Pueden ser la solución climática más ignorada de todas. Sirven para aplicar herramientas basadas en las personas que sufren la emergencia y para cambiar el lenguaje abstracto de las cuestiones técnicas. Esta escritora recopiló más de mil historias en primera persona
Puede sonar extraño pensar en testimonios como una solución climática, pero después de pasar cinco años documentando 1.001 voces sobre el cambio climático en 20 países, he llegado a pensar que una de las formas más poderosas de acción climática es escuchar atentamente a las personas que ya están afectadas por la crisis. Para garantizar que las soluciones realmente ayuden a las comunidades en mayor riesgo, primero debemos escuchar sus historias.
El cambio climático es un tema de justicia ambiental. Las personas más perjudicadas por este problema suelen ser las menos culpables. Las soluciones que ignoran las personas que ya viven con los impactos del cambio climático, la mayoría de ellas en el Sur Global, corren el riesgo de perpetuar la misma desigualdad sistémica que provocó este lío en primer lugar.
Hay mucho ruido sobre el cambio climático, especialmente en América del Norte y Europa. Esto facilita al resto del mundo caer en una especie de silencio, para que los occidentales crean que no tienen nada que añadir y que deban dejar hablar a los llamados expertos. Pero todos tenemos que hablar sobre el cambio climático y amplificar las voces de los que sufren más.
La ciencia del clima es crucial, pero, al contextualizar esa ciencia con las historias de personas que experimentan activamente el cambio climático, podemos empezar a pensar de manera más creativa sobre las soluciones tecnológicas.
Esto debe ocurrir no solo en las grandes reuniones internacionales como la COP26, sino también de manera cotidiana. En cualquier sala de poder donde se tomen decisiones, debería haber personas capaces de hablar de primera mano sobre la crisis climática. El testimonio es una intervención en el silencio climático, una invitación a utilizar la antigua tecnología humana de conectarse a través del lenguaje y la narrativa para contrarrestar la inacción. Se trata de una forma de llevar las voces a menudo impotentes a las salas de poder.
Eso es lo que intenté hacer al documentar las historias de algunas personas que ya estaban experimentando los efectos de la crisis climática.
En 2013, yo estaba viviendo en Boston (EE. UU.) cuando ocurrió el atentado con bombas durante una maratón. La ciudad fue confinada y, cuando se acabó el confinamiento, lo único que me apetecía era salir: caminar, respirar y escuchar los sonidos de otras personas. Necesitaba conectarme, recordarme a mí misma que no todo el mundo es asesino. En un ataque de inspiración, abrí una caja de cartón de brócoli y escribí con un rotulador "Llamamiento general para contar historias".
Yo llevaba el cartel de cartón alrededor de mi cuello. La mayoría de la gente se quedaba mirándome fijamente. Pero algunos se me acercaron. Cuando comencé a escuchar a los desconocidos, no quise parar.
Ese verano, decidí ir en bicicleta por el río Misisipi con la misión de escuchar las historias que la gente tenía que compartir. El cartel me acompañaba. Una historia fue tan curiosa que no pude dejar de pensar en ella durante meses, y finalmente me hizo emprender un viaje alrededor del mundo.
"Luchamos por proteger nuestros diques. Luchamos por nuestro pantano cada vez que tenemos un huracán. No podría imaginarme viviendo en otro lugar"
Conocí a Franny Connetti, de 57 años, a 80 millas (130 kilómetros) al sur de Nueva Orleans (EE. UU.), cuando me detuve frente a su oficina para revisar el aire en las ruedas de mi bicicleta; me invitó a entrar dentro para quitarme del sol de la tarde. Franny compartió conmigo su almuerzo de gambas fritas. Entre bocado y bocado me contó cómo el huracán Isaac arrasó su casa y su barrio en 2012.
A pesar de esa tragedia, ella y su esposo regresaron a su finca, en una casa móvil, solo unos meses después de la tormenta.
Me explicó: "Luchamos por proteger nuestros diques. Luchamos por nuestro pantano cada vez que tenemos un huracán. No podría imaginarme viviendo en otro lugar".
Veinte millas (32 kilómetros) más adelante, pude ver dónde subía el océano a la carretera con la marea alta. "Agua en la carretera", decía un letrero naranja. Los lugareños se refieren en broma al punto final de la carretera estatal 23 de Luisiana (EE. UU.) como "El fin del mundo". Era escalofriante imaginar bajo el agua la carretera por la que yo iba en bicicleta.
Foto: La autora en la presa de Monasavu en Fiji en 2014. Créditos: Devi Lockwood
Ahí estaba la primera línea de combate del cambio climático, una historia. Pensé: "¿Cómo sería poner esto en diálogo con las historias de otras partes del mundo, de otras líneas del frente con impactos localizados que se experimentaron por el agua?". Mi objetivo se convirtió en escuchar y amplificar esas historias.
El agua es la forma en la que la mayor parte del mundo experimentará el cambio climático. No es una construcción humana, como un grado Celsius. Se trata de algo que vemos y sentimos plenamente. Cuando no hay suficiente agua, los cultivos se mueren, aparecen los incendios y la gente tiene sed. Cuando hay demasiada agua, el agua se convierte en una fuerza destructiva que arrasa hogares, negocios y vidas. Casi siempre es más fácil hablar del agua que del cambio climático. Pero los dos están profundamente entrelazados.
También me propuse abordar otro problema: el lenguaje que usamos para hablar del cambio climático es a menudo abstracto e inaccesible. Escuchamos sobre la subida del nivel del mar o sobre las partes por millón de dióxido de carbono en la atmósfera, pero ¿qué significa esto realmente para la vida cotidiana de las personas? Pensé que los testimonios podrían salvar esta brecha.
Una de las primeras paradas en mi viaje fue Tuvalu, un país de atolones de coral de baja altitud en el Pacífico Sur, 585 millas (940 kilómetros) al sur del ecuador. Hogar de unas 10.000 personas, Tuvalu está en camino de volverse inhabitable pronto, en algún momento a lo largo de mi vida.
En 2014, el meteorólogo Tauala Katea abrió su ordenador para mostrarme una imagen de una inundación reciente en la isla. El agua de mar había aparecido bajo el suelo cerca de donde estábamos sentados. "Así es como se ve el cambio climático", señaló.
"En 2000, los habitantes de Tuvalu que vivían en las islas exteriores notaron que sus cultivos del taro y pulaka estaban sufriendo", resaltó. "Los tubérculos parecían podridos y su tamaño se volvía cada vez más pequeño". El taro y pulaka, dos alimentos básicos con almidón de la dieta de Tuvalu, se cultivan en hoyos excavados bajo tierra.
Tauala y su equipo viajaron a las islas exteriores para tomar muestras de suelo. El culpable fue la intrusión de agua salada por el aumento del nivel del mar, que subía cuatro milímetros al año desde que comenzaron las mediciones a principios de la década de 1990. Aunque eso puede parecer una pequeña cantidad, este cambio tiene un impacto drástico en el acceso de los habitantes de Tuvalu al agua potable. El punto más alto está a solo 13 pies (menos de 4 metros) sobre el nivel del mar.
Como resultado, muchas cosas han cambiado en Tuvalu. La capa de agua subterránea más densa que flota sobre el agua de mar se ha vuelto salada y contaminada. Los tejados de paja y los pozos de agua dulce son ya cosa del pasado. Cada casa tiene en la actualidad un depósito de agua unido por una canaleta al techo de hierro corrugado. Toda el agua para lavar, cocinar y beber actualmente proviene de la lluvia. Esta agua de lluvia se hierve para beberla, para lavar ropa y platos y también para bañarse. Los pozos se han reutilizado como vertederos de basura.
A veces, las familias tienen que tomar decisiones difíciles sobre cómo distribuir el agua. Angelina, madre de tres hijos, me contó que durante una sequía hace unos años, su hija mediana, Siulai, tenía solo unos meses. Angelina, su esposo y su hija mayor podían bañarse en el mar y lavar ahí su ropa. "Solo guardábamos el agua para beber y cocinar", destacó. Pero la piel de su recién nacida era demasiado delicada para baños en el océano. El agua salada le provocaba un horrible sarpullido. Eso significaba que Angelina tenía que decidir entre beber agua y bañar a su hija.
Las historias que escuché sobre el agua y el cambio climático en Tuvalu reflejaban una marcada división entre distintas generaciones. Los habitantes de Tuvalu de mi edad, como Angelina, no ven su futuro en las islas y están solicitando visados para vivir en Nueva Zelanda. Los habitantes ya mayores ven el cambio climático como un acto de Dios y me confesaron que no podían imaginarse viviendo en otro lugar; no querían dejar los huesos de sus antepasados, que estaban enterrados en sus patios. Algunas cosas simplemente no se pueden trasladar.
Algunas organizaciones como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo están trabajando para abordar el cambio climático en Tuvalu mediante la construcción de malecones y depósitos comunitarios de agua. En última instancia, estas adaptaciones parecen prolongar lo inevitable. Es probable que en el transcurso de mi vida muchos habitantes de Tuvalu se vean obligados a llamar hogar a otro lugar.
Tuvalu muestra cómo el cambio climático agrava la inseguridad alimentaria y del agua, y cómo esa inseguridad impulsa la migración. Lo vi en muchos otros lugares. Si se trastoca la cantidad de agua disponible en un lugar, la gente se irá.
En Tailandia conocí al bailarín Sun, que se mudó a Bangkok desde el norte rural. Se mudó a la ciudad en parte para seguir con su arte, pero también para refugiarse de los patrones de lluvia impredecibles. La agricultura en Tailandia se rige por los monzones estacionales, que descargan la lluvia, llenan las cuencas de los ríos y riegan los cultivos aproximadamente desde mayo hasta septiembre. O al menos es lo que pasaba antes. Cuando hablé con Sun a finales de mayo de 2016, en Tailandia no llovía. Las lluvias se retrasaron. Los niveles de agua en los embalses más grandes del país se desplomaron a menos del 10 % de su capacidad, fue la peor sequía en dos décadas.
Sun me explicó: "En esta época se supone que es el inicio de la temporada de lluvias, pero no llueve. ¿Cómo describirlo? Creo que el equilibrio del clima está cambiando. En algunas partes llueve mucho, pero en otras nada". Sun se reclinó en su silla, moviendo sus manos como una balanza para expresar el desequilibrio. "Ese es el problema. Las personas que antes eran agricultores tienen que venir a Bangkok porque quieren ganar dinero y quieren trabajar", señaló. "No hay más trabajo por el clima".
Foto: Una familia celebra el Día de Nunavut cerca del paseo marítimo en Igloolik, Nunavut (Canadá), en 2018. Créditos: Devi Lockwood
En otras palabras, la migración a la ciudad se acelera por la lluvia. Cualquier solución climática impulsada por la tecnología que no aborde la migración climática, tan fundamental para la experiencia personal de Sun y muchos otros de su generación en todo el mundo, será en el mejor de los casos incompleta y, en el peor, potencialmente peligrosa. Las soluciones que se dirigen solo a una región, por ejemplo, podrían empeorar las presiones migratorias en otra.
También escuché historias sobre la inseguridad alimentaria y del agua impulsada por el cambio climático en el Ártico. Igloolik, en Nunavut (Canadá), a 1.400 millas (2.253 kilómetros) al sur del Polo Norte, es una comunidad de 1.700 personas. Marie Airut, una señora de 71 años, vive junto al agua. Hablamos en su salón tomando té negro.
Me contó: "Mi esposo murió hace poco". Pero, cuando vivía, iban a cazar juntos en cada temporada; era su principal fuente de alimentación. "No les voy a decir lo que no sé. Les voy a contar solo las cosas que he visto", aclaró. En las décadas de 1970 y 1980, los agujeros para las focas se abrían a finales de junio, era el momento ideal para cazar pequeñas focas. Marie me explicó: "Pero hoy en día, si intento salir a cazar a finales de junio, los agujeros son muy grandes y el hielo es muy fino. "El hielo se está derritiendo demasiado rápido. No se derrite desde la parte superior, sino desde abajo".
Cuando el agua está más caliente, los animales cambian su movimiento. Igloolik siempre ha sido conocido por su caza de morsas. Pero, en los últimos años, los cazadores han tenido problemas para llegar a los animales. Marie opina: "No creo que pueda alcanzarlos más, a menos que tenga 70 galones (265 litros) de gasolina. Están tan lejos ya, porque el hielo se está derritiendo muy rápido. Solíamos tardar medio día en encontrar morsas en el verano, pero ahora, si salgo a cazar con mis hijos, probablemente tardaríamos dos días en conseguir algo de carne de morsa para el invierno".
Marie y su familia hacían todos los años carne de morsa fermentada, "pero este año les dije a mis hijos que no íbamos a cazar morsas", resalta Marie. "Están demasiado lejos".