La misión Europa Clipper de la NASA viajará a una de las lunas más grandes de Júpiter para buscar pruebas de condiciones para la vida
Conocemos la existencia de Europa desde hace más de cuatro siglos, pero durante la mayor parte de ese tiempo, la cuarta luna más grande de Júpiter no era más que un puntito de luz en nuestros telescopios, una brillante y curiosa compañera del gigante residente del sistema solar. Sin embargo, en las últimas décadas, a medida que los astrónomos la han escrutado con telescopios y seis naves espaciales han volado cerca de ella, se ha ido perfilando una nueva imagen. Europa no se parece en nada a nuestra luna.
Las observaciones sugieren que su corazón es una bola de metal y roca rodeada por un vasto océano de agua salada que contiene más del doble de agua que la Tierra. Este inmenso océano está recubierto por un manto de hielo agrietado, liso pero fracturado, que parece abrirse de vez en cuando y arrojar chorros de agua a la fina atmósfera de esta luna.
Por estas razones, Europa ha cautivado a los científicos planetarios interesados en la geofísica de los mundos extraterrestres. Toda esa agua y energía —y los indicios de elementos esenciales para construir moléculas orgánicas— apuntan a otra posibilidad extraordinaria. En las profundidades de su océano, o tal vez agolpada en lagos subsuperficiales o bajo los respiraderos helados de la superficie, la gran y brillante luna de Júpiter podría albergar vida.
"Creemos que hay un océano allí, en todas partes", dice Bob Pappalardo, científico planetario del Laboratorio de Propulsión a Reacción (JPL, por sus siglas en inglés) de la NASA en Pasadena, California. "Esencialmente, en todos los lugares de la Tierra donde hay agua, hay vida. ¿Podría haber vida en Europa?".
Pappalardo ha estado al frente de los esfuerzos para enviar una nave a Europa durante más de dos décadas. Ahora, por fin, su esperanza se está haciendo realidad: a finales de este año, la NASA tiene previsto lanzar Europa Clipper, la mayor nave jamás diseñada para visitar otro planeta. Esta misión de 5.000 millones de dólares (unos 4.585 millones de euros), cuya llegada a Júpiter está prevista para 2030, pasará cuatro años analizando esta luna para determinar si puede albergar vida. Al cabo de dos años, se le unirá la misión Juice de la Agencia Espacial Europea, lanzada el año pasado y diseñada igualmente para buscar condiciones de habitabilidad, no solo en Europa, sino también en otras misteriosas lunas jovianas.
Ninguna de las dos misiones dará una respuesta definitiva a la cuestión de la vida extraterrestre. "A menos que tengamos mucha suerte, no podremos saber si hay vida allí, pero sí si se dan todas las condiciones para ello", afirma la geóloga planetaria Louise Prockter, del Laboratorio de Física Aplicada Johns Hopkins y coinvestigadora del equipo de la cámara Clipper.
"Esencialmente, en todos los lugares de la Tierra donde hay agua, hay vida. ¿Podría haber vida en Europa?"
Bob Pappalardo, científico planetario, Laboratorio de Propulsión a Reacción de la NASA
Lo que harán estas naves espaciales es acercarnos más que nunca a las respuestas, identificando las señales químicas, físicas y geológicas reveladoras de la habitabilidad, es decir, si un lugar es un entorno adecuado para que surja y prospere la vida.
La recompensa de confirmar estas señales en Europa sería enorme. No porque los humanos pudiéramos asentarnos en su superficie (es demasiado dura, escarpada, fría e irradiada para nuestros delicados cuerpos), sino porque podría justificar futuras exploraciones para aterrizar allí y buscar formas de vida extraterrestre. Encontrar algo, cualquier cosa, que viva en Europa sería una prueba fehaciente de que existe una vía alternativa por la que podría surgir la vida. Significaría que la vida en la Tierra no es excepcional. Sabríamos que tenemos vecinos cerca —incluso si son microbios, que sería la forma de vida más probable—, y eso haría muy probable que tuviéramos vecinos en otros lugares del cosmos.
"Con la perspectiva de vida, la perspectiva de vastos océanos al alcance de la mano, sencillamente tenemos que ir", afirma Nicholas Makris, director del Centro de Ingeniería Oceánica del MIT, que utiliza la acústica y otros métodos innovadores para observar y explorar grandes masas de agua. En su día dirigió un equipo de científicos que propuso una misión para llevar una nave espacial en Europa y utilizar ondas sonoras para explorar lo que hay bajo el hielo; aún alberga la esperanza de ver un módulo de aterrizaje ir allí algún día. "Hay que averiguarlo. Todo el mundo quiere saberlo", afirma. "No hay nadie que no quiera saberlo".
De un punto en el cielo a una luna dinámica
Mucho antes de convertirse en el destino cósmico del año, Europa desempeñó un papel fundamental en la transformación de nuestra comprensión del sistema solar. Comenzó con su descubrimiento, cuando una noche de enero de 1610, el astrónomo italiano Galileo Galilei fijó su occiale —un ingenioso telescopio casero— en Júpiter y observó tres puntitos brillantes cerca del costado del gigante gaseoso.
Galileo supuso que se trataba de una ilusión, que eran estrellas lejanas que solo parecían estar cerca. Pero a la noche siguiente, observó esas mismas tres estrellitas brillantes ahora al otro lado del planeta. Otras observaciones revelaron otra luz brillante que también vagaba cerca, pero que se negaba a abandonar Júpiter. En un breve tratado titulado Sidereus Nuncius (El mensajero sideral), publicado en marzo de 1610, Galileo informó de que había encontrado cuatro mundos en órbita alrededor de Júpiter, de forma similar a como Mercurio y Venus orbitan alrededor del Sol. (Los astrónomos siguen considerando Júpiter y sus satélites como una especie de minisistema solar). Galileo llamó a estos mundos I, II, III, etc., y se refirió a ellos como los "planetas Mediceos", aunque ahora se denominan "lunas galileanas". Su descubrimiento fue la primera vez que los científicos observaron directamente pequeños mundos orbitando algo que no fuera la Tierra o el Sol, lo que aportó pruebas sólidas al argumento, aún controvertido en aquella época, de que los planetas giraban alrededor del Sol y no al revés.
El honor de dar nombre a estas cuatro lunas correspondió al astrónomo alemán Simon Marius, quien afirmó (aunque no pudo demostrarlo) que las había descubierto unas semanas antes que Galileo. En 1614, a sugerencia de Johannes Kepler, Marius propuso llamar a las lunas Ío, Calisto, Europa y Ganímedes; en honor a cuatro "amores irregulares" perseguidos por Zeus (Júpiter) en la mitología antigua. Esos nombres tardaron 200 años en generalizarse, pero fueron sin duda una mejora. Si se hubiera mantenido el esquema de nombres de Galileo, ahora estaríamos leyendo sobre el "II Clipper", que no suena igual.
Estas lunas fueron sólo las primeras en ser descubiertas orbitando Júpiter. En diciembre de 2023, los astrónomos habían confirmado oficialmente la existencia de otras 91, y es probable que haya muchas más. Mientras que las cuatro primeras son redondas y siguen órbitas majestuosas y sencillas, los descubrimientos más recientes son más diversos. Algunos orbitan en enjambres erráticos o en sentido inverso; otros son asteroides capturados al pasar; otros son el resultado de colisiones. De hecho, hay tantos objetos alrededor de Júpiter que la Unión Astronómica Internacional ya no da nombre a los satélites jovianos a menos que se considere que tienen un valor científico significativo.
Cuanto más sabemos de Europa, más fascinante resulta. Durante siglos, fue poco más que una mancha que parecía moverse de un lado a otro de Júpiter. Sin embargo, a principios del siglo XX, los observadores de estrellas ya habían hecho estimaciones razonables del diámetro y la masa de Europa (revelando que era ligeramente más pequeña que Mercurio o la Luna de la Tierra, pero más grande que Plutón). También habían estudiado la luz que reflejaba su superficie y descubrieron que Europa era inesperadamente brillante. Si sustituyera a nuestra luna en el cielo nocturno, Europa sería un poco más pequeña, pero brillaría cinco veces más.
En la década de 1950, cuando los científicos empezaron a considerar los objetos lejanos no como brillantes curiosidades cósmicas, sino como mundos reales, cada uno con una historia y un origen distintos, empezaron a plantearse preguntas sobre su composición y formación. En el libro Los planetas, publicado en 1952, el astrónomo Harold Urey sugería que el hielo de agua era abundante en el Sistema Solar exterior porque los cuerpos que lo habitaban se formaron lejos del Sol y nunca se calentaron lo suficiente como para que su hielo se evaporara. En la década de 1960, astrónomos y astrofísicos empezaron a especular, basándose en parte en las primeras mediciones de su espectro infrarrojo, que la extraordinaria reflectancia de Europa se debía efectivamente a la presencia de hielo. Pero era difícil demostrarlo.
Stephen Ridgway, actual astrónomo del NOIRLab de la Fundación Nacional de Ciencias en Tucson (Arizona), oyó hablar por primera vez del problema de las lunas potencialmente heladas en el sistema solar exterior a principios de la década de 1970, cuando era estudiante de posgrado. Carl Pilcher, un investigador postdoctoral que había conocido en una conferencia, le habló de ello. "Pensamos que deberían tener hielo porque son frías y reflectantes, pero ¿es agua? ¿Es hielo de dióxido de carbono? ¿Es de otro tipo, o una mezcla?", recuerda Ridgway que le preguntó.
Resultó que Ridgway, que se describe a sí mismo como un manitas además de físico, estaba en condiciones de responder a esas preguntas. Utilizando un viejo truco matemático, ideó un innovador instrumento que podía captar el espectro de una fuente de luz lejana y lo utilizó durante sus observaciones nocturnas en un telescopio del Observatorio de Kitt Peak, en Arizona. Cada elemento y molécula absorbe y emite una determinadas longitudes de onda de energía, y los astrónomos pueden leer estos espectros como huellas dactilares que revelan la composición de los cuerpos cósmicos. Pilcher le propuso utilizar el instrumento para observar Europa.
Pensaron que se tardaría una semana en obtener un espectro útil de una de las lunas de Júpiter. "Fui y lo conseguí en una noche, quizá dos", recuerda Ridgway. Ridgway mostró los datos a Pilcher, que a su vez se los enseñó a su asesor, Tom McCord. Sus análisis, publicados en Science en diciembre de 1972, sugerían que el hielo de agua cubría al menos la mitad, y posiblemente toda, la superficie de Europa. (También confirmaron que las lunas jovianas Ganímedes y Calisto, ambas más grandes que Europa, también tenían hielo en su superficie).
En un artículo de 1980, los científicos informaron que Europa parecía “agrietada como una cáscara de huevo rota” y la compararon con una bola de billar blanca ensuciada por un rotulador.
Un año más tarde, la nave espacial Pioneer 10, lanzada en marzo de 1972, pasó lo suficientemente cerca de Europa como para tomar una foto. La imagen granulada fue lo suficientemente provocativa como para justificar el envío de la Pioneer 11 (que se lanzó en 1973) para que pasara por allí en su camino hacia Saturno y luego fuera del sistema solar.
Cuando Europa empezó a cobrar realmente protagonismo fue en 1979, después de que la nave espacial Voyager 2 pasara a toda velocidad por delante de la luna el 9 de julio (la Voyager 1 también pasó cerca de Europa, pero la Voyager 2 tenía mejores fotos). Las fotografías que la nave envió revelaban una superficie lisa y brillante, surcada por largas marcas lineales y crestas bajas que podrían ser grietas o acantilados. En un artículo publicado por la NASA en 1980 en el que se describía la observación, los científicos señalaban que Europa parecía "agrietada como una cáscara de huevo rota" y la comparaban con una bola de billar blanca manchada por un rotulador. En 1983, un artículo publicado en Nature avivó el interés por Europa al proponer que esas características eran compatibles con la presencia de agua líquida y con el moldeado regular de la superficie de forma parecida a como lo haría una especie de máquina pulidora de hielo natural.
La misión Galileo, lanzada en 1989 para estudiar la atmósfera de Júpiter y la composición de Europa y otras lunas, tuvo complicaciones: la antena principal de la nave no se extendió correctamente, lo que limitó en gran medida los datos que podían transmitirse a la Tierra; pero lo que sí llegó, después de que Galileo alcanzara el sistema en 1995, puso aún más de relieve las extraordinarias características de la luna y sigue llenando de energía a los científicos. "Tenemos muchos atisbos tentadores", afirma Prockter.
Entre otras cosas, el magnetómetro de Galileo reveló un campo magnético muy variable. El hielo es un mal conductor, pero el agua salada líquida no lo es, y las oscilaciones magnéticas de Europa apuntan a que algo se mueve bajo la superficie. Sus lecturas encajaban con la idea de un océano global empujado, arrastrado y calentado por las fuerzas de marea de Júpiter y sus lunas compañeras. También coincidían con las predicciones teóricas anteriores sobre la existencia de agua líquida a poca profundidad bajo la superficie de las lunas heladas. "Estamos bastante seguros de que hay un océano allí, pero existe la posibilidad de que sea algo realmente exótico que no entendemos", explica Prockter. La única forma de saberlo con certeza dice, es regresar allí.
Otras imágenes de Galileo confirmaron lo que las observaciones telescópicas venían sugiriendo desde hace tiempo: que Europa tiene un aspecto juvenil a pesar de su avanzada edad. Probablemente se formó al mismo tiempo que Júpiter y el resto del sistema solar, hace unos 4.500 millones de años, pero su superficie, datada por los cráteres más antiguos, tiene menos de 100 millones de años. "Es mucho tiempo para nosotros, los mortales, pero en términos geológicos, nació ayer. Es muy, muy joven", explica Prockter. Las grietas y hendiduras de Europa sugieren que las gigantescas placas de hielo de su superficie chocan, se separan, se empujan por debajo y por encima y se vuelven a congelar.
Cuanto más tiempo observaban los científicos Europa, más misterios surgían, como las preguntas en torno a esas omnipresentes crestas oscuras, a menudo en parejas, que salpican la superficie como un cuadro de Jackson Pollock. Los teóricos se han afanado en idear explicaciones. Tal vez se deban a volcanes de hielo o géiseres, o a grietas en las que el agua líquida de las lagunas subterráneas se eleva, se congela y se desmorona al cerrarse de nuevo la abertura. Tal vez sean el resultado de la subducción, que se produce en la Tierra en la tectónica de placas, cuando una gigantesca capa de hielo se desliza y se arruga bajo otra. "He perdido la cuenta del número de modelos diferentes para la formación de estos accidentes geográficos, pero realmente no sabemos cómo se forman", dice Prockter. "Parte de la razón es que la geología se basa en la geología terrestre, pero esto no es como la Tierra".
Una imagen particularmente llamativa de Europa, capturada en septiembre de 2022 por una cámara de la nave espacial Juno, que actualmente explora Júpiter, revela muchas de las características que están impulsando a los científicos a querer echar un vistazo más de cerca. Muestra el lado de Europa que siempre mira hacia Júpiter, bañado por la luz del sol. La superficie de la luna está cubierta de grietas, estrías y crestas donde puede surgir agua del océano que hay debajo o donde el material irradiado de la superficie puede hundirse más. También muestra "terrenos caóticos", zonas sorprendentemente desordenadas que sugieren que gigantescos trozos de hielo se han desprendido, desplazado y vuelto a congelar, algo que refuerza la hipótesis de una actividad geológica similar a la de las placas tectónicas en la Tierra.
Sin embargo, en su breve sobrevuelo de dos horas, Juno no pudo responder a las preguntas sobre cómo se formaron estos elementos ni confirmar la existencia de un océano interior. Para los científicos planetarios y los astrofísicos, los datos de Clipper pueden ayudar a completar los conocimientos que faltan. También llevará nuestra relación con Europa a un territorio nuevo e inexplorado.
Lo que sí hicieron todas esas misiones anteriores fue contribuir a generar entusiasmo por el plan de llegar a Europa, un plan que ha evolucionado drásticamente en los últimos 20 años. Al principio, los científicos querían orbitadores y módulos de aterrizaje, y la NASA y la ESA estaban trabajando en una misión conjunta con varias naves espaciales. Esos planes fracasaron, pero en 2013 —como resultado de la Encuesta Decadal de 2011, un informe que establece las prioridades de la exploración espacial para los próximos 10 años— la NASA aprobó un plan para enviar un orbitador. En 2015, la agencia ya había seleccionado los instrumentos a bordo. Independientemente, la ESA siguió adelante con su propia misión, con el objetivo más amplio de estudiar las lunas heladas de Júpiter.
"La misión Voyager transformó Europa de una luz en el cielo a un mundo geológico, y luego la misión Galileo hizo la transformación a un mundo oceánico. Esperemos que Clipper lleve la transformación a un mundo habitable", manifiesta Diana Blaney, geofísica del JPL que dirige el equipo de Clipper que se encarga de usar un espectrómetro de imágenes cartográficas para identificar moléculas en la superficie de Europa.
Volver a Europa
Los investigadores llevan mucho tiempo buscando indicios de habitabilidad en el sistema solar. Los módulos de aterrizaje y los vehículos exploradores de Marte han encontrado indicios de agua líquida, en su mayor parte desaparecida hace tiempo, y moléculas orgánicas, que contienen carbono, a menudo en cadenas o anillos. Los componentes básicos de los organismos biológicos (incluidos los ácidos nucleicos y las proteínas) contienen carbono, por lo que los científicos se emocionan cuando encuentran moléculas orgánicas. Su presencia podría indicar que es posible que se formen los precursores de la vida.
Pero no basta con que haya piezas prometedoras. Cualquier especie alienígena también tendría que encontrar la forma de crecer y sobrevivir. Tan lejos del sol, la fotosíntesis es probablemente imposible. Los organismos tendrían que alimentarse necesariamente de energía química, como hacen los microbios extremófilos que habitan en las fumarolas negras y los respiraderos hidrotermales del fondo marino y viven de los minerales y el metano.
La posibilidad de vida en Europa está a merced de la geofísica de esta luna, según afirma Lynnae Quick, geofísica planetaria del Centro Goddard de Vuelos Espaciales de la NASA. De hecho, afirma que no se puede tener una cosa sin la otra. Europa parece albergar los ingredientes necesarios para la vida. Pero los ingredientes por sí solos, como en la cocina, no se combinan espontáneamente de la forma adecuada. Tienen que intervenir otras fuerzas: la luna necesita desplazarse y comprimirse para generar calor y mezclar los minerales de su fondo marino con el agua salada y cualquier partícula irradiada que se filtre desde la superficie helada. "Necesitamos algo que remueva la olla, y creo que los procesos geofísicos se encargan de ello", afirma Quick, cuyo trabajo de posgrado sobre criovolcanismo en mundos extraterrestres la llevó a unirse a Clipper. Está especialmente entusiasmada con la posibilidad de encontrar bolsas de agua salada caliente, atrapadas justo debajo de la superficie, y que podrían ser moradas para la vida.
"Europa es mi cuerpo favorito del sistema solar", confiesa Quick. Pero señala que otros mundos oceánicos también ofrecen lugares prometedores para buscar señales de vida. Entre ellos se encuentra Encélado, una pequeña luna de Saturno que, como Europa, tiene una corteza helada con un océano debajo. Las imágenes de la misión Cassini en 2005 revelaron que los géiseres del polo sur de Encélado arrojan agua y moléculas orgánicas al espacio, alimentando el anillo más externo de Saturno.
Sin embargo, Europa es más grande que Encélado y es más probable que tenga una superficie cubierta de placas heladas que se mueven de forma similar a las placas tectónicas de la Tierra. Este tipo de actividad ayudaría a combinar los ingredientes para la vida. Ganímedes, otra luna joviana y la mayor del sistema solar, también es probable que tenga un océano líquido, pero intercalado entre dos capas de hielo; sin una interfaz entre el agua y los minerales, la vida es menos probable. Otros posibles lugares donde buscar son Titán, la mayor luna de Saturno, que también esconde probablemente un océano de agua líquida bajo una corteza de hielo. (Quick es también investigadora en Dragonfly, una misión para explorar Titán, cuyo lanzamiento está previsto para 2028).
Para buscar signos y señales de habitabilidad, Clipper utilizará nueve instrumentos primarios. Estos instrumentos tomarán imágenes de la superficie, buscarán penachos de agua, utilizarán un radar de penetración en el suelo para medir la capa de hielo y buscar el océano que hay debajo, y realizarán mediciones precisas del campo magnético.
La nave pasará lo suficientemente cerca de la Luna como para tomar muestras de su fina atmósfera y utilizará la espectrometría de masas para identificar las moléculas de los gases que encuentre. Otro instrumento permitirá a los científicos analizar el polvo de la superficie expulsado a la atmósfera por la colisión de meteoritos. Con un poco de suerte, podrán saber si ese polvo procede de abajo (del océano encerrado o de lagos subsuperficiales atrapados en el hielo) o de arriba, como fragmentos que migraron de los violentos volcanes de la cercana luna Io. Cualquiera de los dos escenarios sería interesante para los geólogos planetarios, pero si las moléculas fueran orgánicas y procedieran de abajo, ayudarían a construir el caso de que allí pudiera existir vida.
La misión Juice de la ESA cuenta con un conjunto similar de instrumentos, y los científicos de ambos equipos se reúnen periódicamente para planificar formas de explotar conjuntamente los datos cuando empiecen a llegar, dentro de cinco o seis años. "Esto es muy bueno para los científicos de la comunidad planetaria", afirma Lorenzo Bruzzone, ingeniero de telecomunicaciones de la Universidad de Trento que dirige el equipo de radares de la misión Juice. Hace tiempo que participa en los esfuerzos por llegar a Europa y al resto del sistema joviano.
Como Juice visitará las demás lunas oceánicas galileanas, explica Bruzzone, los datos de esa misión pueden combinarse con los de Clipper para generar una imagen más completa de los procesos geológicos y la habitabilidad potencial de todos los mundos oceánicos. "Podemos analizar las diferencias en la geología del subsuelo para comprender mejor la evolución del sistema de Júpiter", afirma. Esas diferencias pueden ayudar a explicar, por ejemplo, por qué tres de las lunas galileanas se formaron como mundos helados mientras que la cuarta, Io, se convirtió en un infierno volcánico.
La radiación de Júpiter puede interferir en todas las mediciones, convirtiendo una señal significativa en un amasijo de nieve digital, como la estática en una pantalla de televisión.
Para asegurarse de que esos instrumentos funcionen cuando lleguen allí, los ingenieros y diseñadores de ambas misiones han tenido que enfrentarse a una serie de retos. Muchos de ellos giran en torno a la energía: Europa recibe menos del 5% de luz solar que la Tierra. Clipper aborda el problema con paneles solares gigantescos, que alcanzarán los 30 metros cuando estén completamente extendidos. (Una propuesta anterior para una misión a Europa incluía baterías nucleares, pero esa idea era cara y finalmente se desechó).
Además, el campo magnético de Júpiter es más de 10.000 veces más potente que el de la Tierra, lo que acelera las partículas ya energéticas alrededor del planeta para crear un entorno de radiación intensa. La radiación tiene el potencial de interferir en todas las mediciones, convirtiendo una señal significativa en un amasijo de nieve digital, como la estática en una pantalla de televisión; y puede amenazar la integridad de los instrumentos.
Para ralentizar la acumulación de daños por radiación, Clipper no orbitará Europa cuando llegue a la Luna en 2030, sino que realizará unos 50 sobrevuelos a lo largo de cuatro años, acercándose y alejándose cada vez más del destructivo campo de radiación. En su punto más cercano, pasará a solo 16 millas (algo menos de 26 kilómetros) de la superficie. El nombre remite a los veleros rápidos del siglo XIX, pero también describe el viaje. La nave pasará por delante del mundo una y otra vez. En los intervalos, su distancia a Júpiter le permitirá transmitir datos a la Tierra.
Esas primeras transmisiones se habrán estado gestando durante generaciones, si no siglos. Algunas de las personas que sentaron las bases de la misión hace décadas ya han fallecido. Makris, del MIT, cuenta que cuando los científicos empezaron a debatir cómo llegar a Europa, Ron Greeley, geólogo planetario y asesor de la NASA que propuso y defendió ferozmente las misiones a la Luna, le dijo que los viajes espaciales abarcan generaciones: "Lo comparó con construir una catedral". Prockter señala que, para cuando lleguen los datos de Clipper, tendrá casi 60 años. "Habré pasado toda mi carrera en Clipper", afirma Prockter. Quick, a sus 39 años, es uno de los miembros más jóvenes del equipo científico.
Muchos de los científicos que participaron en Clipper, entre ellos Pappalardo, Prockter y Quick, ya están planeando cómo utilizar sus conocimientos en futuras misiones a otros mundos. Pero Europa es el más prometedor, al menos por el momento.
Pappalardo se emociona ante la perspectiva de encontrar en Europa un vecindario que pueda ser idóneo para la vida. "¿Y si encontramos un lugar que sea una especie de oasis, donde haya puntos calientes o cálidos que podamos detectar con una cámara térmica?", dice.
En última instancia, Pappalardo afirma que su esperanza es que Clipper encuentre pruebas suficientes para justificar el envío de un módulo de aterrizaje algún día. Las observaciones de la misión también podrían indicar a los científicos dónde aterrizar: "Ese sería un momento en el que diríamos 'bueno, realmente necesitamos ir y recoger algunas cosas de debajo de la superficie, mirarlas con un microscopio y ponerlas en un espectrómetro de masas'... y daríamos el siguiente paso, que es buscar vida".
Stephen Ornes es un escritor científico residente en Nashville, Tennessee.
Este artículo se ha actualizado para corregir un dato erróneo sobre la cantidad de luz solar que recibe Europa.