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Computación

La inteligencia artificial necesita otro nombre o la gente seguirá creyendo en robots asesinos

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Si hubiese tenido un nombre menos fantasmagórico, como 'computación antrópica', probablemente no habría asociaciones tratando de frenar una tecnología con tanto potencial para hacernos la vida más fácil

  • por Jerry Kaplan | traducido por Teresa Woods
  • 08 Marzo, 2017

La serie Westworld de la HBO incluye un argumento común: seres artificiales que se alzan contra sus crueles creadores humanos. Pero, ¿acaso representa algo más que un simple giro de guión? Después de todo, algunas personas muy inteligentes como Bill Gates y Stephen Hawking han advertido de que la inteligencia artificial (IA) podría estar avanzando por un camino peligroso que amenace la supervivencia de la humanidad.

No son los únicos preocupados. El Comité de Asuntos Legales del Parlamento Europeo emitió recientemente un informe que hace un llamamiento para que la Unión Europea obligue a que los robots inteligentes sean registrados, en parte para que su carácter ético pueda ser valorado. El movimiento Stop Killer Robots (Detener a los robots asesinos), que se opone al uso de las llamadas armas autónomas en las guerras, está influyendo en las políticas de Naciones Unidas y en las del Departamento de Defensa de EEUU.

La inteligencia artificial parece tener un problema de imagen pública. Aunque es cierto que las máquinas actuales pueden ejecutar muchas tareas (jugar al ajedrez, la conducción autónoma) que antes eran el dominio únicamente de humanos, eso no significa que las máquinas se estén volviendo más inteligentes y ambiciosas. Sólo implica que son capaces de hacer un mayor número de tareas que los humanos les hemos enseñado.

Puede que los robots estén de camino, pero no vienen a por nosotros porque no existe un "ellos". Las máquinas no son personas, y no existen pruebas convincentes de que vayan a desarrollar la sensibilidad.

Foto: Jerry Kaplan. Crédito: Cortesía de BigSpeak Speakers.

Llevamos siglos reemplazando a trabajadores cualificados e informados, pero las máquinas no aspiran a mejores trabajos ni a una tasa mayor de empleo. Los telares de Jacquard reemplazaron a los costureros expertos durante el siglo XIX, pero estos increíbles dispositivos, programados con tarjetas perforadas para producir un abanico de patrones, no dictaron una sentencia de muerte para modistas y sastres. Hasta mediados del siglo XX, dependíamos de nuestros mejores profesionales para la aritmética, ser una "calculadora humana" antes era una profesión muy respetada. Ahora que los dispositivos tienen las mismas capacidades, se regalan en ferias comerciales y los expertos en matemáticas se dedican a tareas que requieren capacidades más amplias, como el análisis estadístico. Pronto, su coche podrá llevarle al trabajo cuando se lo ordene, pero de momento no tiene que preocuparse por que su vehículo decida unirse a Uber para sacar dinero mientras usted está en una reunión (a menos que usted se lo pida).

La IA hace uso de algunas tecnologías potentes, pero no encajan entre sí tan bien como uno podría esperar. Los primeros investigadores se centraron en maneras de manipular los símbolos en función de unas reglas. Esto resultó útil para tareas como proporcionar teoremas matemáticos, resolver puzles o diseñar circuitos integrados. Pero varios problemas icónicos de la IA, como identificar objetos dentro de las imágenes y convertir palabras habladas en texto, resultaron muy difíciles de lograr. Unas técnicas más recientes, que corresponden a la categoría del aprendizaje automático, resultaron mucho más adecuadas para estos desafíos. Los programas de aprendizaje automático extraen patrones útiles de grandes conjuntos de datos. Alimentan los sistemas de recomendaciones de Amazon y Netflix, pulen los resultados de búsqueda de Google, describen vídeos en YouTube, reconocen caras, ejecutan transacciones bursátiles, controlan la dirección de los coches y resuelven un abanico de problemas a los que se puede aplicar el big data. Pero ninguno de los enfoques representa el Santo Grial de la inteligencia artificial. De hecho, coexisten de manera algo torpe bajo el mismo paraguas. La mera existencia de dos enfoques principales con diferentes fortalezas pone en duda si cualquiera de ellos pueda servir como base para una teoría universal de inteligencia.

En general, los logros de la IA pregonados por los medios de comunicación no demuestran grandes mejoras del campo. El programa de IA de Google que ganó una competición de Go el año pasado no fue una versión refinada del programa de IBM que ganó al campeón mundial de ajedrez en 1997. Y la prestación de conducción autónoma que emite un aviso cuando el coche se desvía de su carril funciona de forma bastante distinta a la que planifica la ruta. En su lugar, los logros de los que se informa suelen proceder de herramientas y técnicas muy dispares. Podría resultar fácil confundir el zumbido de las historias sobre máquinas que nos superan en tareas concretas con pruebas de que se están volviendo más inteligentes. Pero esto no es lo que está pasando.

El discurso público sobre la IA se ha desconectado de la realidad en parte porque el campo no tiene una teoría coherente. Sin tal teoría, la gente no puede medir los progresos del campo, y caracterizar los avances se convierte en algo subjetivo. Como resultado, la gente a la que escuchamos más a menudo son las que tienen la voz más fuerte y no las que tienen algo importante que decir, y los informes mediáticos sobre robots asesinos apenas son cuestionados.

Yo sugiero que uno de los problemas con la inteligencia artificial es su propio nombre, acuñado hace más de 50 años para describir los esfuerzos de programar ordenadores para resolver problemas que necesitaban de la inteligencia o atenciones humanas. Si la inteligencia artificial hubiese recibido un nombre menos fantasmagórico, podría parecer igual de prosaica que las investigaciones operativas o las analíticas predictivas.

Tal vez una descripción menos provocativa sería "computación antrópica". Una amplia denominación como esta podría englobar esfuerzos de diseñar sistemas computacionales inspirados en la biología, máquinas que imitan la forma o las capacidades humanas y programas que interactúan con la gente de maneras naturales y familiares.

Deberíamos dejar de describir estas maravillas modernas como protohumanos para hablar de ellos en su lugar como una nueva generación de máquinas flexibles y potentes. Deberíamos cuidar la manera en la que desplegamos y empleamos la IA, pero no porque estemos invocando a algún demonio mítico que podría volverse en nuestra contra. Más bien, deberíamos resistir a la tentación de atribuir características humanas a nuestras creaciones y aceptar estas increíbles invenciones por lo que realmente son: potentes herramientas que prometen un futuro más próspero y cómodo.

*Jerry Kaplan enseña el impacto social y económico de la IA en la Universidad de Stanford (EEUU). Su último libro es 'Artificial Intelligence: What Everyone Needs to Know', publicado por Oxford University Press.

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