Como la mayoría de los 'millenials', retrasé la llegada de mi primer hijo a la espera del momento perfecto, sin saber que el coronavirus venía para romper aún más la promesa capitalista que dice que si los miembros de una generación trabajan duro podrán dar a sus hijos una vida mejor que la suya
La mañana en la que nació mi primer hijo, lo único en lo que yo podía pensar era en la muerte. Era la semana previa al Día de Acción de Gracias. Mi marido y yo nos acurrucamos con nuestro recién nacido en California (EE. UU) y empezamos a escuchar noticias que advertían de que los hospitales, como en el que estábamos nosotros, estaban a punto de verse saturados por pacientes de coronavirus (COVID-19)
Me enteré de que estaba embarazada en marzo, solo una semana antes de que California emitiera su primera orden de confinamiento para frenar la propagación del coronavirus. El negocio de mi marido se cerró indefinidamente. Perdí mi trabajo como reportera climático unos meses después, justo antes de la peor temporada de incendios de la historia de nuestro estado. Nuestro mundo estaba sumido en una crisis al mismo tiempo que nuestras vidas cambiaban felizmente.
Habíamos esperado años a encontrar el momento perfecto para tener un bebé: tener un hogar estable, ingresos y atención médica. Como otros millennials, lo pospusimos mucho más que nuestros padres.
Las palancas que han motivado este cambio social parecen tener que ver más con la necesidad que con la elección. Nos graduamos en la Gran Recesión, agobiados por deudas y recompensados con salarios estancados, y soportamos el crecimiento económico más lento al que se haya enfrentado cualquier generación en la historia de Estados Unidos. Los millennials controlamos menos del 6 % de la riqueza estadounidense. A la misma edad, los baby boomers controlaban más del 20 %.
La promesa capitalista estadounidense, esa que dice que los miembros de cada generación pueden trabajar duro y esperar dar a sus hijos una vida mejor que la suya, se rompió. El progreso se había detenido con nuestra generación. Y debido, al menos en parte, a estas cargas económicas, millones de millennials menos están trayendo hijos al mundo, y los que sí lo hacen, se esperan mucho más.
Casi un año después de esta pandemia, la crisis de los bebés no ha hecho más que empeorar. Las tensiones psicológicas y económicas de la pandemia parecen estar empujando a las familias en la otra dirección, ya que los jóvenes han sido los más afectados por una economía cerrada. En una encuesta de la empresa Modern Fertility, el 30 % de los encuestados afirmó que sus decisiones de planificación familiar estaban cambiando debido al coronavirus. De ellos, aproximadamente las tres cuartas partes dijeron que retrasarían tener hijos, o reconsiderarían tenerlos en absoluto.
La Brookings Institution pronostica que la pandemia podría recudir los nacimientos entre 300.000 y 500.000 en 2021, una caída del 10 % o más. Lo que no está tan claro es si esta caída refleja la ansiedad de los futuros padres con dificultades, sus preocupaciones por las perspectivas futuras de sus hijos potenciales, o ambas cosas.
La promesa capitalista estadounidense, esa que dice que los miembros de cada generación pueden trabajar duro y esperar dar a sus hijos una vida mejor que la suya, se rompió.
La crisis de los bebés COVID-19 sin duda deprimirá aún más las tasas de natalidad. Y ahora mismo, la de EE. UU. ya es la más baja en más de las tres últimas décadas. Y según muchas medidas tradicionales de progreso, una tasa de natalidad descendente es un indicador de fracaso.
El nuestro fue uno de los últimos bebés concebidos en la esperanzadora ingenuidad de principios de 2020, antes de que descubriéramos la específica devastación que se avecinaba. Pero tras pasar años informando sobre el colapso de los ecosistemas a manos del hombre, pude sentir parte de lo que me esperaba.
Año tras año, he visto a mis vecinos de California quemados fuera de sus hogares por incendios forestales cada vez más grandes y rápidos, y los he visto reconstruir sus casas en esos mismos lugares. Incluso ante el caos, nuestra de voluntad de cambio colectiva parece cuestionable.
Muchos de mis compañeros han decidido no traer más vidas a este mundo para evitar que hereden el lío en el que estamos metidos, y no puedo decir que estén equivocados. Elegir tener hijos es un acto intrínsecamente optimista, ya sea porque uno mantiene la esperanza en el mundo o porque, habiéndose comprometido con el cuidado de parte de una nueva generación, uno debe encontrar algo de optimismo.
La mañana en la que nació mi primer hijo, pensé que si había un momento perfecto para tener un bebé, no era ese. Pensé en las futuras pandemias que sufriría, junto con los incendios y las crisis económicas. Aún así, de alguna manera, estoy segura de que prosperará. La tarea que tiene por delante, junto con todos los demás bebés pandémicos, será redefinir el progreso en una época de crisis, como la que marcó sus primeros días de vida.