Cuando NeuroControl cerró sus puertas los clientes con parálisis que usaban su dispositivo se quedaron sin asistencia, piezas de recambio, ni nadie que les atendiera
Una noche de 1982 John Mumford estaba trabajando en una patrulla de avalancha en un puerto de una helada montaña de Colorado (EEUU) cuando la furgoneta en la que viajaban él y otros dos hombres se deslizó fuera de la carretera y se precipitó por un barranco. Los otros dos pudieron salir por su propio pie, pero Mumford se rompió el cuello. La mitad inferior de su cuerpo quedó paralizada, y aunque podía doblar los brazos por los codos, ya no podía coger cosas con las manos.
Sin embargo, 15 años más tarde, recibió una maravilla tecnológica que logró reactivarle la mano izquierda. Se conocía como Freehand System. Un cirujano colocó un sensor en el hombro derecho de Mumford, implantó un dispositivo del tamaño de un marcapasos conocido como estimulador justo debajo de la piel de la parte superior del pecho, y llevó varios cables hasta los músculos del brazo izquierdo. En el exterior del cuerpo de Mumford, un cable iba desde el sensor del hombro hasta una unidad de control externa. Otro iba desde la unidad de control a una bobina de transmisión sobre el estimulador del pecho.
De toda esta maraña surgió algo increíble: al maniobrar el hombro derecho de ciertas forma, Mumford podría enviar señales a través del estimulador hasta el brazo izquierdo y los músculos de la mano. El dispositivo no era ni mucho menos perfecto, y le hubiera gustado poder jugar a los dardos con sus amigos. Pero podía sostener una llave, un tenedor, una cuchara o un vaso. Podía abrir la nevera, sacar un sándwich y comérselo él mismo. Mumford estaba tan entusiasmado que empezó a trabajar para el fabricante, una empresa del área de Cleveland (EEUU) llamada NeuroControl, viajando por el país haciendo demostraciones del Freehand en ferias de tecnología asistencial.
Mumford estaba en Cleveland en una reunión de marketing en 2001 cuando recibió la noticia que aún hoy le deja desconcertado: NeuroControl iba a dejar de trabajar en el Freehand. Se iba a centrar en un mercado potencial más grande con un dispositivo que ayudaba a víctimas de accidentes cerebrovasculares. Poco después, NeuroControl cerró sus puertas totalmente, aniquilando por lo menos 26 millones de dólares (24 millones de euros) en inversiones. Al principio Mumford siguió siendo un usuario entusiasta del Freehand, aunque había algo que le preocupaba: los cables que iban por fuera del cuerpo a veces se desconectaban o se rompían al enredarse con la ropa. Siempre encontraba a alguien capaz de darle un recambio y volver a conectar el sistema. Pero en 2010 usó el último cable y, sin el soporte técnico de NeuroControl, el equipo eléctrico implantado en el cuerpo de Mumford pasó a quedarse en estado latente. Perdió la independencia que había recuperado, y que le permitía usar ampliamente una de las manos. "Que de repente te quiten todo eso, es increíblemente frustrante", afirma. "No pasa un día en que no lo eche de menos".
La voz de Mumford suena más asombrada a medida que cuenta la historia. "Tengo un dispositivo implantado en el cuerpo que estaba considerado como una de las mejores innovaciones o inventos de este siglo", afirma. "Lo último que piensas es que la empresa se va a ir a la quiebra, y no sólo eso sino que ni siquiera vas a poder comprar piezas para el sistema. ¡Es una locura!".
"Todo era legal. Si era ético o no, esa es otra cuestión".
Se cree que unas 250 personas tienen el sistema Freehand de NeuroControl, y Mumford no era ni mucho menos el único al que había afectado el fracaso de la empresa. Su experiencia sirve de moraleja para cualquier dispositivo médico implantable que quiera dar servicio a los "mercados huérfanos" de grupos de gente relativamente pequeños. Aunque los avances en las interfaces cerebro-máquina y los dispositivos de estimulación eléctrica están generando maravillosos resultados de investigación en personas con parálisis (hay quienes están usando los pensamientos para controlar brazos robóticos, y otros están dando pequeños pasos), es posible que esos avances no duren mucho tiempo en el mercado, siempre y cuando lleguen incluso al mercado. La tecnología es capaz de reanimar las extremidades, pero la economía básica del mercado puede paralizarlas de nuevo.
El florecimiento inicial
La tecnología en el cuerpo de Mumford empezó a desarrollarse en la década de 1970. El inventor principal, P. Hunter Peckham, un ingeniero biomédico de la Universidad Case Western Reserve en Cleveland (EEUU), quería probar si la estimulación eléctrica era capaz de revertir la atrofia y, en última instancia, restaurar la función de los músculos paralizados. Peckham y sus colegas utilizaron agujas hipodérmicas primero en animales y luego en personas, para inyectar pequeñas bobinas de alambre en los músculos, cerca de los nervios. A partir de ahí podrían enviar leves pulsos de electricidad a través de los cables y estimular los músculos, cambiando su estructura. A lo largo del tiempo, al colocar los cables en los lugares adecuados y sintonizar con precisión los pulsos de electricidad, los investigadores pudieron coordinar los movimientos de los músculos, recreando entre otras cosas el agarre normal de una mano.
En última instancia los científicos descubrieron cómo implantar la tecnología en los pacientes y dejar que ellos la gestionaran por sí mismos, fuera del laboratorio, por medio de una unidad tipo joystick montado en el hombro. La primera versión de lo que sería el sistema Freehand se instaló en un paciente en 1986. Peckham y otros cinco inversores fundaron NeuroControl siete años más tarde, usando tecnologías con licencia de Case Western.
Cuando la Administración Estadounidense del Medicamento (Food and Drug Administration, FDA) aprobó el Freehand en 1997, se produjo un gran hito. No era el primer dispositivo biónico comercial (los implantes cocleares ya existían), pero fue el primero que ayudó a los pacientes paralizados a recuperar un cierto uso de las manos. De hecho, fue el primero que utilizó la estimulación eléctrica para mover las articulaciones, y hasta hoy sigue siendo el único que ha estado disponible.
A Mumford le maravillaba la potencia del sistema.
Una investigación independiente mostró que incluso con un coste de cerca de 60.000 dólares (56.000 euros) para el dispositivo y la cirugía necesaria, el Freehand ahorraba dinero a largo plazo porque reducía la necesidad de que el paciente contara con un cuidador. Aunque la tecnología era impresionante, el Freehand se quedó atascado en su pequeño nicho de mercado.
Aunque hay cerca de 250.000 personas con lesiones de médula espinal solamente en EEUU, el Freehand funcionaba sólo en personas cuyas parálisis estuvieran provocadas por una lesión en un área determinada, entre la quinta y sexta vértebra de la columna cervical. Esto se debe a que una lesión en ese lugar dejaba la suficiente movilidad en el hombro y el codo para activar la función de agarre del Freehand. Aunque NeuroControl estimó que su mercado potencial eran más de 50.000 personas en Estados Unidos, no todas estaban dispuestas o tenían la salud suficiente para soportar la enorme operación requerida para implantar el dispositivo y todos los cables.
Más importante aún, el mercado potencial se redujo todavía más por el hecho de que algunas aseguradoras privadas y Medicare, el programa de seguro del Gobierno de Estados Unidos para ancianos y discapacitados, no siempre cubrían el coste total. Las clínicas de rehabilitación y hospitales tenían una predisposición conservadora a la hora de recomendar a los pacientes un novedoso sistema implantable. Pero puesto que podían acabar asumiendo los gastos no cubiertos, muchos centros médicos eran más reacios a abogar por la tecnología de lo que NeuroControl había esperado.
Con esta falta de impulso, NeuroControl dejó de vender el producto. "Los inversores tenían la esperanza de que penetraríamos en una mayor parte de la población total con lesiones de médula", señala el que era director de Desarrollo de Negocios de NeuroControl, Geoff Thrope. "Logramos vender varias docenas de implantes al año. Hay que vender cientos, si no miles, para que tenga sentido".
Pero la decisión todavía aflige a Peckham, que renunció a la junta directiva de NeuroControl en consecuencia. Con algo más de tiempo, señala, NeuroControl podría haber logrado un negocio sostenible. Tenía 19 pacientes inscritos en un ensayo clínico en Inglaterra. Con sólo uno más habría tenido los 20 necesarios para permitir que el sistema de salud nacional británico se planteara cubrir el coste de Freehand. Probablemente el Departamento de Asuntos de Veteranos de EEUU hubiera seguido este ejemplo, señala. El problema era que los otros miembros de la junta, principalmente capitalistas de riesgo que "decidieron que no estaban viendo los resultados de su inversión que habían previsto", se impacientaron.
"Todo era legal", señala Peckham. "Si era ético o no, esa es otra cuestión. Aunque bueno, supongo que depende de tu concepto de la ética, ¿no?".
Cables en el almacén
No hay que buscar en material de archivo para ver el Freehand en acción. A pocos kilómetros de la residencia de Mumford en los suburbios de Denver, conocí a Scott Abram, un contable del Departamento de Interior de Estados Unidos. Abram se rompió el cuello en 1989, a los 17 años, después de tirarse a un río poco profundo en una excursión del colegio. Le implantaron Freehand una década más tarde y todavía lo utiliza para ciertas tareas. Cuando almorzamos en un restaurante, pidió un sándwich de pollo. Al activar el Freehand con encogimientos del hombro izquierdo, fue capaz de manipular la mano derecha para llevar el sándwich desde el plato a la boca. Al mismo tiempo, una unidad de control parecida a un dispositivo de mensajería colocada en el lado izquierdo de la silla de ruedas sigue haciendo lo que lleva haciendo desde hace 15 años: decirle al estimulador en el pecho qué cables en el brazo derecho necesitan pulsos de electricidad.
Abram sabe muy bien por lo que tuvo que pasar Mumford cuando tuvo que reemplazar los cables en el exterior de su cuerpo. A él le pasó lo mismo. Sin embargo hay una diferencia importante: hace varios años Abram logró localizar a Kevin Kilgore, uno de los investigadores que desarrollaron la tecnología con Peckham en Cleveland. Y Kilgore le ha estado enviando cables todos estos años.
A Kilgore también le desconcierta y molesta la situación. Cuando NeuroControl seguía activa, suministraba el Freehand a los cirujanos que lo instalaban, y funcionaba como punto de contacto para los pacientes. Desde el punto de vista de pacientes como Mumford, los investigadores que habían inventado originalmente la tecnología no formaban parte de esta estructura en absoluto. Cuando NeuroControl cerró, casi todo acabó cayendo en un agujero negro. No sólo no pudo ofrecer soporte técnico a los clientes, sino que su sitio web y número de teléfono dejaron de dar servicio, haciendo que los cirujanos y los pacientes no supieran qué hacer a continuación. Kilgore y Peckham señalan que la compañía incluso se negó a darles una lista de los pacientes que habían recibido los implantes. A día de hoy, los ingenieros aseguran que no saben exactamente cuántos hay.
Para Damion Cummins en Monroe, Louisiana (EEUU), la desaparición de la empresa tuvo consecuencias surrealistas. Le habían implantado el Freehand después de haberse quedado paralizado en un partido de fútbol en el instituto. Pero no le funcionó consistentemente como esperaba, y dejó de utilizarlo en menos de dos años. No usarlo fue bastante fácil: dejó de pedir ayuda para adherir los aparatosos cables externos al dispositivo en el pecho. Pero con los años empezó a preguntarse qué pasaba con los equipos eléctricos que tenía en estado latente, algunos de los cuales se pueden palpar bajo la piel. "¿Se van a desintegrar o descomponerse?", se preguntaba. "¿Me debería preocupar?". Pensó en ir a ver al cirujano que le había implantado el Freehand, pero el médico se había mudado a California (EEUU). Cummins dice que se pasó varios años sintiéndose incómodo por los dispositivos electrónicos que tenía en el cuerpo, antes de finalmente localizar al cirujano y llamarle. "¿Me lo debería sacar?", preguntó Cummins. "Mientras no te moleste, no", le dijo el médico.
A Kilgore le resulta muy doloroso saber lo aislado que se sintió Cummins. Hace unos cinco años Kilgore recibió una subvención de 75.000 dólares (70.175 euros) de los Veteranos Paralíticos de América, un grupo sin fines de lucro, para hacer un seguimiento de pacientes con implantes de estimulación eléctrica durante un período prolongado de tiempo. Se gastó gran parte del dinero comprando uno de las pocas partes de NeuroControl que no habían desaparecido por completo: su inventario de cables, bobinas de estimulador, controladores, baterías y otras piezas del Freehand, que otra empresa de Ohio (EEUU) había comprado y guardaba en un almacén. Con ese arsenal, Kilgore contactó con los pacientes de Freehand que él y sus colegas conocían, varias docenas de personas en Ohio, y crearon un grupo de usuarios en línea con la esperanza de encontrar a más gente.
Los componentes instalados en los pacientes de Freehand han funcionado mejor que los externos. El diagrama de arriba muestra cómo iban los cables desde un hombro hasta una unidad de control, y desde esa unidad hasta una bobina transmisora.
En 2009, Kilgore y otros investigadores le siguieron la pista a 65 pacientes de Freehand, y determinaron que más de la mitad aún estaban usando el dispositivo. Hoy día, Kilgore estima que tiene piezas suficientes para dar soporte a estos pacientes durante varios años más. Sin embargo, en última instancia dice que "la solución definitiva" es que los pacientes reciban algo mejor.
Casi 30 años después del nacimiento de Freehand, el equipo de la Case Western ha mejorado significativamente la tecnología. Entre otras cosas, han hecho que la unidad de control sea lo suficientemente pequeña para poder implantarla en el cuerpo, evitando la necesidad de usar cables externos que puedan enredarse y romperse. Además, el dispositivo no sólo puede restaurar la capacidad de agarre. También puede conectarse en red, según dicen, para enviar estímulos eléctricos a muchos más músculos, dando apoyo a la parte superior del cuerpo, por ejemplo, o controlando los esfínteres. Los investigadores han conseguido que varias personas paralizadas se pongan de pie y den pequeños pasos con ayuda de un andador.
Sin embargo, el dilema económico esencial sigue ahí. Si ninguna compañía se anima a comercializar esta tecnología a nivel general, el grupo de beneficiarios potenciales se limita a las personas que vivan en Cleveland o puedan permitirse viajar hasta allí. Y si no es un producto comercial, las compañías de seguros no cubrirán el coste del dispositivo. Eso significa que los investigadores tienen que depender de dinero de subvenciones para que los pacientes accedan a estas tecnologías. "Puedo hacer cinco implantes al año con subvenciones", asegura Kilgore. "Pero recibo 100 llamadas al año".
Puede que incluso cientos de pacientes al año no fueran un mercado suficientemente grande para atraer a inversores privados. Pero Kilgore y Peckham creen haber encontrado una solución.
Ampliar el grupo
Están convencidos de que para evitar repetir el fracaso de NeuroControl con las futuras tecnologías implantables habrá que lograr una asociación entre los sectores con y sin ánimo de lucro. Han formado una organización no lucrativa: El Instituto de Restauración Funcional de la Case Western. Su misión es guiar las tecnologías a lo largo del proceso de aprobación regulatoria. Después, podrían comercializar los dispositivos o conceder licencias a empresas con fines lucrativos. Lo ideal sería que si una empresa fracasa, la organización sin ánimo de lucro, financiada principalmente por una fundación privada, pudiera seguir dando soporte a los pacientes.
La primera tecnología de la que se encargará el instituto será el dispositivo de red descendiente del FreeHand original. La organización tiene subvenciones para iniciar un ensayo clínico, e incluso para desarrollar un centro de fabricación de los dispositivos. También tiene una lista de espera de pacientes potenciales. Pero aún no ha conseguido asociarse con empresas con fines de lucro, empresas que, tal y como señala Peckham, "no intenten cumplir con ciertas expectativas de capital de riesgo para que la inversión les dé resultados rápidos".
En teoría, podrían tener muchos socios potenciales. Resulta que el negocio de la neuroestimulación está en pleno renacimiento, especialmente en Cleveland, como demuestra la gran cantidad de tecnologías de las que Case Western, la Clínica de Cleveland y otros centros locales ofrecen licencias. El personal de varias empresas son antiguos empleados de NeuroControl, y entre ellos está Thrope, que hoy día dirige NDI, una firma que invierte en neurotecnologías. Thrope afirma que la asociación con una organización sin ánimo de lucro resultaría atractiva para empresas que no quieran asumir los riesgos inherentes a llevar una nueva tecnología a lo largo de años de pruebas y aprobación regulatoria. Si la organización no lucrativa puede gestionar esa parte y luego pasarle el testigo a una empresa con fines de lucro, el modelo de Kilgore y Peckham "es bastante valioso", señala.
Pero incluso si se elimina ese riesgo, Thrope se apresura a añadir que no habría muchas empresas interesadas en vender productos que sólo un pequeño grupo de personas pudieran usar. En su lugar, dice que él y otros inversores quieren lograr lo que los médicos llaman "indicaciones" múltiples, es decir, que el dispositivo pueda usarse para tratar más de una afección.
Hace referencia a Second Sight, un fabricante que cotiza en bolsa y que produce un implante de retina de 140.000 dólares (131.000 euros) con el que devolver la vista a personas con una forma hereditaria de ceguera. El mercado potencial es muy grande, quizás 1,5 millones de personas en todo el mundo y 100.000 en EEUU, pero aún así Second Sight ya está probando formas de ampliar el grupo de pacientes y tratar otras formas de ceguera. Thrope asegura que su firma, que fundó en 2002, no suele invertir en neurotecnología hasta que ha sido desarrollada más allá de su etapa inicial y puede tratar una segunda o tercera indicación. Se trata de "darle la vuelta a la fórmula que usamos en NeuroControl", afirma Thrope. "En la medida de lo posible, hemos intentado evitar tecnologías que supongan un avance".
Evitar los avances: esto parece ir en contra de nuestra tendencia a imaginar que la tecnología va a solucionar gran parte de lo que se rompe, incluyendo nuestros cuerpos. Pero tengamos en cuenta la perspectiva de Damion Cummins. Asegura que se sometió a varias cirugías para conseguir el Freehand porque valía la pena intentar cualquier cosa que pudiera mejorar su vida diaria. Aceptó la idea de que quizá podría no funcionar. Pero cuando le pregunté si se habría puesto el implante si hubiera sabido que existía la posibilidad de que NeuroControl pudiera desaparecer, me contestó: "Si lo hubiera sabido, definitivamente no lo habría hecho".