos hacer con el clima —y quién lo está haciendo

Los conceptos básicos detrás de la siembra de nubes existen desde hace unos 80 años, y el interés gubernamental en el tema es aún más antiguo.

La práctica consiste en utilizar aviones, drones o generadores en tierra para inyectar diminutas partículas —normalmente yoduro de plata— en nubes ya formadas. Estas partículas actúan como núcleos alrededor de los cuales se acumula la humedad, formando cristales de hielo que pueden volverse lo suficientemente pesados como para caer en forma de lluvia o nieve.

«La modificación del clima es un campo antiguo; en los años 40 generaba mucho entusiasmo», explica David Delene, profesor investigador de ciencias atmosféricas en la Universidad de Dakota del Norte y experto en cloud seeding. En un informe del Senado de EE UU de 1952, que proponía crear un comité para estudiar la modificación del clima, se señalaba que una pequeña cantidad de lluvia adicional podía «generar electricidad por valor de cientos de miles de dólares» y «aumentar significativamente los rendimientos agrícolas». También se mencionaban posibles usos como «reducir la erosión del suelo», «disolver huracanes» e incluso «abrir agujeros en las nubes para permitir la operación de aeronaves».

La ciencia detrás de la siembra de nubes: entre la realidad y la conspiración

«Realizamos una operación el 2 de julio, completamente dentro del marco regulatorio que nos permite la ley», explicó recientemente Augustus Doricko, fundador y director ejecutivo de Rainmaker. Sin embargo, cuando poco después cayeron hasta 50 centímetros de lluvia en una zona cercana y más de 100 personas murieron, el engranaje de las teorías conspirativas se puso en marcha.

Como contó Doricko al Washington Post tras la tragedia, él y su empresa enfrentaron un «caos constante» en redes sociales. Alguien llegó incluso a publicar fotos del exterior de las oficinas de Rainmaker, junto con su dirección. Según Doricko, varios factores contribuyeron a esa reacción desmedida: desde el desconocimiento sobre los detalles técnicos de la siembra de nubes, hasta lo que él llama »mensajes deliberadamente incendiarios por parte de políticos». De hecho, las teorías sobre Rainmaker y la modificación del clima se difundieron en internet a través de figuras públicas como Marjorie Taylor Greene y el exasesor de seguridad nacional Mike Flynn.

Todo esto ocurre en un momento en que el calentamiento global está haciendo que las lluvias intensas y las inundaciones sean cada vez más frecuentes. «Estos eventos van a ser más habituales», afirma Emily Yeh, profesora de geografía en la Universidad de Colorado, que ha estudiado las reacciones y enfoques sobre la modificación del clima en distintos países. «Hay un grupo numeroso y muy vocal de personas dispuestas a creer cualquier cosa, menos que el cambio climático sea la causa de las inundaciones en Texas o de los huracanes».

El aumento de fenómenos extremos, el crecimiento de las prácticas de modificación climática, el avance tecnológico y un historial a veces turbio han creado las condiciones ideales para que una teoría conspirativa, antes marginal, se extienda entre quienes buscan explicaciones simples a eventos cada vez más desastrosos.

 

¿Qué se puede hacer realmente con el clima? ¿Y quién lo está haciendo?

Los conceptos básicos detrás de la siembra de nubes existen desde hace unos 80 años, y el interés gubernamental en el tema es aún más antiguo.

La práctica consiste en utilizar aviones, drones o generadores en tierra para inyectar diminutas partículas —normalmente yoduro de plata— en nubes ya formadas. Estas partículas actúan como núcleos alrededor de los cuales se acumula la humedad, formando cristales de hielo que pueden volverse lo suficientemente pesados como para caer en forma de lluvia o nieve.

«La modificación del clima es un campo antiguo; en los años 40 generaba mucho entusiasmo», explica David Delene, profesor investigador de ciencias atmosféricas en la Universidad de Dakota del Norte. Pero, como él mismo añade, «ese entusiasmo… no se materializó».

Durante los años 80, numerosas investigaciones —muchas financiadas por Washington— permitieron comprender mejor la física de las nubes y la ciencia atmosférica. Sin embargo, demostrar la eficacia real de la tecnología resultó extremadamente difícil. En otras palabras, los científicos entendieron los principios teóricos de la siembra de nubes, pero no podían determinar con precisión cuánto influía realmente en la cantidad de lluvia.

La variabilidad entre nubes, sistemas de tormentas, montañas y valles es enorme, y durante décadas los instrumentos disponibles no permitían sacar conclusiones firmes sobre cuánta humedad adicional se lograba. El interés por esta práctica se redujo notablemente en los años 90.

Pero en las últimas dos décadas, el entusiasmo inicial ha resurgido.

Aunque la tecnología básica se ha mantenido, varios proyectos lanzados en EE UU y otros países desde los años 2000 han combinado modelos estadísticos con nuevas mediciones aéreas, radares terrestres y otros avances para obtener respuestas más precisas sobre los resultados posibles.

«Creo que hemos demostrado sin lugar a dudas que podemos modificar la nube», afirma Jeff French, profesor asociado y director del Departamento de Ciencias Atmosféricas de la Universidad de Wyoming. Aun así, los científicos coinciden en que el impacto tiene límites bastante modestos, lejos de provocar grandes crecidas de agua.

«No hay ninguna evidencia de que la siembra de nubes pueda modificar una nube hasta el punto de causar una inundación», asegura French. Las inundaciones requieren varios factores: un sistema con mucha humedad que permanezca localizado durante un tiempo prolongado. «Y todo eso está fuera del alcance de la siembra de nubes», añade.

La tecnología opera en otro nivel. «La siembra de nubes busca hacer que un sistema ineficiente sea un poco más eficiente», explica French.

Delene lo resume así: «Al principio se pensaba que podríamos aumentar la precipitación en un 50% o incluso un 100%, pero creo que, si haces un buen programa, no vas a conseguir más de un 10% de incremento».

Cuando se le preguntó por un límite teórico, French fue prudente: «No sé si estoy listo para mojarme», pero coincidió en que «quizá un 10%» es una estimación razonable. Otra experta en siembra de nubes, Katja Friedrich, de la Universidad de Colorado–Boulder, señala que cualquier potencial mayor ya habría sido evidente: «No habríamos pasado los últimos 100 años debatiendo —dentro de la comunidad científica— si la siembra de nubes funciona», escribió por correo electrónico. «Habría sido fácil separar la señal (de la siembra de nubes) del ruido (de la precipitación natural)».

¿También puede reducir la lluvia? Probablemente.

A veces, la siembra de nubes se utiliza no para aumentar la lluvia o la nieve, sino para reducir su intensidad o modificar el tamaño de las gotas de lluvia o de los granizos.

Uno de los ejemplos más conocidos se encuentra en Canadá, donde las tormentas de granizo pueden ser devastadoras. En Calgary, por ejemplo, un evento en 2024 fue el segundo desastre más costoso del país, con más de 2.000 millones de dólares en daños.

Las aseguradoras de Alberta llevan casi tres décadas colaborando en un programa de siembra de nubes para reducir esos daños. En estos casos, el yoduro de plata u otras partículas actúan como competencia para otros »embriones» dentro de la nube, aumentando el número total de granizos y reduciendo el tamaño medio de cada uno.

Granizos más pequeños significan menos daño al llegar al suelo. Las aseguradoras —que siguen financiando el programa— afirman que las pérdidas se han reducido en un 50% desde su inicio, aunque los científicos no están tan seguros de su eficacia. Un estudio publicado en Atmospheric Research en 2023 analizó diez años de esfuerzos en la provincia y concluyó que la práctica parecía reducir el daño potencial en aproximadamente el 60% de las tormentas tratadas, mientras que en otras no tuvo efecto o incluso se asoció con un aumento del granizo (aunque los autores señalaron que esto podría deberse a variaciones naturales).

Técnicas similares se han utilizado para mejorar ligeramente las previsiones meteorológicas. Durante los Juegos Olímpicos de 2008, por ejemplo, China aplicó una forma de siembra de nubes para reducir la lluvia. Como detalló MIT Technology Review en aquel momento, la Oficina de Modificación Climática de Pekín planeó usar un refrigerante a base de nitrógeno líquido para aumentar el número de gotas de agua en una nube y reducir su tamaño; esto puede hacer que las gotas permanezcan más tiempo en suspensión en lugar de caer. Aunque es difícil demostrar que habría llovido sin esa intervención, la ceremonia de apertura se celebró sin lluvia.

¿Dónde se está aplicando esta tecnología?

La Organización Meteorológica Mundial de las Naciones Unidas afirma que algún tipo de modificación climática se está llevando a cabo en «más de 50 países» y que «la demanda de estas actividades está aumentando de forma constante debido a la incidencia de sequías y otras calamidades».

El mayor usuario de tecnología de siembra de nubes es, probablemente, China. Tras los trabajos realizados durante los Juegos Olímpicos, el país anunció en 2020 una expansión masiva de su programa de modificación climática, con operaciones destinadas a aliviar la sequía y otras funciones —incluida la supresión de granizo— en un área del tamaño combinado de India y Argelia. Desde entonces, China ha anunciado avances puntuales, como mejoras en sus aeronaves de modificación climática y el uso de drones para generar nieve artificial. En conjunto, invierte miles de millones en esta práctica, y planea seguir haciéndolo.

La expansión global de la siembra de nubes y los límites de la modificación climática

En otras regiones, los países desérticos también han mostrado interés. En 2024, Arabia Saudí anunció la ampliación de su programa de investigación sobre siembra de nubes. David Delene, de la Universidad de Dakota del Norte, formó parte de un equipo que realizó experimentos en distintas zonas del país a finales de 2023. Su vecino, Emiratos Árabes Unidos, inició actividades de »mejora de la lluvia» ya en 1990. Este programa también ha generado polémica, especialmente después de que en 2024 cayera en un solo día más lluvia que en todo un año típico, provocando graves inundaciones.

Bloomberg publicó recientemente un reportaje sobre las dudas persistentes en torno al programa emiratí. En respuesta, Jeff French escribió por correo electrónico que «el consenso científico más sólido sigue siendo que la siembra de nubes NO puede provocar este tipo de eventos». Otros expertos consultados coincidieron.

En EE UU, un informe de la Government Accountability Office publicado en 2024 señala que al menos nueve estados tienen programas activos de siembra de nubes. Algunos son gestionados directamente por el estado, y otros se subcontratan a través de organizaciones sin ánimo de lucro como la South Texas Weather Modification Association, que trabaja con empresas privadas como Rainmaker, de Doricko, y Weather Modification, con sede en Dakota del Norte.

En agosto, Doricko me contó que Rainmaker había crecido hasta contar con 76 empleados desde su fundación en 2023. Actualmente opera en Utah, Idaho, Oregón, California y Texas, y ofrece servicios de previsión meteorológica en Nuevo México y Arizona. Y en una respuesta que podría avivar aún más las teorías conspirativas, añadió que también están operando en un país de Oriente Medio; cuando le pregunté cuál, solo respondió: «No puedo decírtelo».

Lo que no podemos hacer

Las versiones de la modificación climática que imaginan los conspiranoicos —alterar significativamente los monzones o huracanes, o mantener cielos despejados durante semanas— siguen siendo imposibles de ejecutar. Pero eso no significa que no se haya intentado.

El gobierno de EE UU trató de modificar un huracán en 1947 como parte del Proyecto Cirrus. En colaboración con General Electric, científicos gubernamentales sembraron nubes con pellets de hielo seco, con la idea de que al caer, estos inducirían la cristalización del agua superenfriada en las nubes. Tras la intervención, la tormenta giró bruscamente hacia la izquierda y golpeó la zona de Savannah, Georgia.

Ese momento fue clave para el nacimiento de teorías conspirativas: un científico de GE que trabajaba con el gobierno aseguró estar «99% seguro» de que el ciclón cambió de rumbo por su intervención. Otros expertos discreparon y demostraron que trayectorias como esa son perfectamente posibles sin intervención humana. Como era de esperar, la indignación pública y las amenazas de demandas no tardaron en llegar.

Pasó un tiempo hasta que se calmó la polémica, pero varias agencias gubernamentales de EE UU continuaron —sin éxito— intentando modificar y debilitar huracanes mediante el programa Project Stormfury, que se prolongó durante años. Por la misma época, el ejército estadounidense se sumó con la Operación Popeye, un intento de usar el clima como arma durante la guerra de Vietnam. Entre finales de los años 60 y principios de los 70, se llevaron a cabo esfuerzos de siembra de nubes sobre Vietnam, Camboya y Laos, con el objetivo de intensificar las lluvias monzónicas y ralentizar al enemigo.

Aunque nunca quedó claro si estas acciones funcionaron, la administración Nixon intentó negarlas, llegando incluso a mentir al público y a comités del Congreso.

Tecnologías emergentes, confusiones persistentes y el límite real de la modificación climática

Más recientemente —y con menos tintes alarmistas— se han realizado experimentos con Dyn-O-Gel, un polvo superabsorbente desarrollado por una empresa de Florida, diseñado para ser lanzado sobre nubes de tormenta y absorber su humedad. A principios de los años 2000, la compañía llevó a cabo pruebas con este producto en tormentas eléctricas, y tenía grandes planes para debilitar ciclones tropicales. Pero, según un ex científico de la NOAA, para influir realmente en la fuerza de un ciclón —incluso uno relativamente pequeño— habría que lanzar unas 38.000 toneladas del producto, lo que requeriría cerca de 380 vuelos individuales en torno al ojo de la tormenta. Y habría que repetir el proceso cada hora y media. La realidad suele interponerse en las ideas más ambiciosas sobre modificación climática.

Más allá del control de tormentas, existen otras tecnologías potenciales de modificación del clima que apenas están comenzando o que nunca han despegado. Investigadores suizos han intentado inducir la formación de nubes mediante láseres de alta potencia; en Australia, donde el cambio climático amenaza la Gran Barrera de Coral, se han creado nubes artificiales mediante boquillas instaladas en barcos que pulverizan humedad hacia el cielo para proteger el ecosistema. En todos los casos, los esfuerzos son pequeños, localizados y están muy lejos de lograr el tipo de control que alegan los conspiranoicos.

Lo que no es modificación climática, pero se confunde con ella

Una de las razones por las que las teorías conspirativas sobre el control del clima se agravan es la tendencia a mezclar la siembra de nubes y otras investigaciones legítimas con conceptos como los chemtrails —una fantasía conspirativa sobre las estelas de condensación que dejan los aviones— y la geoingeniería solar, una solución teórica para enfriar el planeta que ha sido objeto de numerosos estudios y modelos, pero que nunca se ha aplicado a gran escala.

Una forma controvertida de geoingeniería solar, conocida como »inyección de aerosoles en la estratósfera», consistiría en que aviones de gran altitud liberen diminutas partículas —probablemente dióxido de azufre— en la estratósfera para que actúen como pequeños espejos. Estas partículas reflejarían una parte de la luz solar de vuelta al espacio, reduciendo la energía que llega a la superficie terrestre y, por tanto, el calentamiento. Hasta ahora, los intentos de realizar experimentos físicos en este campo han sido bloqueados, y solo se han llevado a cabo iniciativas comerciales mínimas —aunque polémicas—.

Es comprensible que se confunda con la siembra de nubes: partículas que se lanzan al cielo para alterar lo que ocurre abajo. Pero los objetivos son completamente distintos. La geoingeniería busca modificar la temperatura media global, no provocar efectos medibles en lluvias puntuales o tormentas de granizo. Algunas investigaciones sugieren que esta práctica podría alterar los patrones monzónicos, lo que sería preocupante dada su importancia para la agricultura mundial. Aun así, sigue siendo una práctica fundamentalmente distinta de la siembra de nubes.

Confusión política y legislación en marcha

El debate político sobre el supuesto control del clima refleja esta confusión. Greene, por ejemplo, presentó en julio un proyecto de ley llamado Clear Skies Act, que propone prohibir todas las actividades de modificación climática y geoingeniería. (La oficina de Greene en el Congreso no respondió a la solicitud de comentarios).

El año pasado, Tennessee se convirtió en el primer estado en aprobar una ley que prohíbe la «inyección, liberación o dispersión intencionada, por cualquier medio, de productos químicos, compuestos, sustancias o dispositivos… en la atmósfera con el propósito expreso de afectar la temperatura, el clima o la intensidad de la luz solar». Florida siguió el mismo camino, con el gobernador Ron DeSantis firmando la ley SB 56 en junio de este año con el mismo objetivo.

Este año, legisladores de más de 20 estados han propuesto versiones similares de prohibición, muchas veces agrupando la modificación climática con la geoingeniería, aunque esta última genera más consenso científico sobre la necesidad de cautela. «No es una teoría conspirativa», declaró a NBC News un legislador de Pensilvania que copatrocinó una propuesta similar. «Solo hay que mirar hacia arriba».

¿Quién tiene la culpa? La búsqueda de responsables en tiempos de crisis climática

Curiosamente, como señala Emily Yeh, profesora de geografía en la Universidad de Colorado, los estados que han aprobado prohibiciones sobre la modificación climática son precisamente aquellos donde no se están llevando a cabo estas prácticas. «En cierto modo, les resulta fácil prohibirlo, porque, bueno, no hay nada que realmente se esté haciendo», comenta. En general, ni Florida ni Tennessee —ni ninguna otra zona del sureste de EE UU— necesita ayuda para encontrar lluvia. Prácticamente toda la actividad de modificación climática en el país ocurre en las regiones más secas al oeste del Misisipi.

Tras el desastre en Texas, Augustus Doricko afirma haber visto a más personas dispuestas a informarse sobre las verdaderas capacidades de la siembra de nubes y a dejar atrás las teorías más siniestras.

Le pregunté, sin embargo, por el tono de marca de su empresa. Hasta hace poco, al entrar en la web de Rainmaker, lo primero que se leía era el eslogan “Making Earth Habitable”. ¿Podría ese tipo de mensaje contribuir a la confusión o al miedo del público?

Doricko reconoció que, efectivamente, la Tierra ya es habitable, y calificó el eslogan como una declaración »irónica y deliberadamente provocadora». Aun así, a diferencia de los académicos que prefieren subrayar los límites de la modificación climática, él sigue defendiendo su potencial revolucionario. «Si no producimos más agua, muchas zonas del planeta serán menos habitables», dijo. «Al generar más agua mediante siembra de nubes, estamos ayudando a conservar los ecosistemas que existen actualmente y que están en riesgo de colapso».

Mientras otros expertos citan el 10% como límite superior probable de eficacia, Doricko asegura que podrían llegar al 20%, aunque eso podría tardar años. «¿Es magia literal? ¿Puedo chasquear los dedos y convertir el Sáhara en un vergel? No», dijo. «Pero ¿puede ayudar a crear un mundo más verde, fértil y abundante? Sí, absolutamente».

No es difícil entender por qué algunas personas siguen aferrándose al pensamiento mágico. El cambio climático está generando lo que, en esencia, es un clima “armado”, aunque con un mecanismo mucho más amplio y prolongado. No hay una agencia siniestra ni una empresa con el dedo en el gatillo, aunque resulte tentador buscarla. Lo que tenemos es una atmósfera capaz de retener más humedad y descargarla sobre comunidades poco preparadas, mientras muchos líderes hacen poco por mitigar sus efectos.

«Los gobiernos no están respondiendo bien a la crisis climática; a menudo están capturados por los intereses de los combustibles fósiles, que dictan las políticas, y pueden ser lentos e ineficaces ante los desastres», escribe Naomi Smith, profesora de sociología en la Universidad de Sunshine Coast (Australia), especializada en teorías conspirativas y eventos climáticos. «Es difícil manejar toda esta complejidad, y las teorías conspirativas son una forma de hacerla comprensible».

«Las conspiraciones nos ofrecen un ‘gran villano’ al que señalar, alguien a quien culpar y un lugar donde depositar nuestra rabia, desesperación y duelo», añade. «Es mucho menos satisfactorio gritarle al clima, o participar en la acción colectiva sostenida que realmente necesitamos para enfrentar el cambio climático».

En otras palabras, el siniestro “ellos” al que apunta Greene es un blanco mucho más fácil que el verdadero responsable.

Dave Levitan es periodista independiente especializado en ciencia, política y políticas públicas. Puedes leer su trabajo en davelevitan.com y suscribirte a su boletín en gravityisgone.com.