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Biotecnología

Experimentar con los pensamientos

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Una mujer paralítica ha controlado un brazo robótico con su mente. ¿Será posible sacar esta tecnología del laboratorio a la vida real?

  • por Antonio Regalado | traducido por Lía Moya
  • 23 Junio, 2014

Foto: El neurofisiólogo Andrew Schwartz en el laboratorio en el que conecta cerebros con ordenadores.

La primera vez que llamé a Jan Scheuermann lo hice con 15 minutos de retraso. Cuando pedí perdón por haberla hecho esperar, me paró. "No estaba sentada esperando que llamaras, ¿sabes?" afirmó antes de darse cuenta de lo que decía. "Bueno, la verdad es que sentada que estaba".

Scheuermann, que tiene 54 años, lleva 14 paralítica. Vivía en California (EEUU) donde llevaba un negocio a tiempo parcial organizando cenas de misterio dramatizadas en las que los invitados interpretaban papeles que ella escribía. "Completamente sana, casada, con dos niños", explica. Una noche, durante una de las cenas que organizaba, sintió que tenía que arrastrar las piernas . "Decidí que era porque hacía frío y nevaba, aunque había un par de escalones en la casa y me estaban costando muchísimo".

A esto siguieron angustiosos meses de visitas a médicos y diagnósticos fallidos. Un neurólogo afirmó que tenía esclerosis múltiple. Para entonces ya iba en silla de ruedas eléctrica y estaba "apagándose rápidamente". Creía que se moría, así que se trasladó a Pittsburgh (EEUU), para que su familia pudiera hacerse cargo de sus hijos. Acabaron diagnosticándole una enfermedad rara llamada degeneración espinocerebral. Siente su cuerpo, pero los nervios que portan las señales desde su cerebro ya no funcionan. Su cerebro dice "muévete",  pero sus extremidades no lo oyen.

Hace dos años y medio los médicos atornillaron dos puertos en el cráneo de Scheuermann (ella los llama "Lewis y Clark"). Estos puertos permiten a los investigadores insertar cables que conectan con dos implantes del tamaño de una chincheta en el corteza motora de su cerebro. Dos o tres veces por semana se reúne con un equipo de científicos en la Universidad de Pittsburgh que la enchufan a un brazo robótico para que lo controle con la mente. Lo usa para mover bloques, apilar conos, chocar la mano y posar para fotos ridículas, haciendo cosas como fingir que tumba a un investigador o dos de un puñetazo. Ha bautizado al brazo con el nombre de Héctor.

Scheuermann, que cuenta que en sus sueños no está discapacitada, se sometió a una cirugía cerebral en 2012 después de ver un vídeo de otro paciente paralítico controlando un brazo robótico con el pensamiento. Pidió inmediatamente que la apuntaran al estudio. Durante la cirugía, los médicos usaron una pistola de aire para disparar las dos diminutas placas con agujas de silicio, llamadas Matriz Utah de Microelectrodos, a su corteza motora, la fina tira de cerebro que recorre la parte superior de la cabeza, de mandíbula a mandíbula y controla el movimiento voluntario. Se despertó de la cirugía con un dolor de cabeza tremendo y "el mayor arrepentimiento posible". No podía creer que se hubiera sometido voluntariamente a una cirugía cerebral. "Pensé: por favor, Dios, no dejes que esto sea en vano. Mi mayor temor era que no funcionara", explica. Pero a los pocos días ya estaba controlando el brazo robótico con un éxito inesperado: "Por primera vez en años podía mover algo de lo que me rodeaba. Era asombroso y emocionante. Los investigadores también se pasaron varias semanas con una sonrisa en la cara".

Foto: Jan Scheuermann apila conos con un brazo robótico controlado por la mente mientras el ayudante de investigación Brian Wodlinger la observa.

Scheuermann es una de entre 15 ó 20 pacientes paralíticos que se han unido a estudios a largo plazo de implantes capaces de transmitir información del cerebro a un ordenador. Es el primer sujeto del estudio de Pittsburgh. Otros nueve, algunos con un estado avanzado de esclerosis lateral amiotrófica (ELA), se han sometido a pruebas parecidas en un estudio estrechamente relacionado con este llamado BrainGate. Otros cuatro pacientes "encerrados", incapaces de moverse o hablar, han recuperado cierta capacidad para comunicarse gracias a un tipo distinto de electrodo desarrollado por una empresa de Georgia (EEUU) llamada Neural Signals.

Una tercera parte de estos pacientes se han sometido a la cirugía desde 2011, año en el que la Agencia Estadounidense del Medicamento afirmó que relajaría las reglas para permitir pruebas con "tecnologías auténticamente pioneras" como las interfaces cerebro-máquina. Y hay otros experimentos en humanos en marcha. Uno, que se llevará a cabo en el Instituto Tecnológico de California (Caltech, EEUU), quiere dar a los pacientes "un control autónomo sobre el sistema operativo Android de Google para tabletas". Un equipo de la Universidad del Estado de Ohio (EEUU), en colaboración con la organización de I+D Batelle colocó un implante en abril con la intención de usar las señales cerebrales del paciente para controlar estimuladores enganchados a su brazo. Batelle describe la idea como "reanimar una extremidad paralizada bajo el control voluntario de los pensamientos del paciente".

Estos osados estudios pioneros dependen de que al registrar la actividad eléctrica de una decena de células del cerebro se puede obtener una imagen relativamente precisa de hacia dónde quiere mover alguien una extremidad. "Tecnológicamente nos vemos limitados a tomar muestras de apenas unos cientos de neuronas, de los miles de millones que hay en el cerebro, así que es asombroso que sean capaces de sacar una señal", afirma el director del programa de ingeniería neuronal del Instituto Nacional de Desórdenes Neurológicos y Apoplejía de Estados Unidos, Kip Ludwig.

La tecnología que se está usando en Pittsburgh se desarrolló en laboratorios de fisiología para estudiar animales y aún es claramente experimental. Hay un haz de cables que va desde el cráneo de Scheuermann hasta una aparatosa agrupación de procesadores, amplificadores y ordenadores. El brazo robótico, que pesa 4 kilos y medio y lo pagó el ejército, tiene una mano y unos dedos muy diestros capaces de hacer movimientos parecidos a la realidad, pero es caprichoso, se estropea con frecuencia y es un poco peligroso. Cuando las cosas no funcionan, los alumnos de doctorado bucean entre cables enredados en busca de conexiones sueltas.

El neurocientífico de la Universidad de Brown (EEUU) que dirige el estudio BrainGate, que cuenta con un mayor recorrido, John Donoghue, compara las interfaces cerebro-máquina actuales con los primeros marcapasos. Esos primeros modelos también iban enganchados a carros de equipos electrónicos, con cables que se conectaban al corazón a través de la piel. Algunos se movían a mano. "Cuando no sabes lo que pasa, mantienes todo lo que puedes en el exterior y lo mínimo posible en el interior", explica Donoghue. Pero los marcapasos actuales son autosuficientes, reciben la energía de una batería de larga duración y se instalan en la consulta de un médico. Donoghue afirma que las interfaces cerebro-máquina están en el principio de una trayectoria similar.

Para que los ordenadores controlados por el cerebro se conviertan en un producto médico, tiene que existir una base económica detrás, la recompensa debe justificar los riesgos. Hasta ahora el caso de Scheuermann es el que más cerca está de demostrar que esas condiciones se pueden dar. En 2013, el equipo de Pittsburgh informó de su trabajo con Scheuermann en la revista médica Lancet. Pasadas dos semanas, describían, podía mover el brazo robótico en tres dimensiones. En unos pocos meses era capaz de hacer siete movimientos, entre ellos rotar la mano de Héctor y mover el pulgar. En un momento dado se la grabó ordenando al brazo que le diera una chocolatina, un objetivo seleccionado por ella misma.  

Los investigadores intentaban demostrar que estaban cerca de algo práctico, de poder ayudar con las denominadas "tareas cotidianas", que la mayor parte de la gente da por hecho, como cepillarse los dientes. Durante el estudio se examinaron las habilidades de Scheuermann usando la Prueba de Investigación de Acción del Brazo, el mismo kit de bloques de madera, canicas y tazas que los médicos usan para evaluar la destreza manual en quienes han sufrido lesiones recientes. Su puntuación fue de 17 sobre 57, más o menos igual que alguien que hubiera sufrido una apoplejía grave. Sin Héctor, Scheuermann hubiera sacado un cero. Estos hallazgos salieron en las noticias nacionales.

Sin embargo, desde que desaparecieron las cámaras de televisión, han quedado patentes algunos de los inconvenientes de la tecnología. Al principio Scheuermann no paraba de demostrar nuevas habilidades. "Era éxito, tras éxito, tras éxito", afirma. Pero controlar a Héctor ha empezado a ser más difícil. El motivo es que, con el paso del tiempo, los implantes dejan de grabar. El cerebro es un entorno hostil para la electrónica y los diminutos movimientos de la matriz de electrodos pueden crear tejido cicatrizal. Los investigadores conocen bien este efecto ya que se ha observado cientos de veces en animales. Una a una, cada vez se pueden detectar menos neuronas. 

Scheuermann sostiene que nadie la había avisado. "El equipo dijo que esperaban una pérdida de señal de las neuronas en algún momento. Yo no lo esperaba, así que me sorprendió", afirma. Ahora solo controla  de forma rutinaria el robot en tres a cinco dimensiones y poco a poco ha ido perdiendo la capacidad de abrir y cerrar el pulgar y los dedos. ¿Se parece esto a su experiencia de quedarse paralizada? Se lo pregunté unos días después por correo electrónico. Respondió en un mensaje que tecleó un ayudante que suele acompañarla: "Estaba decepcionada porque probablemente nunca consiga más de lo que ya he conseguido, pero lo acepté sin ira y sin amargura"..

Reanimación

El investigador que planeó el experimento de Pittsburgh es Andrew Schwartz, un delgado hombre de Minnesota (EEUU) cuyo laboratorio ocupa una planta soleada donde destacan tres torres metálicas grises de equipos que se usan para hacer el seguimiento de los monos hay en las salas adyacentes. Vistas en circuitos cerrados de televisión, las escenas de dentro de las salas de experimentos son increíbles. En una pantalla una rueda metálica no para de rotar, cambiando la posición de una manilla naranja brillante. Tras cada vuelta, una mano robótica desproporcionada se alza desde el borde de la pantalla a coger la manilla. Entre toda la maquinaria que gira es fácil perderse la cara gris y rosa de un macaco Rhesus que lo controla todo mediante un cable introducido en su cabeza.


Foto: La Matriz Utah de Microelectrodos, inventada en la década de 1990, tiene 96 agujas de silicio que registran los impulsos eléctricos de las neuronas dentro del cerebro.

Esta tecnología tiene su origen en la década de 1920, con el descubrimiento de que las neuronas transmiten información a través de "impulsos" eléctricos que se pueden registrar con un fino alambre de metal o con un electrodo. Para el año 1969 un investigador llamado Eberhard Fetz había conseguido conectar una única neurona del cerebro de un mono a una rueda giratoria que el mono podía ver. Descubrió que el mono aprendió a hacer que la neurona se disparase más rápido para mover la rueda y conseguir una recompensa en forma de pienso con sabor a plátano. Aunque Fetz no fuera consciente en aquel momento, había creado la primera interfaz cerebro-máquina.

Schwartz ayudó a ampliar ese descubrimiento hace 30 años cuando los fisiólogos empezaron a registrar la actividad de muchas neuronas en animales vivos. Descubrieron que, aunque en todo la corteza motora se encienden un montón de señales eléctricas cuando un animal se mueve, una única neurona tenderá a dispararse más rápido en conexión con determinados movimientos -moviendo el brazo izquierda hacia arriba o doblando el codo, por ejemplo- y si no, se disparará más lentamente. Registrando la actividad de una cantidad suficiente de neuronas, te puedes hacer una idea general del movimiento que hará esa persona o el que pretende hacer-. "Es como una encuesta de opinión, cuantas más neuronas entrevistas, mejores resultados obtienes", afirma.

Los 192 electrodos de los dos implantes de Scheuermann han llegado a registrar más de 270 neuronas a la vez, que es el máximo que se haya llegado a medir simultáneamenteodidonte en un cerbro humano. Schwartz explica que por eso ha podido tener un control tan bueno del robot.

Las señales neuronales las interpreta un software decodificador. A lo largo de los años los científicos han ido creando descodificadores cada vez mejores, atendiendo a planes de control cada vez más ambiciosos. En 1999, el neurocientífico de la Universidad de Duke (EEUU), Miguel Nicolelis, entrenó a una rata para volcar un recipiente con la mente y así obtener una recompensa. Tres años después, Donoghue consiguió que un mono moviera un cursor en dos dimensiones por una pantalla de ordenador. Y para 2004, su equipo del proyecto BrainGate ya había llevado a cabo la primera prueba a largo plazo en humanos de la Matriz Utah, demostrando que incluso alguien cuyas extremidades llevaran años paralizadas era capaz de controlar un cursor con la mente. Para 2008 Schwartz tenía un mono que cogía caramelos y se los comía gracias a un brazo robótico.

Scheuermann ha podido intentar muchas tareas nuevas rápidamente. Se le ha pedido que controle dos brazos robóticos a la vez para levantar una caja ("sólo lo conseguí una vez o dos", afirma). Algunos resultados son extraños: Scheuermann puede agarrar un cono de plástico con los dedos de Héctor, pero a veces tiene que cerrar los ojos antes. ¿La presencia del cono está reflejada en los patrones de disparo de las neuronas? Schwartz se ha tirado meses intentando averiguarlo. Tras estas interrogantes podría haber descubrimientos importantes sobre cómo prepara y ejecuta las acciones el cerebro. 

Una vez Scheuermann le pidió a su ayudante que la vistiera con unos bigotes de rata y una larga cola de disfraz para recibir a los investigadores. Era una forma macabra de reconocer que estos experimentos dependen de los voluntarios humanos. "No son tan difíciles de entrenar como estos", sostiene Schwartz, señalando con el pulgar al pasillo donde están todas las salas con los monos.

Estos voluntarios están atrapados. Algunos esperan desesperadamente que la ciencia les proporcione una vía de escape. Siendo realistas, es muy improbable que eso suceda en sus vidas. El primer voluntario de BrainGate fue un chico de 25 años llamado Matt Nagel que respiraba gracias a un ventilador desde que le cortaran la médula en una pelea con navajas. En 2004 pudo mover un cursor por una pantalla. Pero Nagel también quería suicidarse e intentó conseguir que otros le ayudaran a hacerlo, según el libro El hombre con el cerebro biónico, escrito por su médico. Murió de una infección en 2007. En los foros de internet donde la gente paralítica intercambia noticias esperanzadoras sobre posibles curas, como las células madre, hay quienes desechan la idea de las interfaces cerebro-máquina por considerarlas un poco locas. Otros empiezan a pensar que es su mejor oportunidad. "¡Me lo quedo! ¡Cortadme mi brazo muerto y dadme uno robótico con el que pueda SENTIR, por favor!", escribió uno.

Schwartz afirma que espera poder generar sensaciones físicas del brazo robótico este año, si encuentra otro voluntario tetrapléjico. Igual que Scheuermann, el siguiente pacientes recibirá dos matrices en la corteza motora para controlar el brazo robótico. Pero Schwartz explica que los cirujanos colocarán dos implantes más en la corteza sensorial del voluntario; estos recibirán señales de sensores de presión enganchados a las puntas de los dedos robóticos. Estudios del laboratorio de Nicolelis en Duke han demostrado hace poco que los animales sí que sienten y responden ante inputs eléctricos de este tipo. "No sabemos si el sujeto lo sentirá igual que el tacto", afirma Schwartz, "es muy burdo y simplista y sin duda partimos de una serie de suposiciones erróneas, pero no podemos preguntarle al mono qué acaba de sentir. Creemos que será un nuevo hallazgo científico. Si el paciente puede decir qué es lo que siente, eso será una noticia".

Otro objetivo clave, compartido por Schwartz y los investigadores de BrainGate, es conectar la corteza motora de un voluntario con electrodos colocados en sus extremidades, lo que serviría para contraer los músculos, por ejemplo para abrir y cerrar una mano.  En abril, los cirujanos de Ohio que trabajan con Battelle anunciaron que serían los primeros en intentarlo. Colocaron un implante cerebral en un hombre con una lesión medular. Y en cuanto el paciente se recupere, explica Battelle, empezarán a hacer pruebas para "reanimar" sus dedos, muñeca y mano. "Queremos ayudar a alguien a conseguir control sobre su propia extremidad", afirma Chad Bouton, el ingeniero al cargo del proyecto que ya ha colaborado con el grupo BrainGate. "¿Podrá alguien coger un mando a distancia de la tele y cambiar de canal?" Aunque Battelle no ha conseguido la aprobación de los reguladores para intentarlo, Bouton explica que el paso siguiente evidente es intentar una señal bidireccional desde y hacia una extremidad paralítica, combinando el control y la sensación.

Problemas de interfaces

Podría parecer que las interfaces cerebro-máquina progresan rápidamente. "Si vas a cámara rápida desde el primer vídeo de ese mono a alguien moviendo un robot en siete dimensiones, cogiendo cosas, dejándolas, es bastante espectacular", afirma el neurofisiólogo de la Universidad Northwestern (EEUU) Lee Miller. "Pero lo que no ha cambiado, literalmente, es la matriz. Es el motor de vapor de los implantes cerebrales. Aunque consigas un control, se va a acabar en dos o tres años. Necesitamos una interfaz que dure 20 años antes de que esto pueda ser un producto".

La matriz Utah se desarrolló a principios de la década de 1990 como una forma de registrar la actividad de la corteza, en un principio de gatos, con un trauma mínimo para el cerebro. Se cree que el tejido cicatrizal se crea alrededor de las puntas de registro, que son agujas de 1,5 milímetros. Si se resuelve este problema de la interfaz, Miller sostiene que no ve motivos por los que no podría haber 100.000 personas con implantes cerebrales para controlar sillas de ruedas, cursores de ordenador o sus propias extremidades. Schwartz añade que si también se pudiera medir una cantidad suficiente de neuronas de una, alguien podría incluso tocar el piano con un brazo robótico controlado por la mente.

Foto: La extremidad ortopédica modular está diseñada por el Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins con financiación de DARPA.

Los investigadores están probando varias ideas para mejorar la interfaz cerebral. Hay proyectos en marcha para desarrollar electrodos ultrafinos, versiones más compatibles con el cuerpo, o láminas de electrónica flexible capaces de envolver la parte superior del cerebro. En San Francisco (EEUU), los médicos están estudiando si los electrodos de superficie de este tipo, aunque sean menos precisos, podrían usarse en un descodificador para el habla, permitiendo potencialmente que una persona como Stephen Hawking hablara a través de una interfaz cerebro-ordenador. En un ambicioso proyecto lanzado el año pasado en la Universidad de California en Berkeley (EEUU), los investigadores intentan crear lo que denominan "polvo neuronal". El objetivo es dispersar sensores piezoeléctricos de tamaño microscópico por el cerebro y usar ondas de sonido reflejadas para capturar las descargas eléctricas de las neuronas cercanas.

El investigador de Berkeley Jose Carmena, quien al igual que Schwartz trabaja con monos para probar los límites del control mental, ahora se reúne semanalmente con una decena de científicos para esbozar los planes para encontrar mejores formas de registrar la actividad de las neuronas. Pero cualquier cosa que se les ocurra tendrá que probarse en animales durante años antes de que se pueda probar en una persona. "No creo que la matriz Utah se convierta en un marcapasos para el cerebro", afirma. "Pero puede que lo que acabemos usando no sea tan distinto. No vemos el último modelo de ordenador en las misiones espaciales. Necesitas la tecnología más resistente. En este caso sucede lo mismo".

El juego de los números

Para tener éxito, cualquier nuevo dispositivo médico tiene que ser seguro, útil y económicamente viable. Ahora mismo las interfaces cerebro-máquina no cumplen con estas condiciones. Uno de los problemas es lo arriesgado de la cirugía cerebral y las altas probabilidades de que se produzca una infección. En Brown Donoghue comenta que el equipo de BrainGate está a punto de terminar el desarrollo de un transmisor inalámbrico, del tamaño de un mechero, que iría debajo de la piel y reduciría el riesgo de infección al deshacerse de los pedestales y cables que hacen que las interfaces cerebro-ordenador sean tan aparatosas. Donoghue sostiene que con un sistema inalámbrico los implantes podrían ser una opción médica realista dentro de poco.

Pero eso nos conduce a otro problema: ¿qué controlarán los pacientes? El brazo que controla Scheuermann sigue siendo un prototipo carísimo y se suele romper. A ella le preocupa que no todo el mundo se pueda permitir tener uno. En cambio, el neurólogo del Hospital General de Massachusetts (EEUU) que dirige el estudio BrainGate con Donoghue, Leigh Hochberg, cree que probablemente los primeros usuarios serán pacientes "encerrados" que no puedan ni moverse, ni hablar. Hochberg considera que sería un "avance" conseguir que este tipo de pacientes tuviera un control fiable sobre un ratón de ordenador. Eso les permitiría teclear palabras o cambiar el canal de televisión.

Pero incluso los pacientes encerrados suelen poder mover los ojos. Esto significa que tienen formas más sencillas de comunicarse, usando un sistema de seguimiento de los ojos, por ejemplo. Una encuesta entre 61 pacientes con ELA de la Universidad de Michigan (EEUU) halló que el 40% de ellos se plantearía someterse a cirugía para colocarse un implante cerebral, pero sólo si les permitiera comunicar más de 15 palabras por minuto (una quinta parte de los encuestados no podían hablar). BrainGate aún no ha conseguido esas velocidades.

Todas las piezas de la tecnología "ya se han resuelto hasta cierto nivel", explica el director ejecutivo de Black Microsystems, Andy Gotshalk, que fabrica la Matriz Utah y que ha adquirido parte de la tecnología surgida del proyecto BrainGate. "Pero si me preguntas cuál es el producto, ¿qué es lo que controlas, un brazo ortopédico o una silla de ruedas?, entonces no lo sé. Hay un producto de alto nivel en mente, que es hacerle la vida mucho más fácil a los tetrapléjicos. Pero exactamente qué será no se ha definido. No es algo concreto. Los científicos están publicando en revistas de alto nivel, pero yo tengo que pensar en un plan de negocios y eso es un problema".

Sin un producto claramente definido a por el que ir, ninguna gran empresa se ha lanzado. Y los riesgos para el negocio son especialmente altos porque hay relativamente pocos pacientes con tetraplejia total, unos 40.000 en Estados Unidos y aún menos con ELA avanzado. Una empresa creada por Donoghue, Cyberkinetics, tuvo que cerrar después de recaudar más de 30 millones de dólares (unos 22 millones de euros). Los investigadores sobreviven gracias a becas que son insignificantes en comparación con el esfuerzo comercial medio para desarrollar un nuevo dispositivo médico, que puede costar 100 millones de dólares (unos 73 millones de euros)."No existe una sola empresa dispuesta a invertir el dinero necesario para crear una neuroprótesis para tetrapléjicos y el mercado no es lo suficientemente grande como para que entre un inversor de capital riesgo", explica Gotshalk. "No salen las cuentas".

Otros creen que la tecnología detrás de las interfaces cerebro máquina pueden tener aplicaciones inesperadas, que no tienen nada que ver con controlar brazos robóticos. Muchos investigadores, entre ellos Carmena y el equipo de Battelle, intentan decidir si las interfaces podrían ayudar en la rehabilitación de pacientes afectados por una apoplejía. Dado que estos son un gran mercado, una respuesta afirmativa serviría "para cambiar el panorama", según Carmena. Algunas de las tecnologías de registro de la actividad neuronal podrían ser útiles para entender enfermedades psiquiátricas como la depresión o el desorden obsesivo compulsivo.

En el caso de Scheuermann, al menos, su interfaz cerebro-máquina ha demostrado ser una medicina muy potente. Cuando llegó a Pittsburgh, sus médicos explican que sus estado era plano y no sonreía. Pero formar parte del experimento le ha dado energía. "Me estaba encantando. Por primera vez en 20 años tenía compañeros de trabajo y me sentía útil", afirma. Ha terminado de dictar una novela de misterio, Sharp as a Cucumber, que había empezado a escribir antes de ponerse enferma, y la ha publicado en internet. Ahora trabaja en una segunda. Scheuermann me comentó que le gustaría tener un brazo robótico en casa. Podría abrir la puerta, salir a su jardín y hablar con sus vecinos. Podría abrir la nevera y coger un sándwich que le hubiera preparado su ayudante.

Nuestra llamada se acababa y era una situación incómoda. Yo podía colgar el teléfono, pero ella no. Su marido había salido a hacer la compra. Héctor estaba en el laboratorio. Ella estaba sola y no se podía mover. "No pasa nada", dijo Scheuermann. "Dejaré caer el teléfono al suelo. Adiós".

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