El protocolo de 1987 para acabar con los CFC no solo protegió la capa de ozono, también limitó el calentamiento global en 1 ˚C y demuestra que el enfoque de prohibir y regular a nivel mundial tiene un impacto directo en las prácticas corporativas. Es hora de seguir su ejemplo para frenar el calentamiento global
El mundo ya se unió para aprobar un tratado internacional que evitó un importante calentamiento global en este siglo, aunque ese no era su objetivo principal. En 1987, docenas de países adoptaron el Protocolo de Montreal (Canadá), acordando eliminar gradualmente el uso de clorofluorocarbonos (CFC) y otros químicos usados en refrigerantes, solventes y otros productos industriales que afectaban la capa de ozono que protege la Tierra.
Fue un logro histórico, el ejemplo más exitoso de países unidos frente a una compleja amenaza colectiva para el medioambiente. Tres décadas después, la capa de ozono atmosférico se está recuperando lentamente, protegiendo de los niveles adicionales de radiación ultravioleta que causan cáncer, daño ocular y otros problemas de salud.
Pero las virtudes de aquel acuerdo, finalmente ratificado por todos los países, son más amplias que su impacto en el agujero de ozono. Muchos de esos productos químicos también son potentes gases de efecto invernadero. Por eso, como un beneficio secundario importante, su reducción en las últimas tres décadas ya ha aliviado el calentamiento y podría reducir hasta 1 ˚C las temperaturas promedio en todo el mundo hasta 2050.
Un nuevo estudio publicado en Nature destaca otra ventaja crucial, aunque inadvertida: la reducción del estrés que la radiación ultravioleta del Sol ejerce en las plantas, inhibiendo la fotosíntesis y ralentizando su crecimiento. El Protocolo de Montreal evitó "un colapso catastrófico de los bosques y tierras de cultivo" que habría agregado cientos de miles de millones de toneladas de carbono a la atmósfera, afirmó en un correo electrónico la profesora principal de ciencias climáticas de la Universidad de Exeter (Reino Unido) y coautora del artículo, Anna Harper.
El estudio, publicado en Nature la semana pasada, revela que, si la producción de sustancias que afectan la capa de ozono hubiera seguido aumentando un 3 % cada año, la radiación ultravioleta adicional habría reducido el crecimiento de árboles, pastos, helechos, flores y cultivos en todo el mundo.
Las plantas absorberían menos dióxido de carbono, liberando hasta 645.000 millones de toneladas de carbono de la tierra a la atmósfera en este siglo. Eso fomentaría el calentamiento global hasta 1 ˚C más durante el mismo período. También tendría efectos devastadores en los rendimientos agrícolas y el suministro de alimentos en todo el mundo.
Los investigadores encontraron que el impacto del aumento de los niveles de los CFC en las plantas, sumado a su efecto de calentamiento directo en la atmósfera, podría haber elevado las temperaturas alrededor de 2,5 ˚C más en este siglo. Todo eso se añadiría a las ya terribles proyecciones de calentamiento para 2100.
"Aunque originalmente fue ideado como protección del ozono, el Protocolo de Montreal ha sido un acuerdo climático muy exitoso", resalta el científico climático de la Universidad de Lancaster (Reino Unido) y otro autor del artículo Paul Young.
Todo eso plantea una pregunta: ¿Por qué el mundo no puede elaborar un tratado internacional igualmente agresivo y eficaz diseñado explícitamente para abordar el cambio climático? Algunos investigadores piensan que hay lecciones cruciales, pero en gran medida desatendidas, del éxito del Protocolo de Montreal, que se están volviendo relevantes de nuevo a medida que el calentamiento global se acelera y la próxima conferencia climática de la ONU se acerca.
Una nueva mirada
A estas alturas, el planeta continuará calentándose durante las próximas décadas, pase lo que pase, según advirtió el alarmante informe climático de la ONU a principios de agosto. Pero cuánto empeorará aún depende en gran medida de la intensidad con la que el mundo reduzca la contaminación climática en las próximas décadas.
Hasta la fecha, los países no han logrado, ni a través del Protocolo de Kioto (Japón) ni con el Acuerdo del Clima de París (Francia), acordar unos compromisos suficientemente ambiciosos y vinculantes para eliminar gradualmente las emisiones de gases de efecto invernadero. A principios de noviembre se reunirán en la próxima conferencia de la ONU en Glasgow (Reino Unido), con el objetivo explícito de intensificar esos objetivos en virtud del Acuerdo de París.
Los investigadores han escrito artículos extensos y libros completos que analizan las lecciones del Protocolo de Montreal y los puntos en común y las diferencias entre los esfuerzos respectivos sobre los CFC y los gases de efecto invernadero. Una opinión común es que su relevancia es limitada. Los CFC eran un problema mucho más sencillo de resolver porque los producía un solo sector, principalmente algunas grandes empresas como DuPont, y se utilizaban en un reducido conjunto de aplicaciones.
Por otro lado, casi todos los componentes de todos los sectores de cada nación producen gases de efecto invernadero. Los combustibles fósiles son la fuente de energía que impulsa la economía global, y la mayoría de nuestras máquinas e infraestructura física están diseñadas en torno a ellos.
Pero el profesor de derecho ambiental de la Universidad de California en Los Ángeles (EE. UU.) Edward Parson cree que es hora de analizar de forma diferente las lecciones del Protocolo de Montreal.
El motivo es que a medida que los peligros del cambio climático se vuelven más evidentes y atroces, cada vez más países insisten en unas reglas más estrictas, y las empresas se acercan cada vez más a la situación parecida a la de las empresas como DuPont: pasar de cuestionar firmemente los hallazgos científicos a aceptar a regañadientes que las nuevas reglas eran inevitables, por lo que era mejor averiguar cómo operar con ellas y beneficiarse de las mismas.
En otras palabras, estamos llegando a un punto en el que la promulgación de normas más prescriptivas podría ser factible, por lo que resulta crucial aprovechar la oportunidad para diseñar las más efectivas.
Reglas estrictas para todos
Parson es autor de Protecting the Ozone Layer: Science and Strategy, un profundo análisis del Protocolo de Montreal publicado en 2003, en el que destaca que la eliminación gradual de los compuestos que afectan la capa de ozono fue un problema más complejo de lo que a menudo se cree, porque una fracción considerable de la economía mundial dependía de ellos de una forma u otra.
Añade que uno de los malentendidos más comunes sobre el acuerdo es la noción de que la industria ya había desarrollado productos alternativos comercialmente comparables y, por lo tanto, estaba más dispuesta a aceptar el acuerdo al final.
Pero eso no es cierto, el desarrollo de alternativas ocurrió después de que las regulaciones entraran en vigor. La rápida innovación continuaba a medida que las normas se endurecían y la industria, los expertos y los organismos técnicos determinaban cuánto progreso se podía lograr y con qué rapidez. Eso produjo cada vez más y mejores alternativas "como una repetida reacción positiva", asegura Parson.
Sin duda, la perspectiva de unos nuevos y lucrativos mercados también ayudó. "La decisión de DuPoint de respaldar la prohibición de los CFC se basó en la creencia de que podría obtener una significativa ventaja competitiva a través de la venta de nuevos sustitutos químicos debido a su consolidada capacidad de investigación y desarrollo para crear productos químicos, su (limitado) progreso ya conseguido en el desarrollo de sustitutos y la posibilidad de mayores ganancias con la venta de nuevas especialidades químicas", escribieron los investigadores del MIT en un análisis a finales de la década de 1990.
Todo esto sugiere que el mundo no debería esperar a que se produzcan innovaciones para que sea más barato y fácil abordar el cambio climático. Los países deben implementar normas que reduzcan cada vez más las emisiones y obligar a las industrias a encontrar formas más limpias de generar energía, cultivar alimentos, crear productos y trasladar las cosas y personas por todo el mundo.
Otra lección es la adopción de normas sectoriales para obligar a todas las empresas de todos los países a respetar las mismas normativas, evitando el llamado problema del polizón. Esto podría ser clave especialmente para las empresas de altas emisiones con una dura competencia internacional. Para el acero, el cemento y otros sectores industriales, el desarrollo y el cambio a nuevos productos casi inevitablemente incrementarán los costes al principio.
Aun así, Parson señala que las comparaciones tienen un límite. El sector del petróleo y del gas no está en la misma posición que DuPont, capaz de rediseñar productos sustitutos y mantener en gran medida intactos sus negocios y mercados.
El sector de los combustibles fósiles evidentemente argumenta que puede seguir operando de manera respetuosa con el clima, hablando de medios para capturar las emisiones de las centrales eléctricas, equilibrar la contaminación a través de los proyectos de reforestación y otros tipos de compensaciones, o absorber el carbono de la atmósfera.
Pero, como muestran continuamente estudios y artículos, resulta difícil garantizar que las empresas hagan estas cosas de manera fiable, verificable, duradera y creíble. Es probable que esas tensiones continúen complicando los esfuerzos internacionales para promulgar las firmes reglas que necesitamos y garantizar el obligatorio progreso en este campo.
No obstante, el Protocolo de Montreal es un buen recordatorio de que las normas internacionales que regulan el comportamiento global de las empresas y sus productos sí que funcionan, si se aplican de forma estricta y coherente. Las empresas se adaptarán para sobrevivir e incluso para prosperar.