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Un día de primavera de 1954, los investigadores de Bell Labs presentaron en rueda de prensa, en Murray Hill (Nueva Jersey, EE UU), los primeros paneles solares prácticos. Utilizaron la luz del sol para hacer girar una pequeña noria de juguete ante un público atónito.

El futuro de la energía solar en Estados Unidos parecía prometedor, sin embargo, cayeron estrepitosamente en la carrera por comercializar la tecnología. El año pasado, China exportó paneles y módulos solares por valor de 40.000 millones de dólares, mientras que EE UU apenas alcanzó los 69 millones, según The New York Times. Una tremenda pérdida de una ventaja tecnológica gigantesca.

Ahora, Estados Unidos ha decidido repetir el error. En su empeño por mantener la anticuada industria de energías fósiles, la administración Trump recortó drásticamente el apoyo federal al sector ‘cleantech’ emergente, dejando generosamente a su principal rival económico (China) vía libre para consolidar su control sobre las tecnologías energéticas del futuro y ventaja para crear las industrias que las acompañarán.

El dominio chino de la energía solar no fue casualidad. A finales de los 2000, el Gobierno decidió que ese sector sería una prioridad nacional. A partir de ahí, se concedieron subsidios masivos, políticas específicas y guerras de precios para escalar la producción, mejorar los productos y reducir costes. Se han aplicado estrategias similares en baterías, vehículos eléctricos y turbinas eólicas.

Mientras tanto, el presidente Donald Trump se ha dedicado a desmantelar los avances que se habían logrado en energía limpia en EE UU, cortando de raíz el impulso que comenzaba a tomar fuerza para reconstruir el sector energético mediante vías sostenibles en el país.

La ley fiscal y de gasto que Trump firmó a principios de julio eliminó los subsidios a la energía solar y eólica incluidos en el Acta de reducción de la inflación en 2022. La legislación también cortó el apoyo federal a proyectos ‘cleantech’ que dependan en exceso de materiales chinos, en un intento torpe de castigar a las industrias del país asiático, lo cual impedirá llevar a cabo muchos proyectos estadounidenses.

La administración también ha recortado la financiación federal para la ciencia y ha eliminado los fondos económicos de las principales universidades de investigación, frenando de raíz las futuras innovaciones e industrias energéticas.

Una de las motivaciones detrás de estas políticas es proteger el legado de la industria energética basada en carbón, petróleo y gas natural, unos recursos con los que EE UU cuenta geográfica y geológicamente. Pero esta estrategia hará caer al país en el «problema del innovador»: un país aferrado a industrias en declive en lugar de apostar por las que definirán el futuro.

Nada tiene que ver que Trump crea o no en el cambio climático. Los argumentos económicos y de seguridad internacional para invertir en industrias modernas y sostenibles son tan indiscutibles como los gases de efecto invernadero.

No importa demasiado si Trump cree o no en el cambio climático. Las razones económicas y de seguridad internacional para invertir en industrias modernas y sostenibles son tan indiscutibles como la química de los gases de efecto invernadero.

Sin políticas industriales sostenidas que recompensen la innovación, los emprendedores e inversores estadounidenses no se arriesgarán a crear nuevas empresas, a desarrollar productos ni a construir proyectos pioneros en su país. De hecho, varios inversores de ‘venture capital’ me han contado que muchas compañías de ‘climatetech’ en EE UU ya están mirando al extranjero en busca de mercados donde puedan contar con apoyo gubernamental. Algunos de ellos temen que muchas otras empresas fracasen en los próximos meses, a medida que desaparecen los subsidios, se paralizan los desarrollos y se agota la financiación.

Todo esto está ayudando a China a seguir creciendo en un sector que ya tiene completamente dominado.

El país ha instalado casi tres veces más turbinas eólicas que EE UU y genera más del doble de energía solar. Cuenta con cinco de las diez mayores compañías de vehículos eléctricos del mundo y con los tres principales fabricantes de turbinas eólicas. China domina por completo el mercado de baterías, produciendo la gran mayoría de los ánodos, cátodos y celdas que alimentan cada vez más los vehículos, las redes eléctricas y los dispositivos del planeta.

China ha aprovechado la transición hacia la energía limpia para despejar sus cielos, modernizar sus industrias, generar empleo, fortalecer sus vínculos comerciales y abrir nuevos mercados en economías emergentes. A su vez, está utilizando esos lazos empresariales para acumular soft power y extender su influencia, mientras EE UU da la espalda a las instituciones globales.

Estas relaciones cada vez más amplias aíslan a China de presiones externas, incluidas las que Trump suele utilizar como táctica: alimentar y encender guerras comerciales.

Ni los altos aranceles ni la retórica agresiva fueron los ingredientes que convirtieron a EE UU en la mayor economía del mundo, ni en la mayor potencia tecnológica durante más de un siglo. Fue una inversión federal profunda y sostenida en educación, ciencia e investigación y desarrollo: justo las partidas presupuestarias de las que ahora Trump y su partido están dispuestos a prescindir.

Un último apunte

A comienzos del verano, la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) anunció su intención de revocar la «denominación de peligro» aprobada durante la era Obama, que sirve de base legal para regular la contaminación por gases de efecto invernadero en el país.

El argumento de la agencia se apoya en un informe que recicla viejos discursos negacionistas del cambio climático para afirmar que el aumento de emisiones no ha provocado los daños que los científicos anticipaban. Es una atrevida petición Orwelliana de ignorar las pruebas visibles, en un verano marcado por olas de calor récord en el medio oeste y este de EE UU, y por el humo de los incendios forestales que azotan ahora el oeste del país.

Durante el fin de semana, más de 85 científicos enviaron al Gobierno federal una réplica de 459 páginas, en la que han señalado, punto por punto, múltiples errores y sesgos del informe. «Está sesgado,  lleno de errores y no es apto para argumentar decisiones políticas», ha afirmado Bob Kopp, climatólogo de la Universidad Rutgers (Nueva Jersey, EE UU), en Bluesky.

«Los autores llegaron a estas conclusiones erróneas mediante una selección sesgada de pruebas (‘cherry picking’), exagerando  las incertidumbres, citando incorrectamente investigaciones elaboradas por compañeros y un desprecio generalizado a las décadas de estudio de muchos científicos», concluyeron los revisores.

La administración Trump eligió a dedo a los investigadores que redactarían el informe necesario para justificar su enfrentamiento contra los termómetros y su decisión ya tomada de revocar la «denominación de peligro». Pero está legalmente obligado a escuchar otras voces, recuerda Karen McKinnon, investigadora climática en la Universidad de California en Los Ángeles (California, EE UU).

«Por suerte, aún estamos a tiempo para actuar», ha declarado McKinnon. «Comenta en el informe y contacta con tus representantes para recordarles que necesitamos actuar para recuperar los veranos tolerables de antaño», ha animado la investigadora a la comunidad.