La optogenética permite cambiar la activación de las neuronas a través de una fuente lumínica
La rama de la neurociencia del comportamiento que se podría bautizar como "haz el amor y no la guerra" empezó tomar forma hace unos años en California (EEUU) (¿dónde si no?) cuando los investigadores del laboratorio de David J. Anderson en el Instituto Tecnológico de California (Caltech) decidieron enfrentarse a la biología de la agresión. Iniciaron su línea de investigación instaurando la versión para roedores del club de la lucha, provocando a ratones macho para que se enfrentasen a machos rivales y, mediante una concienzuda labor detectivesca a nivel molecular, encontrando un ramillete de células del hipotálamo que se activan cuando los ratones empiezan a pelear.
El hipotálamo es una pequeña estructura de las profundidades del cerebro que, entre otras funciones, coordina el input sensorial -la apariencia de un rival, por ejemplo- con respuestas en forma de comportamiento instintivo. En la década de 1920, Walter Hess, de la Universidad de Zurich (Suiza), quien ganaría un premio Nobel en 1949, había demostrado que pinchando un electrodo en el cerebro de un gato y estimulando determinadas regiones del hipotálamo, se podía transformar a un plácido felino en una fiera peluda. Surgieron varias hipótesis interesantes que intentaban explicar por qué y cómo sucedía esto, pero no había forma de probarlas. Al igual que muchas otras preguntas fundamentales en la ciencia del cerebro, el misterio de la agresión no se desveló a lo largo del último siglo, sino que se dio de bruces con los obstáculos empíricos habituales. Teníamos buenas preguntas, pero no teníamos la tecnología para conseguir respuestas.
Ya en 2010 el laboratorio de Anderson en Caltech había empezado a distinguir los mecanismos y circuitos neuronales subyacentes en la agresión en sus belicosos ratones. Armados con una serie de nuevas tecnologías que les permitían centrarse en agrupaciones individuales de células dentro de las regiones del cerebro, los investigadores tropezaron con un descubrimiento anatómico sorprendente: la diminuta parte del hipotálamo que parecía relacionada con el comportamiento agresivo estaba entrelazada con la parte asociada al impulso de aparearse. Ese pequeño ducado de células cuyo nombre técnico es hipotálamo ventromedial, resultó ser una reunión de aproximadamente 5.000 neuronas, todas unidas, algunas aparentemente relacionadas con la cópula y otras con la lucha.
"No existe una única neurona genérica", explica Anderson, quien calcula que puede haber hasta 10.000 clases distintas de neuronas en el cerebro. Incluso las zonas más diminutas del cerebro contienen una mezcla de clases, afirma y "en muchas ocasiones estas neuronas influyen en el comportamiento en direcciones aparentemente opuestas". En el caso del hipotálamo, algunas neuronas parecen estar más activas durante el comportamiento agresivo, algunas durante el apareamiento y una pequeña subserie (un 20%) tanto en la pelea como en la cópula.
Este era un descubrimiento provocador, pero también una reliquia de la neurociencia antigua. La actividad neuronal no equivale a la causa del comportamiento, sólo es una correlación. ¿Cómo podrían saber con certeza qué causaba el comportamiento? ¿Podrían provocar a un ratón para que pelease simplemente activando unas pocas células del hipotálamo?
Hace una década esto hubiera sido imposible en términos técnicos. Pero en los últimos 10 años la neurociencia ha sufrido una transformación debido a la aparición de una sorprendente tecnología llamada optogenética, inventada por científicos de la Universidad de Stanford (EEUU) y descrita por primera vez en 2005. Gracias a la optogenética, los investigadores de Caltech introdujeron un gen modificado sensible a la luz en células específicas de lugares concretos del cerebro de un ratón macho vivaracho, enérgico y a veces acaramelado. Usando un hilo de fibra óptica del grosor de un cabello insertado en el cerebro vivo, pudieron apagar y encender las neuronas del hipotálamo gracias a un haz de luz.
Anderson y sus compañeros usaron la optogenética para producir un vídeo en el que se dramatizan las tensiones amor-odio latentes en los roedores. Este muestra a un ratón macho haciendo algo natural, aparearse con una hembra, hasta que los investigadores de Caltech encienden la luz, momento en el cual el libertino roedor se vuelve loco. Al encender la luz se puede inducir el ataque, incluso de un ratón macho tranquilo, contra cualquier objetivo que tenga cerca: su pareja reproductora, otro ratón macho, un macho castrado (que habitualmente no se percibe como una amenaza) o, más improbable, un guante de goma que se deje caer en la jaula.
"Activar estas neuronas mediante técnicas de optogenética basta para despertar un comportamiento agresivo no sólo hacia objetivos apropiados como otro ratón macho, sino también hacia objetivos inapropiados, como hembras e incluso objetos inanimados", explica Anderson. Al contrario, con apagar la luz los investigadores pueden inhibir estas neuronas en medio de una pelea y "se puede detener una pelea instantáneamente".
Es más, las investigaciones sugieren que hacer el amor supera a la guerra en los cálculos del comportamiento: cuanto más cerca estaba el ratón de consumar el acto reproductivo, más resistente (o ajeno) era a los pulsos de luz que habitualmente disparaban la agresión. En un artículo publicado en Biological Psychiatry titulado “Optogenética, sexo y violencia en el cerebro: implicaciones psiquiátricas" (Optogenetics, Sex, and Violence in the Brain: Implications for Psychiatry), Anderson señala: "quizá el imperativo de hacer el amor y no la guerra está grabado en nuestro sistema nervioso mucho más aún de lo que creíamos". Podemos ser tanto amantes como guerreros, y existe una distancia neurológica mínima entre ambos impulsos.
La optogenética y otras nuevas técnicas sirven para que los científicos puedan empezar a diseccionar la función de miles de tipos distintos de neuronas entre las aproximadamente 86.000 que hay en el cerebro humano.
Nadie sugiere que estemos a punto de poder instalar interruptores del circuito neuronal para controlar el comportamiento agresivo, pero, como señala Anderson, la investigación pone de relieve la cuestión más importante de cómo una nueva tecnología puede reinventar la investigación científica del cerebro. "La capacidad de la optogenética de convertir un campo de la ciencia basado principalmente en la correlación en uno en el que se pueden probar los efectos causales, es transformador", afirma.
Lo radical de la técnica reside en que permite a los científicos perturbar una célula o una red de células con una precisión exquisita, la clave para poder dibujar los circuitos que afectan a distintos tipos de comportamientos. Mientras que tecnologías más antiguas como la toma de imágenes permiten a los investigadores observar el cerebro en acción, la optogenética les permite influir en esa acción, modificando partes específicas del cerebro en momentos específicos para ver qué pasa.
Y la optogenética no es más que una de entre una serie de nuevas herramientas revolucionarias que probablemente tengan un papel estelar en lo que parece ser la edad de oro de la neurociencia. Iniciativas de peso tanto en Estados Unidos como en Europa aspiran a comprender cómo el cerebro humano, ese embrollo de neuronas, tejido conectivo y circuitos de kilo y medio ha dado lugar a todo desde el pensamiento abstracto hasta el procesado básico de sensaciones, pasando por emociones como la agresión. La consciencia, el libre albedrío, la memoria, el aprendizaje, todo esto está sobre la mesa ahora que los investigadores cuentan con herramientas para investigar cómo el cerebro logra sus aparentemente misteriosos efectos.
Conexiones
Hace más de 2.000 años Hipócrates señaló que si quieres comprender la mente, tienes que empezar por estudiar el cerebro. En los dos últimos milenios no ha pasado nada para que cambie ese imperativo, salvo la aparición de las herramientas que la neurociencia aplica a la tarea.
La historia de la neurociencia, igual que la propia historia de la ciencia, suele ser una historia de nuevos dispositivos y nuevas tecnologías. El primer electrodo accidental de Luigi Galvani, que provocó la contracción del músculo de una rana, ha inspirado todas las sondas eléctricas posteriores, desde el estimulador de gatos de Walter Hess hasta el actual uso terapéutico de la estimulación del cerebro profundo para tratar el parkinson (unas 30.000 personas en el mundo cuentan ya con electrodos implantados en el cerebro para tratar esta enfermedad). La fijación de membranas permitió a los neuroanatomistas observar el flujo de iones en una neurona cuando se prepara para dispararse. Y Paul Lauterbur no tenía ni idea, cuando aplicó un fuerte campo magnético a una triste y solitaria almeja en su laboratorio de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook a principios de la década de 1970, de que él y sus compañeros estaban estableciendo las bases de las máquinas de imágenes por resonancia magnética (IRM) que han servido para revelar el paisaje interno y la actividad de un cerebro vivo.
Pero lo que realmente ha revolucionado la neurociencia han sido los avances en las herramientas de genética y genómica de los últimos años. Esos avances han permitido las manipulaciones genéticas fundamentales para la optogenética. Métodos de edición del genoma aún más recientes se pueden usar para alterar con precisión la genética de las células vivas en el laboratorio. Junto con la optogenética, estas herramientas significan que los científicos pueden empezar a fijar con precisión las funciones de los miles de tipos distintos de células nerviosas entre las aproximadamente 86.000 millones que contiene el cerebro humano.
Nada mide mejor el valor de una nueva tecnología que la cantidad de científicos que corren a adoptarla y usarla para reclamar nuevos territorios científicos. Como dice el científico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT por sus siglas en inglés) que ayudó a desarrollar la optogenética, Edward Boyden, "Cuando sale una nueva tecnología suele haber una fiebre por hacerse con las tierras vírgenes".
Y mientras los investigadores se hacen con estas oportunidades en la genómica y la optogenética, aparecen nuevos avances en escena. Un nuevo tratamiento químico permite ver las fibras nerviosas directamente en los cerebros de mamíferos; microelectrodos robóticos pueden espiar (y perturbar) a células aisladas en animales vivos; y técnicas de imagen más sofisticadas permiten a los investigadores emparejar células nerviosas con las fibras en finas secciones de cerebros para crear un mapa tridimensional de las conexiones. Usando estas herramientas en su conjunto para lograr la comprensión de la actividad cerebral, los científicos esperan hacerse con las piezas de caza mayor del juego cognitivo: la memoria, la toma de decisiones, la consciencia, las enfermedades psiquiátricas como la ansiedad y la depresión y, sí, el sexo y la violencia.
En enero de 2013 la Comisión Europea invirtió mil millones de euros en el lanzamiento de su Proyecto Cerebro Humano, una iniciativa a desarrollar en diez años para crear un mapa con todas las conexiones del cerebro. Varios meses después, en abril de 2013, la administración de Obama anunció una iniciativa llamada Investigación Cerebral mediante Neurotecnologías Innovadoras (o BRAIN por sus siglas en inglés), que se espera inyecte hasta mil millones de dólares en el campo (unos 730 millones de euros) en una primera fase principalmente para financiar el desarrollo de nuevas tecnologías. Después tenemos el Proyecto Conectoma Humano, cuyo objetivo es usar imágenes de microscopio electrónico de secuencias de láminas de tejido cerebral para hacer un mapa de las células nerviosas y sus conexiones en tres dimensiones. Hay otras iniciativas de conectoma y mapas cerebrales en marcha en el Instituto Médico Howard Hughes de Virginia y el Instituto Allen de Ciencia Cerebral de Seattle (ambos en EEUU). Todas ellas forman parte de un gran esfuerzo global financiado con dinero público y privado para crear una representación completa del cerebro humano, desde el nivel de los genes y las células hasta el de las conexiones y los circuitos.
En diciembre del año pasado, como primer paso de la iniciativa BRAIN, los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos abrieron la puerta a propuestas para proyectos por un valor de 40 millones de dólares (unos 30 millones de euros) para el desarrollo de tecnologías en neurociencia. "¿Por qué insiste tanto la iniciativa BRAIN en la tecnología?", se pregunta la neurocientífica de la Universidad Rockefeller (EEUU( que codirige el proceso de planificación del proyecto, Cornelia Bargmann. "El verdadero objetivo es comprender cómo funciona el cerebro a muchos niveles, en el espacio y el tiempo, para muchas neuronas distintas, todo a la vez. Y si aún no hemos podido comprenderlo ha sido debido a las limitaciones impuestas por la tecnología".
Espionaje
La optogenética se originó en el año 2000, en una charla nocturna en la Universidad de Stanford. Allí, los neurocientíficos Karl Deisseroth y Edward Boyden empezaron a lanzar ideas sobre formas de identificar y, en última instancia, manipular la actividad de circuitos cerebrales específicos. Deisseroth, que tenía un doctorado en neurociencia por la Universidad de Stanford quería comprender (y algún día tratar) el sufrimiento mental que acosa a la humanidad desde la era de Hipócrates, sobre todo la ansiedad y la depresión. Boyden, que estaba haciendo trabajo doctoral sobre las funciones cerebrales, tenía una curiosidad omnívora por la neurotecnología. Al principio soñaba con implantar diminutas cuentas magnéticas como forma de manipular las funciones cerebrales en animales vivos intactos. Pero en algún punto de los siguientes cinco años se encendió otro tipo de bombilla.
Desde la década de 1970 los microbiólogos habían estado estudiando una clase de moléculas sensibles a la luz conocidas como rodopsinas, que se habían identificado en organismos sencillos como las bacterias, los hongos y las algas. Estas proteínas actúan como porteros de la membrana celular; cuando detectan una longitud de onda de luz concreta, bien dejan entrar iones en una célula o los dejan salir. Este intercambio de iones imita el proceso de disparo de una neurona: la carga eléctrica dentro de la célula nerviosa se crece hasta que la célula desata un impulso de actividad eléctrica que fluye a lo largo de su fibra (o axón) a las sinapsis, donde el mensaje se pasa a la siguiente célula de la vía. Los científicos especulaban con que si se pudiera introducir el gen productor de una proteína sensible a la luz en una neurona y después se aplicara luz a la célula, podrías hacer que se disparase. En breve, podrías encender y apagar neuronas específicas de un animal consciente mediante un estallido de luz.
En 2004 Deisseroth logró insertar el gen de una molécula sensible a la luz de un alga en la neurona de un mamífero en una placa petri. A continuación Deisseroth y Boyden demostraron que la luz azul podía inducir que las neuronas se disparasen. Más o menos en esta época, un estudiante de doctorado llamado Feng Zhang se unió al laboratorio de Deisseroth. Zhang, que había tenía una pericia precoz en técnicas de biología molecular y terapia genética de su etapa de estudiante de instituto en Des Moines, Iowa (EEUU), demostró que el gen para la proteína deseada se podía introducir en las neuronas por medio de virus modificados genéticamente. De nuevo, usando pulsos de luz azul, el equipo de Stanford demostró que podía encender y apagar los pulsos eléctricos en células nerviosas de mamíferos modificadas mediante virus. En un artículo seminal que apareció en Nature Neuroscience en 2005 (después, según Boyden, de que lo rechazara la revista Science), Deisseroth, Zhang y Boyden describían la técnica. (Aún pasaría un año más antes de que alguien lo llamara "optogenética").
Los neurocientíficos comprendieron inmediatamente el poder de la técnica de insertar genes sensibles a la luz en animales vivos. Investigadores del propio laboratorio de Deisseroth la usaron para identificar nuevas vías para controlar la ansiedad en ratones, y tanto el equipo de Deisseroth como sus colaboradores en el Hospital Mount Sinai de Nueva York (EEUU) la usaron para activar y desactivar la depresión en ratas y ratones. Y el laboratorio de Susumu Tonegawa del MIT ha usado la optogenética hace poco para crear recuerdos falsos en animales de laboratorio.
Cuando visité el despacho de Boyden en el Media Lab del MIT en diciembre del año pasado, el científico sacó sus artículos preferidos sobre la optogenética de última hornada. Hablando y tecleando a un ritmo desenfrenado, Boyden describió las tecnologías de segunda generación que ya se están desarrollando. Una implica espiar células nerviosas únicas en animales anestesiados y conscientes para poder ver "lo que se agita bajo el mar de actividad" de una neurona cuando un animal está inconsciente. Boyden afirmó que "literalmente revela lo que significa tener pensamientos, consciencia y sentimientos".
El grupo de Boyden acababa de despachar un artículo informando de un nuevo truco en optogenética: distintas vías neuronales independientes se pueden perturbar simultáneamente con longitudes de onda de luz azul y roja. La técnica tiene el potencial para demostrar cómo interactúan y se influyen mutuamente distintos circuitos. Su grupo también está trabajando en sondas de registro y microscopios "absurdamente densos" que aspiran a capturar la actividad de todo el cerebro. Estas ambiciones no son modestas. "¿Se pueden grabar todas las células del cerebro?", se pregunta, "¿y poder observar la aparición de pensamientos o decisiones u otros fenómenos complejos según pasas del sitio de la sensación al de la emoción, al de la decisión, al de la acción?"
A unas manzanas de allí, Feng Zhan, quien ahora es profesor adjunto del MIT y miembro del claustro del Instituto Broad, hace una lista con las preguntas eternas de la neurociencia a las que ahora se podría intentar dar respuesta con las nuevas tecnologías. "¿Se puede actualizar la memoria y aumentar su capacidad?", se pregunta. "¿Cómo se codifican genéticamente los circuitos neuronales? ¿Cómo se pueden reprogramar las instrucciones genéticas? ¿Cómo se arreglan las mutaciones genéticas que producen fallos en las conexiones u otros errores de funcionamiento del sistema neuronal? ¿Cómo rejuveneces un cerebro viejo?".
Además de ayudar a inventar la optogenética, Zhang ha tenido un papel fundamental en el desarrollo de una técnica llamada CRISPR (ver "TR10: Edición genómica"). Esta tecnología perite a los científicos escoger un único gen -en una neurona, por ejemplo- y bien borrarlo, bien modificarlo. Si este se codifica para que incluya una mutación de la que se sabe o se sospecha que produce desórdenes cerebrales, los científicos pueden estudiar la progresión de esos desórdenes en animales de laboratorio. Además, los investigadores pueden usar CRISPR en el laboratorio para alterar células madre que después se pueden convertir en neuronas y observar los efectos.
Transparencia
De vuelta en Stanford, cuando no está viendo a pacientes con desórdenes del espectro del autismo o con depresión en la clínica, Deisseroth continúa inventando herramientas que él y otros puedan usar para estudiar estas enfermedades. El verano pasado su laboratorio informó de una nueva forma para que los científicos puedan ver los cables de fibras nerviosas conocidas como "materia blanca" que conectan distintos recintos del cerebro. La técnica, llamada Clarity, primero inmoviliza las biomoléculas como la proteína y el ADN en una red parecida al plástico que retiene la integridad física del cerebro post mortem. Entonces los investigadores lavan la red con una especie de detergente que disuelve toda la grasa del tejido cerebral, que habitualmente bloquea la luz. El cerebro se vuelve transparente, exponiendo de repente todo el patrón de cableado en tres dimensiones para poder observarlo.
Combinadas, estas nuevas herramientas están transformando muchas de las tradicionales posturas de la neurociencia. Por ejemplo, como señala Deisseroth en un artículo publicado este año en Nature, la optogenética supone un desafo para algunas de las ideas subyacentes en las técnicas de estimulación del cerebro profundo, que se han usado ampliamente para tratar de todo, desde los temblores hasta la epilepsia pasando por la ansiedad y el desorden obsesivo compulsivo. Nadie sabe exactamente por qué funciona, pero hasta ahora se ha partido de la suposición de que sus efectos terapéuticos derivan de la estimulación eléctrica de regiones muy específicas del cerebro; los neurocirujanos hacen esfuerzos ímprobos por colocar los electrodos con la máxima precisión.
Sin embargo, en 2009 Deisseroth y sus compañeros demostraron que estimulando específicamente la materia blanca, los cables neuronales que están cerca de los electrodos, se producían mejoras clínicas más consistentes en los síntomas de la enfermedad de Parkinson. En otras palabras, no importaba tanto el barrio del cerebro como qué autovías neuronales pasaban cerca. Los científicos suelen usar adjetivos como "sorprendente" e "inesperado" para describir los resultados recientes, lo que refleja el impacto que ha tenido la optogenética en la comprensión de las enfermedades psiquiátricas.
En la misma vena, Anderson de Caltech señala que la historia de amor del público y los científicos con los estudios funcionales hechos con imágenes por resonancia magnética a lo largo de las dos últimas décadas ha creado la impresión de que determinadas regiones del cerebro funcionan como "centros" de actividad neuronal, que la amígdala es el "centro" del miedo, por ejemplo, o que el hipotálamo es el "centro" de la agresividad. Y compara la resonancia magnética con observar un paisaje de noche desde un avión a 10.000 metros para "intentar averiguar qué está pasando en un único pueblo". La optogenética, por el contrario, ha producido una visión mucho más detallada de esa diminuta subdivisión de células del hipotálamo, y por lo tanto ofrece una imagen de la agresión mucho más compleja y con muchos más matices. Activar neuronas específicas en ese pequeño pueblo puede conducir a un organismo a hacer la guerra, pero activar las neuronas vecinas puede empujarlo a hacer el amor.
Las nuevas técnicas permitirán a los científicos ver por primera vez el conocimiento humano en acción, tener una idea de surgen cómo los pensamientos, las sensaciones, los temores y la actividad mental disfuncional de los circuitos neuronales, y de la actividad de tipos específicos de células. Los investigadores apenas acaban de empezar a poder observar todas estas cosas, pero dado el ritmo que ha seguido el desarrollo tecnológico en los últimos tiempos, podríamos tener esta visión mucho antes de lo que cualquiera soñó que sería posible cuando la luz de la optogenética se encendió por primera vez hace apenas unos años.
Stephen S. Hall es escritor científico y autor residente en Nueva York. Su último artículo para MIT Technology Review fue “Cómo reparar los malos recuerdos".