A medida que el clima cambia, la ingeniería genética se vuelve esencial para el cultivo de alimentos. Pero ¿está creando una raza de supermalezas?
En una lánguida y húmeda mañana de julio, me reúno con Aaron Hager, científico especializado en malas hierbas, en el exterior de la antigua Casa de Semillas de Agronomía de la Granja Sur de la Universidad de Illinois (EE UU). A lo lejos se ven graneros redondos construidos a principios del siglo XX, diseñados para resistir las tormentas de viento del Medio Oeste. El cielo es de un blanco informe. Es el día después del paso de un sistema de tormentas de cientos de kilómetros de ancho, con ráfagas de viento de 130 kilómetros por hora y decenas de avisos de tornado y sirenas que recordaban a los simulacros de bombardeos durante la Guerra Fría.
En Illinois hay 93.000 kilómetros cuadrados destinados al cultivo del maíz y la soja, junto con un poco de trigo. Aproximadamente dos tercios de la superficie del estado. Prácticamente en cada hectárea se rocían herbicidas, según explica Hager, que se crio en una granja de la zona. Sin embargo, estos productos químicos, destinados a que una determinada especie vegetal viva sin ser molestada en espacios increíblemente vastos, ya no impiden que crezcan todas las malas hierbas.
Desde la década de 1980, cada vez más plantas han evolucionado hasta hacerse inmunes a los mecanismos bioquímicos que estos herbicidas aprovechaban para matarlas. Esta resistencia a los herbicidas amenaza con disminuir los rendimientos: las malas hierbas fuera de control pueden reducirlos en un 50% o más. Los casos extremos pueden acabar con campos enteros.
En el peor de los casos, puede incluso llevar a los agricultores a la quiebra. Es el equivalente agrícola de la resistencia a los antibióticos y está empeorando.
Mientras conducimos hacia el este desde el campus de Champaign-Urbana, las ciudades gemelas en las que crecí, vemos un campo de soja casi tapado por otras plantas de color verde oscuro y con pinchos que llegan a la altura del pecho.
"Éste es el problema", señala Hager. "Todo eso de ahí es cáñamo de agua. Seguramente lo habrán fumigado una vez al mes, si no es que ha sido más ".
"Con estas malas hierbas resistentes a los herbicidas, la situación sólo va a empeorar. Va a explotar».
El cáñamo de agua (Amaranthus tuberculatus), que puede infestar casi cualquier tipo de campo de cultivo, crece un centímetro o más al día, y las hembras de la especie pueden producir fácilmente cientos de miles de semillas. Originaria del Medio Oeste, ha irrumpido con mucha mayor abundancia en los últimos años, porque se ha hecho resistente a siete clases diferentes de herbicidas. La competencia estacional del cáñamo de agua puede reducir el rendimiento de la soja en un 44% y el del maíz en un 15%, según un informe de la Universidad de Purdue.
La mayoría de los agricultores siguen arreglándoselas. Dos grupos diferentes de herbicidas siguen siendo eficaces contra el cáñamo de agua, pero cada vez aparecen más casos de resistencia a ambos.
"Estamos empezando a ver fallos", explica Kevin Bradley, un botánico de la Universidad de Misuri (EE UU) que estudia la gestión de las malas hierbas. "Podríamos estar en riesgo, no cabe duda".
En otros lugares, la situación es incluso más sombría.
"Realmente necesitamos un cambio fundamental en el control de las malas hierbas, y lo necesitamos rápido, porque las malas hierbas nos han alcanzado", mantiene Larry Steckel, profesor de Ciencias Vegetales en la Universidad de Tennessee. "Se ha llegado a un punto bastante crítico", añade.
En aumento
Según Ian Heap, un científico especializado en malas hierbas que dirige la Base de Datos Internacional de Malas Hierbas Resistentes a Herbicidas, se han dado más de 500 casos de este fenómeno en 273 especies de malas hierbas y las cifras siguen subiendo. Las malas hierbas han desarrollado resistencia a 168 herbicidas diferentes y a 21 de los 31 principios activos conocidos, es decir, el objetivo bioquímico específico o la vía que un producto químico está diseñado para interrumpir. Algunos principios activos son compartidos por muchos herbicidas.
Una de las malas hierbas más perniciosas del sur de EE UU, la que trae de cabeza a Larry Steckel y a sus colegas, es un primo del cáñamo de agua conocido como amaranto palmer (Amaranthus palmeri). Se han encontrado poblaciones de esta mala hierba que son inmunes a nueve clases diferentes de herbicidas. La planta puede crecer más de dos centímetros al día hasta alcanzar los tres metros y hacerse con campos enteros. Originaria del desértico suroeste de Norteamérica, cuenta con un robusto sistema radicular y puede soportar sequías. Si el tiempo lluvioso o la boda de tu hija te impiden fumigarlo durante un par de días, probablemente hayas perdido la oportunidad de controlarlo químicamente.
El amaranto palmer "reducirá a cero el rendimiento de tu campo", asegura Hager.
Otras malas hierbas, como el raigrás italiano (lolium multiflorum) y una planta rodadora llamada kochia, están causando verdaderos estragos a los agricultores del sur y el oeste de EE UU, sobre todo en los campos de trigo y remolacha azucarera.
El nacimiento de los herbicidas químicos
Antes de la Segunda Guerra Mundial, los agricultores solían utilizar herramientas como arados y gradas para eliminar las malas hierbas y roturar el terreno. O lo hacían a mano, como mi madre, que recuerda arrancar las malas hierbas de los maizales de niña.
La situación cambió con la llegada de los pesticidas y herbicidas sintéticos, que los agricultores empezaron a utilizar en la década de 1950. En la década de 1970 aparecieron algunos de los primeros ejemplos de resistencia. A principios de la década de 1980, Heap y su colega Stephen Powles descubrieron poblaciones de vallico (lolium rigidum) resistentes a los herbicidas más utilizados, conocidos como inhibidores de la ACCasa, que se extendían por el sur de Australia. Al cabo de unos años, esta especie se había vuelto resistente a otra clase de herbicidas, los inhibidores de la enzima ALS.
El problema no había hecho más que empezar. Y estaba a punto de empeorar.
A mediados y finales de la década de 1990, el gigante agrícola Monsanto –que ahora forma parte de Bayer Crop Science– empezó a comercializar cultivos modificados genéticamente, entre ellos maíz y soja, resistentes al herbicida comercial Roundup, cuyo ingrediente activo se llama glifosato. Monsanto presentó estos cultivos inmunes al glifosato y la capacidad de rociar campos enteros con este producto, como una bala de plata virtual para el control de las malas hierbas.
El glifosato se convirtió rápidamente en uno de los productos químicos agrícolas más utilizados, y sigue siéndolo hoy en día. De hecho, tuvo tanto éxito que la investigación y el desarrollo de otros nuevos herbicidas se paralizaron. No parece probable que en breve salga al mercado ningún herbicida comercial importante que pueda ayudar a hacer frente a gran escala a la resistencia a los herbicidas.
Monsanto afirmó que era "altamente improbable" que las malas hierbas resistentes al glifosato se convirtieran en un problema. Hubo, por supuesto, quienes predijeron correctamente que tal cosa era inevitable, entre ellos Jonathan Gressel, profesor emérito del Instituto Weizmann de Ciencias en Rehovot (Israel), que ha estado estudiando los herbicidas desde la década de 1960.
Stanley Culpepper, científico especializado en malas hierbas de la Universidad de Georgia (EE UU), confirmó el primer caso de resistencia al glifosato en el amaranto palmer en 2004. La resistencia se extendió rápidamente. Tanto el amaranto palmer como el cáñamo de agua producen plantas macho y hembra: la primera produce polen que puede volar largas distancias en el viento para polinizar a la segunda y dota a la planta de mayor diversidad genética, lo que le permite evolucionar más rápidamente. Mucho más fácil para que se desarrolle y propague la resistencia a los herbicidas. Estas supermalezas sembraron el caos en todo el estado.
"Nos devastó", recuerda Culpepper, que se refiere al período de 2008 a 2012 como años particularmente difíciles en los que tuvieron que segar continuamente.
Mantenerse con vida
La resistencia a los herbicidas es un resultado predecible de la evolución, explica Patrick Tranel, líder en el campo de la ciencia molecular de las malas hierbas en la Universidad de Illinois, cuyo laboratorio está a pocos kilómetros de la Granja del Sur.
"Cuando intentas matar algo, ¿qué hace? Intentar que no lo maten", expresa Tranel.
Las malas hierbas han desarrollado formas sorprendentes de eludir el control químico. Un estudio de 2009 publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences demostró que una mutación en el genoma del amaranto de Palmer permitía a la planta hacer más de 150 copias del gen que el glifosato ataca. Según Franck Dayan, científico especializado en malas hierbas de la Universidad Estatal de Colorado (EE UU), este tipo de amplificación genética nunca se había observado en plantas.
Otra extraña forma en que puede surgir la resistencia en esa especie es a través de estructuras denominadas ADN circular extracromosómico, cadenas de material genético que incluyen el gen diana del glifosato y que existen fuera de los cromosomas nucleares. Este gen puede transferirse a través del polen soplado por el viento de plantas con esta adaptación.
Pero los científicos encuentran cada vez más resistencia metabólica en las malas hierbas, donde las plantas han desarrollado mecanismos para descomponer casi cualquier sustancia extraña, incluida una serie de herbicidas.
Supongamos que un herbicida determinado actúa un año sobre una población de cáñamo de agua. Si alguna planta «escapa», o sobrevive, y produce semillas, su descendencia podría poseer resistencia metabólica a los herbicidas utilizados.
"Cuando intentas matar algo, ¿qué hace? Intentar que no lo maten".
Patrick Tranel, universidad de Illinois
Hay pruebas de que se está desarrollando resistencia a los dos grupos químicos que han sustituido o se han mezclado con el glifosato para acabar con esta mala hierba: un herbicida llamado glufosinato y un par de sustancias conocidas como 2,4-D y dicamba. Estas dos sustancias también matarían normalmente a muchos cultivos, pero ahora hay millones de hectáreas de maíz y soja modificados genéticamente para ser inmunes. Así pues, la respuesta ha consistido básicamente en arrojar más productos químicos al problema.
"Aunque funcionara el año pasado, si hay resistencia metabólica no hay garantía de que vaya a funcionar este año", explica Hager.
Muchos de estos herbicidas pueden dañar el medio ambiente y la salud humana, afirma Nathan Donley, director científico de salud medioambiental del Centro para la Diversidad Biológica, con sede en Tucson (Arizona, EE UU). El paraquat, por ejemplo, es una sustancia neurotóxica prohibida en más de 60 países (se ha relacionado con enfermedades como el Parkinson), afirma Donley, pero se utiliza cada vez más en Estados Unidos. El 2,4-D, uno de los ingredientes activos del Agente Naranja, es un disruptor endocrino potencial, y su exposición está relacionada con un mayor riesgo de padecer varios tipos de cáncer. El glifosato está catalogado como probable carcinógeno humano por una agencia de la Organización Mundial de la Salud y ha sido objeto de decenas de miles de demandas por valor de decenas de miles de millones. La atrazina puede permanecer en las aguas subterráneas durante años y puede encoger los testículos y reducir el número de espermatozoides en ciertos peces, anfibios, reptiles y mamíferos.
Sustituir el glifosato por herbicidas como el 2,4-D y el dicamba, que suelen ser más tóxicos, "es sin duda un paso en la dirección equivocada", afirma Donley.
En busca de soluciones
No se trata sólo de productos químicos. Las malas hierbas pueden volverse resistentes a cualquier método de control. En un ejemplo clásico de China, una mala hierba llamada hierba de corral evolucionó durante siglos para parecerse al arroz y eludir así la escarda manual.
Dado que las malas hierbas pueden evolucionar con relativa rapidez, los investigadores recomiendan una amplia diversidad de tácticas de control. La mezcla de dos herbicidas con distintos modos de acción puede funcionar a veces, aunque no es lo mejor para el medio ambiente ni para el bolsillo del agricultor, dice Tranel. La rotación de las plantas cultivadas ayuda, al igual que la instalación de cultivos de cobertura de invierno y, sobre todo, no utilizar el mismo herbicida de la misma forma todos los años.
Fundamentalmente, la solución es «no centrarse únicamente en los herbicidas para la gestión de las malas hierbas», afirma Micheal Owen, científico especializado en malas hierbas y profesor emérito de la Universidad Estatal de Iowa (EE UU). Y eso plantea un «problema muy, muy importante para el agricultor» y el estado actual de las explotaciones agrícolas estadounidenses, añade.
El tamaño de las explotaciones agrícolas se ha disparado en las dos últimas décadas, como consecuencia del éxodo rural, los costes laborales y la llegada de los productos químicos y los cultivos modificados genéticamente, que han permitido a los agricultores aplicar herbicidas rápidamente en grandes superficies para controlar las malas hierbas. Esto ha conducido a una simplificación en términos de diversidad de cultivos o prácticas de control de las malas hierbas que asusta. Y las malas hierbas se han adaptado.
Por un lado, es comprensible que los agricultores recurran a lo más barato para controlar las malas hierbas e ir tirando. Pero la resistencia es un problema a medio y largo plazo que choca con un sistema de ideas e incentivos a corto, según explica Katie Dentzman, socióloga rural de la Universidad Estatal de Iowa (EE UU).
Sus estudios han demostrado que los agricultores suelen estar informados y preocupados respecto de la resistencia a los herbicidas, pero se ven limitados por una serie de factores que les impiden afrontarla. Algunas explotaciones son demasiado grandes como para controlar las malas hierbas de forma económica sin fumigar de una sola vez, explican los agricultores; mientras que otras carecen de suficiente mano de obra, financiación o tiempo.
La agricultura necesita adoptar una diversidad de prácticas de control de las malas hierbas, afirma Owen. Pero es mucho más fácil decirlo que hacerlo.
"Tenemos una visión demasiado estrecha y nos centramos en los herbicidas como solución", afirma Steven Fennimore, científico especializado en malas hierbas de la Universidad de California en Davis, con sede en Salinas (California, EE UU).
Fennimore está especializado en hortalizas, para las que hay pocas opciones de herbicidas, y aún hay menos para los agricultores ecológicos. Por eso es necesario innovar. Fennimore ha desarrollado un prototipo que inyecta vapor en el suelo y mata las malas hierbas a pocos centímetros del punto de entrada. Ha demostrado una eficacia cercana al 90% y lo ha utilizado en campos de lechugas, zanahorias y cebollas. Pero no es precisamente rápido: se tardan dos o tres días en tratar un bloque de cuatro hectáreas.
Otros medios de control no químicos están ganando terreno en las hortalizas y otros cultivos de alto valor. Con el tiempo, si los aspectos económicos y logísticos lo permiten, podrían imponerse en los cultivos en hileras, es decir, aquellos que se siembran en hileras que pueden labrarse con maquinaria.
Una empresa llamada Carbon Robotics, por ejemplo, fabrica un sistema basado en inteligencia artificial llamado LaserWeeder que, como su nombre indica, utiliza rayos láser para eliminar las malas hierbas. Está diseñado para subir y bajar por las hileras de cultivo, reconocer las plantas no deseadas y fulminarlas con uno de sus 30 láseres. Según la empresa, los LaserWeeders ya funcionan en al menos 17 estados de EE UU.
También se puede electrocutar a las malas hierbas y en Estados Unidos y Europa se comercializan varios aparatos diseñados para ello. Un diseño típico consiste en utilizar una barra de cobre regulable en altura que dispara a las malas hierbas que toca. El inconveniente más obvio de este método es que las malas hierbas deben ser más altas que el cultivo. Cuando las malas hierbas alcanzan tal altura, probablemente ya han provocado un descenso de la producción.
Los destructores de semillas de malas hierbas son otra opción prometedora. Estos dispositivos, de uso común en Australia y que se están poniendo un poco de moda en lugares como el noroeste del Pacífico, trituran y matan las semillas de las malas hierbas mientras se cosecha el trigo.
Una empresa israelí llamada WeedOut ideó un sistema para irradiar y esterilizar el polen del amaranto palmer y luego liberarlo en los campos. De este modo, las plantas hembra reciben el polen estéril y no producen semillas viables.
"Estoy muy entusiasmado con este método, que permite reducir a largo plazo el banco de semillas y controlar estas malas hierbas sin tener que rociarlas con herbicidas", afirma Owen.
WeedOut está probando su método en campos de maíz, soja y remolacha azucarera de Estados Unidos y trabaja para obtener la aprobación de la EPA. Recientemente ha conseguido financiación por valor de 8 millones de dólares para ampliar sus actividades.
En general, es muy probable que los equipos impulsados por IA y la pulverización de precisión acaben reduciendo el uso de herbicidas, afirma Stephen Duke, que estudia los herbicidas en la Universidad de Mississippi (EE UU): "Con el tiempo, creo que la escarda robotizada y los equipos de pulverización controlados por IA tomarán el relevo". Pero espera que tarde un tiempo en llegar a cultivos como la soja y el maíz, ya que es económicamente difícil invertir mucho dinero en el cuidado de cultivos de "bajo valor" agronómico plantados en áreas tan extensas.
Un puñado de empresas emergentes están buscando nuevos tipos de herbicidas, basados en productos naturales que se encuentran en los hongos o que utilizan las plantas para competir entre sí. Pero ninguno de ellos promete estar pronto listo para el mercado.
Vuelta al campo
Algunas de las herramientas más eficaces para prevenir la resistencia no son precisamente de alta tecnología. Así se desprende de las presentaciones del Aurora Farm Field Day, organizado por la Universidad de Cornell al norte de su campus en Ithaca, Nueva York (EE UU).
Por ejemplo, una de las cosas más importantes que pueden hacer los agricultores para evitar la propagación de semillas de malas hierbas es limpiar sus cosechadoras después de la cosecha, especialmente si compran o utilizan equipos de otro estado, dice Lynn Sosnoskie, profesora adjunta y científica de malas hierbas en Cornell.
Se cree que las cosechadoras ya han introducido el amaranto de Palmer en el estado, según explica esta esppecialista, y ahora hay al menos cinco poblaciones en el estado de Nueva York.
Otro enfoque clásico es la rotación de cultivos: alternar cultivos con diferentes ciclos de vida, prácticas de gestión y patrones de crecimiento es un pilar de la agricultura, y ayuda a evitar que las malas hierbas se acostumbren a un sistema de cultivo. Otra opción es implantar un cultivo de cobertura invernal que ayude a evitar que las malas hierbas se establezcan.
"No vamos a resolver los problemas de las malas hierbas sólo con productos químicos", afirma Sosnoskie. "Esto significa que tenemos que empezar a aplicar estas prácticas sencillas".
Es especialmente importante insistir en este punto en lugares como el estado de Nueva York, donde el problema aún no es prioritario. Esto se debe, en parte, a que no está dominado por los monocultivos como el Medio Oeste y tiene una mayor diversidad de usos del suelo.
Pero no es inmune al problema. La resistencia ha llegado y amenaza con "estallar", dice Vipan Kumar, también experto en malas hierbas de Cornell.
"Tenemos que hacer todo lo posible para evitarlo", afirma Kumar. "Mi papel es educar a la gente de que esto se acerca, y tenemos que estar preparados".
Douglas Main es periodista y ex redactor y editor jefe de 'National Geographic'.