
La transformación del sector eléctrico y de las telecomunicaciones es una realidad cada vez más visible. Cuestiones como la transición ecológica, la digitalización masiva, la seguridad de las infraestructuras críticas, las nuevas demandas de los consumidores y la presión regulatoria están configurando un tablero donde innovar ya no es opcional. Innovar es un asunto estructural de primera magnitud para seguir avanzando en sostenibilidad, eficiencia y resiliencia. Esto no es casualidad: cualquier proceso de transformación implica un proceso similar. De hecho, de acuerdo con un estudio de Capgemini, el 38% de las 200 mayores compañías del mundo ya cuenta con centros de innovación en hubs tecnológicos, un indicador claro de que la innovación se está profesionalizando.
Llegados a este punto, conviene desterrar un mito persistente: la innovación no tiene por qué partir exclusivamente de ideas brillantes aisladas. La innovación es un proceso mucho más complejo, y, especialmente en los sectores mencionados, requiere de método, disciplina y una arquitectura que convierta oportunidades en proyectos reales.
Es aquí cuando entra la idea del funnel o embudo de innovación, un enfoque que ordena y acelera el viaje desde la chispa inicial hasta la creación de productos y servicios, y que, aplicado de manera constante, puede funcionar. Las etapas de este modelo son claras y concatenadas: exploración y conceptualización, incubación de la idea al prototipo, y, por último, industrialización e implantación.
El primer paso no es idear, sino entender con precisión dónde están las necesidades reales de los sectores eléctrico y de las telecomunicaciones. A partir de ese diagnóstico, tecnologías como Inteligencia Artificial y Analítica Avanzada, Internet de las Cosas (IoT), 5G y nuevas redes de comunicación, Industria X.0 y ciberseguridad operan como palancas para convertir oportunidades en casos de uso con impacto medible. En esta fase temprana, la diferencia la marca combinar talento interno y externo. Equipos de negocio, ingeniería y operación suelen trabajar con un modelo de innovación abierta con universidades, startups y centros tecnológicos para cocrear propuestas con viabilidad técnica, seguridad e integración desde el inicio, y con tracción de uso desde su nacimiento.
Una vez identificada la oportunidad, la incubación reduce la incertidumbre. Se trata de construir productos mínimos viables que validen, en semanas o pocos meses, tres preguntas clave: ¿es técnicamente posible?, ¿aporta valor?, ¿se puede integrar? Esta fase es el territorio de un aprendizaje ágil y avanzado, donde con relativamente pocos recursos como pilotos, pruebas de concepto y maquetas funcionales, se pueden recortar costes y tiempos de prueba, minimizando riesgos y aportando evidencias.
La última milla es la más crítica. Hacer scale-up de una solución en red exige seguridad y escalabilidad. No basta con que funcione en laboratorio, debe de funcionar a escala real. Cuando ese salto se da, se espera que el impacto se multiplique: la innovación deja de ser un piloto y se convierte en una capacidad del sistema, a menudo aplicable más allá del sector eléctrico y/o telecomunicaciones.
Trabajar con este enfoque acorta la distancia entre la ambición y los resultados. Permite anticipar tendencias y adoptar disrupciones con menor riesgo, modulando la inversión según la madurez en cada fase. Acelera la integración en sectores estratégicos, independientemente del grado de madurez tecnológica de partida. Activa la colaboración con startups, empresas tecnológicas y centros de investigación en puntos concretos del ciclo, donde cada actor aporta su mejor valor. Y moldea una cultura organizativa más ágil y abierta, que premia la evidencia y sistematiza la mejora continua.
A su vez, la necesidad de este enfoque es clara si miramos el dato: más del 80% de los ejecutivos sitúan la innovación entre sus tres prioridades principales, pero apenas un 3% de las organizaciones consideran estar realmente preparadas para convertir esas prioridades en resultados concretos, según informa BCG. La brecha no es de voluntad; es de método, foco y ejecución.
En un sistema como el energético y el de telecomunicaciones, la innovación abierta no es un eslogan, es una palanca trasformadora. Conectar talento interno y externo desde la exploración acelera la identificación de oportunidades; invitar a socios tecnológicos a la incubación mejora la velocidad de aprendizaje; y abrir la industrialización a integradores y fabricantes habilita el escalado.
Cierro con una convicción sencilla: la innovación que importa es la que se despliega. En los sectores eléctrico y de telecomunicaciones, pasar de la idea a la acción requiere procesos claros, métricas compartidas y una red de aliados. Solo con un funnel de innovación bien definido, abierto al talento y a las nuevas tecnologías, se puede responder —con hechos— a los retos de la transición ecológica y la digitalización.





